El momento adecuado para visitar este museo es poco antes de la hora de cierre, cuando apenas se encuentran un par de rostros anónimos que cruzan de una sala a la siguiente. Casi no se escucha el ruido de las suelas ni el taconeo de los zapatos, tampoco el murmullo de las expediciones escolares o el aburrido cuchicheo de los domingueros. Y quizá es mejor así, este no es un museo cualquiera. Aquí el pasillo que comunica una exposición con sus diferentes áreas temáticas es largo y oscuro; basta un juego de luces mal distribuidas para sentir que, a cada nuevo paso, un poco de esa oscuridad absorbe un pedacito de nuestra sombra. La captura, con ese extraño placer que conjura todo miedo infantil para precipitarnos hacia la primera sala. Una sala excesivamente recargada, o eso pensamos nada más entrar, para exhibir una sola atracción. Una criatura robada de la galería de terrores atávicos que el hombre colecciona desde su nacimiento.
Coleccionar es el arte de lo inútil, de lo que se ve pero no se toca. En este museo, en cambio, hay algo demasiado vivo en cada una de sus salas de exposición. Unos ojos que vigilan desde la penumbra; unos tentáculos que avanzan, escurridizos, por el suelo de linóleo; una mano que intenta trepar por la espalda; o una boca que, entreabierta, emite una carcajada tan heladora que no sabemos dónde escondernos. Y no podemos, como en el viejo tren de la bruja hay una rara mezcla de encanto y temor que nos invita a permanecer en ese lugar. Con la vista clavada sobre esa criatura que palpita tras el cristal del televisor, bajo la tutela de Ryan Murphy y Brad Falchuk. Atrapados en la casa encantada, una institución mental, la guarida de una bruja o un circo de fenómenos. En el caldero hirviente, como en los cuentos clásicos, o en la habitación de paredes acolchadas. En esa extraña soledad que nos invita a compartir nuestros rasgos con los del bestiario de miedos contemporáneos que compone American Horror Story (íd., 2011-; FX). Miedos y terrores que reparten su recorrido entre el acervo cultural del género y la retorcida moral que gobierna el presente. En una identificación que nos propone mirar desde el otro lado del cristal a todas esas bestias que caminan a plena luz del día. Fenómenos, locos y monstruos que se parecen demasiado a nosotros. Tanto es así que, si deciden acompañarnos durante este recorrido por el museo, deberán tener cuidado con lo que ven y escuchan. En algún momento del viaje les suplicarán que ocupen su lugar en el centro de la exposición. Como otra criatura que despierta nuestros más antiguos temores.
Una aristócrata esclavista
Es curioso este letrero; habla de una, cuando fueron tantas, ¿les recuerda al dodo, no es cierto? Hubo un pájaro fantástico del que ya nadie habla y que los ilustradores e investigadores pintan con rostro afable, el que se enfrenta a un destino patético (se vendían sus plumas, ya saben, para decorar sombreros). Ocupa otra vitrina, también, un engendro que se desconoce si en vida fue hombre, niño o pájaro; se conserva con alguna extremidad, un plumón adherido a una piel negra y viscosa, que quizá es cosa natural o podredumbre; un gorrito ridículo. Pareciera que el último dodo hubiese querido vengar a su especie mediante esta broma tan poco ortodoxa y, sin embargo, tan típica de los bailes. ¡Oh, hablando de la reina de Roma, ahí llega! Den la luz dentro de esta campana, y ahí tienen a la mujer del tocado de plumas, oronda como la tórtola con la que tiene en común el prominente pecho; su voz es la de la gallina clueca.
¿Es extraña, no es cierto? Está extinta y resulta tan familiar al mismo tiempo. No sus estropeadísimos encajes, por supuesto; es algo que sigue brillando como las gemas que carga alrededor del cuello. ¿Dice usted que la vio un día en lo alto de un trono cretense? ¿Y el caballero de más allá, que estuvo atendiéndole detrás de un mostrador de la oficina de desempleo? ¡Cómo!, ¿y esta dama jura y perjura que es clavada a su prima segunda, la que tiene al hijo colocado en Houston y compra el pescado en Mercadona? No nos desviemos del expositor, por favor, pero tienen razón. Lo que nunca muere son los carbones que tiempo atrás un pobre hombre extrajo de una mina pegajosa y otro pobre hombre transformó en cristal dodecaedro. Único y admirado en el pecho de una mujer que algún pobre hombre más sacó de un agujero para elevarla a los salones donde se sirve champán y se ejecuta la contradanza.
