El camino de la víctima

Seis grados de separación entre la conciencia y el acto de matar

Sin necesidad de profundizar en sus múltiples lecturas, debe reconocerse un valor primario herzogiano presente en The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, 2012): la bofetada. Impacta contemplar a unos matones del antiguo régimen indonesio recrear sus fechorías ante la cámara sin remordimiento alguno, embriagados en su performance inspirada en los clásicos del cine de gangsters hollywoodiense. Uno busca indicios de falsedad del documental, se empapa de la crónica reciente de Indonesia, incluso confronta la idea de Asia con el supremacista que todos llevamos dentro hasta que nos tocan los cojones. En suma, se trata de llevar al campo intelectual la vieja costumbre de poner tierra y aranceles de por medio entre Europa y sus ex colonias.

Por otro lado, algunas obras del cine reciente ofrecen un camino de imágenes más honesto para quien quiera transitarlo. Lo que sigue no es más que uno de los posibles recorridos de los grados de separación entre donde creíamos que nos hallábamos y la conciencia colectiva de la que ha germinado la película de Oppenheimer.

Comenzamos por la miniserie Carlos (2010), la cual ya se adentra en la época y en el terreno ideológico de un terrorista global (internacional, que dirían entonces). Olivier Assayas devuelve las convulsiones de los años 70 al escenario audiovisual contemporáneo mediante una estética sin compromiso moral, capaz de soportar las contradicciones entre lo mesiánico y lo miserable del protagonista. Inevitablemente el resultado deviene hagiográfico: al menos en la ficción, los actos del Chacal perfilan un personaje fascinante, entregado al refinamiento continuo de un batido de referentes ideológicos en gasolina apta para la máquina del terror. Carlos deja de existir en términos históricos y se reubica entre nuestros coetáneos, merced a un proyecto vital tan vigente como el de cualquiera de nosotros. Al igual que Michael Mann con el Dillinger de Enemigos públicos (Public Enemies, 2009), el discurso formal de Assayas permite al criminal de antaño actuar sobre la misma materia de la que se nutre nuestro imaginario del presente. ¿Tiene sentido entonces hablar del pasado?

Los hermanos Wachowski plantean en El atlas de las nubes (Cloud Atlas, 2012) este desarraigo del contexto respecto al texto de la civilización. Mediante un montaje hipernarrativo entre líneas temporales —similar al de la reciente Upstream Color (Shane Carruth, 2012)— y el uso de los mismos actores para interpretar diferentes personajes, las coordenadas históricas de los eventos narrados pierden relevancia respecto al peso estrictamente filosófico, eterno, de los actos y decisiones individuales. Todo un ataque a la línea de flotación de la corriente dominante en nuestro curso de acción colectivo, particularmente en el continente europeo, la cual se puede resumir en un término: realpolitik. Los intereses generales por encima de los humanos. Desde la llegada a la Luna propiciada por la Guerra Fría no se ha dado otra confluencia de ambos a semejante nivel, sucediéndose en su lugar una miríada de conflictos centrados en zonas más bajas de la pirámide de Maslow, como reflejan los arcos argumentales menos fantasiosos de la película. Lo humano encuentra su refugio en lo económico.

Sucede que en nuestra huida del estado-nación y los viajes espaciales a ninguna parte, de regreso a la economía interfamiliar, no nos traemos de vuelta la moral. Los mecanismos de la Historia impiden a ésta su disociación de la politica. En la Transición española se decidió sacrificar justicia por convivencia; en las guerras posteriores a Vietnam, un número aceptable de víctimas civiles por estabilidad. Uno puede desligarse del zeitgeist como individuo, pero no puede dejar de legitimarlo como ciudadano en tanto carece de cimientos alternativos para erigir su propia moral.

Paolo Sorrentino explora la cuestión en Un lugar donde quedarse (This Must Be the Place, 2011), en la cual un ex cantante de glam, después de años autoexiliado en el mausoleo interior de un pasado glorioso, emprende la caza de un criminal nazi de singular incidencia en la memoria de su difunto padre. Cheyenne (Sean Penn) busca en el Holocausto un origen de coordenadas del ser moral, ese lugar capaz de reunir dos existencias apartadas durante años en el seno de la misma familia. Al final de su viaje descubre que no queda ni rastro de tan socorrido espacio común, ni siquiera del que creía ocupar hasta ahora y respecto al que mantenía su pose rebelde. La sociedad ha avanzado a otro estadio, y Cheyenne debe acompañarla para no verse como un espantajo sin valores.