Y ahora está aquí, en una colección de horrores. Desentona su efigie, de manera que les recordaré su alma: excitada ante la unión de la carne, el pelaje crespo bovino y los metales poco nobles; los miembros que se frotan contra cadenas, rejas, jaulas y armas improvisadas y torpes. Una auténtica ménade en el cuerpo de una hija de nobles que enarbola el francés como la boa que hace chispear su lengua bífida. Encanta a sus víctimas a la vez que se yergue sobre ellas, reclama una posición social y física alargando el cuello; necesita abrazar la carroña porque la ama al proporcionarle tan gratos momentos. Las brujas adoran todo lo que odian, pues sin ello no habría mal ni hechizo, y lo primero que detestan es su futuro, su estirpe: todos ustedes, todos los invitados de sus bailes y todos los sirvientes que no valen nada y a la vez se encargan de sus posesiones más valiosas.
Ella no es la joya de nuestro catálogo. Es demasiado común, por desgracia. No, ya no existe y desaparecieron las plantaciones de esclavos; pero juraríamos que siguen viéndose a una y otros en diferentes lugares del planeta, reinventados como las estampas inocentes del masacrado pájaro dodo. Y quien crea que puede domesticarse, que hará del ave un coqueto compañero de faenas, una bandeja con licor sobre su cabeza, por ejemplo, estará invitando a la nigromancia de una habitación a otra, dentro de casa. Por eso está expuesta, para advertirles. Desgraciadamente, pocos como ustedes pagan la entrada y llegan hasta aquí para descubrir que el monstruo es también su oficinista, su prima segunda, la reina de cualquier Roma.
Psicópata de despacho
Ven y mira. Rasga el papel viejo de la pared, abre paso con tus pequeños deditos y acerca el ojo hasta el agujero que comunica tu habitación con la cámara secreta. El dormitorio de los padres, el lavabo de señoras, la ducha o el cuarto de soltera. Lo desconocido, ese hormigueo que repta impaciente por el cuerpo en busca de una palabra que describa lo que sientes. Las gafas enteladas, la respiración entrecortada, el sabor agrio que emerge del final de la garganta, las manos hinchadas por la circulación. Aún es pronto para el amor, la eternidad y el olvido, ese cuerpo extraño se desnuda sin pensar en la culpa moral que te hará cargar. La carne blanca, casi inmaculada, despeja con curiosidad los misterios que oculta la ropa. Vestido sobre vestido, en el que el estampado de la blusa deja paso a los lunares que surcan la espalda. Pegas la mano a la pared, contra el tacto rugoso del papel enmohecido, arriba y abajo y otra vez arriba y abajo, con la sensación de que esa piel vieja que cubre la habitación debe ser sustituida por esa otra que tu mirada ha encontrado a través del agujerito. Como si esta última te recordase el tacto cálido del abrigo de lana en las tardes de invierno.
Las pequeñas gafas de concha duermen en su estuche, la montura de pasta de los nuevos lentes confieren otro aire a tu rostro; cuadrado, dibujado en cuatro trazos perfectos, alineado y adulto. Aquel niño travieso ha aprendido a observar sin ser visto, anhela escudriñar en la mente de los demás todos esos pensamientos con los que su imaginación febril fantasea. Tal vez, quién sabe, para decirse a sí mismo que no está loco, que bajo la piel todos somos iguales, que tanto el proletario como el príncipe sueñan con acercar el ojo a la cerradura y ver lo que se cuece en la alcoba. En la pensión o en el manicomio en el que has ingresado como terapeuta. Ver lo que no se puede ver: el deseo, el ambiente fétido, el terror que atenaza los cuerpos que, tarde o temprano, te servirán para coser un vestido a tu Venus de pieles. Así que finges tu cordura, más o menos como hace el resto, mientras la charada avanza. Te conviertes en caballero para salvar a la dama periodista en apuros, en psiquiatra sereno en la guarida de un doctor nazi que experimenta con los internos, o en guardián de una monja poseída que ha detectado las debilidades bajo tus costuras.
Demonio y carne, desvío y sexualidad. En esa casa de locos no cuesta ganarse el afecto de los pacientes, aunque tu vista se concentre en lo que podrás hacer con sus huesos triturados y su piel arrancada: la pantalla de una lámpara, un cenicero y un cinturón con hebilla resistente, blanca como el nácar. Y la miras a ella, a la periodista encerrada en el manicomio, enloquecida por el tratamiento de choque, las duchas frías y las criaturas que se apretujan junto a ella sin piedad ni remordimientos. Quieres salvarla, ayudarla a escapar de la institución, cobijarla en tu habitación y arroparla con una manta de pelo. Ya ni siquiera escuchas lo que dice, tan solo el ruido de sus articulaciones, el bombeo desesperado de su corazón, las costillas que bailotean en su torso escuálido. La descompones en piezas de un catálogo de moda, mides centímetro a centímetro cada gramo de carne firme, la imaginas a través de ese agujerito que en tu infancia te mostró la desnudez, el pecado y el placer secreto.
Oliver, qué distinto resultas sin la corbata y la camisa de oficina, con el mandil de charcutero y las tenazas para separar la piel del hueso. Cuánto queda todavía de aquel niño aterrado ante el vicio, la carne blanca y el hormigueo para el que no encontraba buenas palabras. Ahora vives en una urna, como los genios de los cuentos, y apenas distingues con nitidez las figuras que se agolpan a tu alrededor, tras el agua verdosa que ha congelado tu gesto, tu cara y tu piel. Tan vieja que, casi, se puede ver a través de ella, como en el rostro de los pecadores. Sueña otra vez, niño, la historia de un psicópata de despacho al que encontró el diablo. Sueña con ese agujero en la pared, estrella solitaria en un firmamento apagado, que te enseñó todo lo que se oculta bajo la carne. Sueña, y termina así con el lamento que te ha convertido en una pieza más de este museo de los horrores.
El dios dandy
Hubo una vez un padre terrible porque, muerto su heredero a manos de una villanía, lo embargó la locura de revivirlo siguiendo las instrucciones de su propio bestiario. Este hombre, que vivió en una época en la que tarea científica y juicio moral mantenían un matrimonio demasiado estrecho, llevó entonces al paroxismo su trabajo visionario y su violación de las normas. Se tragó de un golpe esa delicada copa con las esencias de Shelley y los violines de Wojciech Kilar; se le subieron los vapores a la cabeza y soñó en adelante con ¿un niño o una niña? que, al contemplarlo, generaría la misma reacción que un chute de heroína. Alaridos ridículos dirigidos a los rincones más oscuros de la casa señorial, el orfanato o el convento benéfico.
Ja-ja-ja, las caras del público ensombrecidas por el relato de Poe o Matheson. ¡Alegren la expresión!, en esta cápsula de vidrio un mozalbete parece invitarnos a tomar un helado con Mary Poppins. Cojan su mejor traje a rayas, su canotier, su bastón de cáñamo, péinense y agiten su sonrisa tras una efectiva ambigüedad sexual. En ciertos momentos de este recorrido de los horrores el trazo del camino se viene abajo (esos tramos de ladrillos rotos como macetas para malas hierbas frente a la primera espiral preciosa de baldosas amarillas). Se produce el fin de una promesa de mal constante; se asegura de repente la continuidad gloriosa y benéfica de un aquelarre de hijos de la noche dedicados a buenas obras, como los magos con gafas o algunos mutantes. Se les puede olvidar por un momento que los niños del mal nunca tienen un destino brillante; pero la dirección de este museo es superior a los guías y guardan sus razones.
Por ese motivo deben inspeccionar con cautela este espécimen, tan pulcro y recortable de cualquier revista infantil de muñecas que podrían abordar con él el juego equivocado. Dobla un brazo para empuñar el martillo de croquet, echa hacia atrás una pierna para encaramarlo al caballo balancín, haz que salte en el teatrillo junto al tigre de felpa; ¿te gusta jugar, verdad, pequeño; verdad, querida; verdad, oficial? El niño del mal que añora el útero de su madre (¡no es Freud, es el origen de la oscuridad, señores!) corretea en pañales y rebozándose en sangre. ¿Cuándo regresará, cuándo darán comienzo al fin las travesuras terribles, sin orden ni consecuencia, donde los coágulos alimentan y calientan y no manchan porque todo es rojo, a listas rojas, como las carpas de feria? Pobre dandy, obligado a crecer y cumplir con la etiqueta de una edad y una moda encomendadas al matrimonio en serio y al sexo, ¡todas las amas de casa se ríen al comentar que entonces es cuando corren ríos de sangre!
Pero el niño tiene dinero de sobra; sobornará su mala conciencia. Pagará una lavandería y una cenicienta, a fin de que el blanco nunca desaparezca y pueda volver a ser pintado de bermellón con los dedos, como en las guarderías. Los niños del mal no quieren a los niños que no juegan. No importa si son pobres, lentos o monstruosos; ellos no contemplan eso en el compañero, ven la diferencia en los modales, en quien nunca desea disfrazarse para Halloween. Y ustedes van todos tan bien vestidos. Tanto como él, pero es que el suyo es un disfraz, comprendan. Hay una cabina para quien desee desnudarse al pasar frente a este expositor, porque a los dioses no hay que contravenirlos nunca, mucho menos al cruzar frente a sus pedestales. Es blanco, es millonario, está loco porque cree en la ley, ¿cómo no iba a ser Dios?