La desaparición de los referentes como espejismos en el desierto al tratar de acercarse a ellos constituye la trampa de la Historia. Las personas perpetúan la lucha en nombre de la memoria, que no es otra cosa que pretérito embalsamado; mientras, la Historia viva se precipita sobre lo único de lo que realmente se alimenta: la nueva economía que surge tras cada transformación sociocultural. El águila conoce nuestra madriguera.

Historias de Shanghai (Hai shang chuan qi, Jia Zhang-ke, 2010) describe el reciclaje del pasado como paso previo a este secuestro de una economía que debería ser patrimonio de los hombres libres. Un intervalo sin moral ni continuidad histórica claras, a la espera de que las nuevas estructuras en construcción lleguen a su término para reformular en función de las mismas el monopolio estatal de la violencia. Zhao Tao pasea entre proyectos arquitectónicos que se levantan como ruinas de un tiempo futuro, falsos recuerdos que hacen las veces de sueño de la Historia. Cada cual se aferra a sus memorias fragmentadas como lo haría con los barrotes de una cárcel, resignado a acotar el espacio sin límites que correspondería a su espíritu en libertad. Una vez más el individuo cede las riendas de la economía a la política, la nueva moral a la que tarde o temprano será necesario volver a combatir en el eterno retorno de la humanidad.

Sin embargo, nuestro tiempo presenta una importante novedad respecto a los anteriores. Pese a que la Historia ha vampirizado una vez más la economía, el relato de lo moral no se ha renovado y empieza a agrietarse. Ello se debe a que somos la primera generación capaz de justificar nuestro presente en función de lo material. El salto educativo y tecnológico ha propiciado el abandono de la vertiente instrumental de la tradición en favor del hedonismo cultural, el tránsito de la moral única a una apariencia de pluralidad ética escindida de lo político.

Ahora bien, a pesar de este avance el reemplazo de lo moral permanece impracticable en nuestros días. Ello se debe a que el determinismo económico que nos imponen las inercias del pasado usurpa nuestra libertad para obrar, y con ella la posibilidad de una ética. Es el trance que experimenta la Heidi de The Lords of Salem (Rob Zombie, 2012). Su realidad es la naturaleza muerta de sus sueños de juventud; su destino, el de un cadáver sin alma a la espera de ser animado por fuerzas ancestrales. El Diablo viene a llenar el vacío moral provocado por la inmaterialidad de la memoria y un presente inercial. El Diablo es la ficción.

The Act of Killing no es más que otra representación de ese demonio. Los crímenes de los genocidas no solo no se han juzgado, sino que han prescrito moralmente, algo que ni Claude Lanzmann ni Rithy Panh se plantean en sus respectivas filmografías acerca de atrocidades históricas. Toda vez que el relato moral de la tradición deja de renovarse, arrollado por la materia del presente, la lectura de la Historia solo tiene cabida como ficción, como adelantaba Yoshishige Yoshida en Eros Plus Massacre (Erosu Purasu Gyakusatsu, 1970) al señalar la imposibilidad de basarse en modelos precedentes para hacer la Revolución. Lo que pudiera indignarnos del filme de Oppenheimer, por tanto, no es la inmoralidad de lo narrado, sino su pobre encaje ficcional respecto a nuestra percepción judeocristiana de culpa y arrepentimiento, aún operativa en ausencia de una ética de lo real en tanto criemos ficciones como cerdos para mantenerla con vida.

Desde este punto de vista lo único que hace apta para el consumo The Act of Killing son las arcadas de Anwar Congo al final de la película, aparentemente causadas al reflexionar sobre sus propios crímenes. Suficiente para ficcionalizar el Mal y dejar que se pasee una vez más por nuestro presente a la deriva, presto a ser incorporado a la ética dummy que construimos al margen de la acción humana… la cual incluye el acto de matar, es decir, ese mismo Mal. A más víctimas, más ficciones.