El asesino del hacha
América, América. En los viejos años 40, la gente cambió el fervor del ragtime por el ritmo quebradizo que soplaba el bebop. En aquel tiempo en el que las luces de las licorerías iluminaban las calles, los abrigos más modestos tenían el color de un charco de agua y las escaleras del piso conducían, mitad túnel y mitad laberinto, hasta un club de jazz. Sonido, saliva, sudor, suelo, sombrero. Los zapatos taconeaban sobre la madera, pura coreografía de cuerpos mal acostumbrados al alcohol que apenas se diferenciaban unos de otros. Arracimados, todos ellos, ante un saxofonista que se dejaba medio pulmón en un solo, entre el movimiento espasmódico de sus manos y la boca arrugada de tanto gastar saliva.
Mientras Bud Powell espera una nueva sesión de electroshock que aplaque su esquizofrenia, un muchacho blanco emerge de entre las sombras para actuar en cualquier lugar por el precio de una copa de bourbon. Este es de los que aprietan las teclas, de los que agarran la trompa del saxo con un movimiento de lucha grecorromana, como si sus entrañas se precipitasen por el tubo traducidas en un ritmo tan sensual como violento. Así como es él. Con ese foco suave que aligera su figura en el escenario, un torbellino de cabellos plateados que devora al resto de la banda mientras se deja llevar por la pasión de su instrumento. Bocanada a bocanada. Con esa angustia que, sin embargo, corroe a todo artista. Con el miedo de no poder, o no saber, alcanzar la belleza efímera de sus acordes.
Este hombre pisa el escenario que más adelante pisará Eric Dolphy o que Charles Mingus recorrerá como un sargento maníaco. Pero nadie sabe nada de él cuando lo abandona. Si acaso, escuchan una vaga melodía que silba mientras pasea junto a las farolas. Las sombras, piensa, protegen ese rostro descompuesto cuando separa el saxofón de su boca. Las manos deformadas, como las de Paganini, que se agitan al viento a falta de algo que agarrar. Un cuello, un brazo o un hacha. Una obsesión, que su dueño exorciza con la música hasta que, pasada la madrugada, libera todo aquello que oculta el doble forro de la funda de su instrumento. Un músico y un asesino. O un músico que solo puede llegar a serlo desde el asesinato. Amante de una bruja y psicópata que sopla en busca de una melodía a través de la extremidad amputada a alguna de sus víctimas.
Un asesino con hacha, un demente que descarga su fuerza con los dos brazos agarrados al mango. Como en un movimiento de lucha grecorromana o un cambio de ritmo que enloquece al público que abarrota una pequeña sala de fiestas. Un romántico, un melancólico, un monstruo doblegado por su debilidad; asaeteado por una cohorte de brujas y víctimas que han resistido al encantamiento de sus melodías. De ese silbido que no es el Peer Gynt, pero que todas las noches se escucha por el paseo de la alameda. Cada vez que aparece un hombre con un estuche, con su hablar dulzón y unos modales sureños que esconden una camiseta interior empapada en sangre. Con esa luz vaporosa que baña el saxofón mientras lo acaricia sobre el escenario, lo retuerce y acuchilla con los dedos, enfangado en el ritmo que baila su materia gris, puro espasmo que dibuja imágenes de sus futuras víctimas.
América en una vitrina, la pasión y el éxtasis conservados en formol, en ese puntito brillante que la mirada del músico psicópata conserva dentro del tanque. Con los dedos todavía agarrotados, en un vano intento por estrangular una nueva pieza; un solo de saxofón para una bruja moderna o el hachazo estruendoso sobre el caldero hirviente de un aquelarre. Si acercan el oído, aún se puede escuchar un vago rumor entre el agua corrupta y el cuerpo embalsamado. Algo así como un silbido, esos que iluminaban, junto a la alameda y las licorerías abiertas, las solitarias noches de los 40. Como un lamento al no poder atrapar, en toda su pureza, esa belleza efímera que dibuja la música.
Fantasmas en la cocina
Me gustaría explorar por un momento el concepto de fantasma orgánico. El combo encierra una contradicción sobre la que se sustenta, y que solo ha sido corroborada en una de sus partes. Ambos fenómenos, lo fantasmal y lo orgánico, continúan copando las investigaciones de institutos oficiales y aficionados; sin embargo, apréciese que mientras en el estudio de lo orgánico hay un componente fantasmal ineludible e incluso ansiado, al abordar lo espectral el organismo no permanece ausente, sino que ni siquiera es deseado.
Para ejemplificar este esquivo fenómeno, obsérvese a una pareja cualquiera en su cocina. Está bien, no es cualquier escenario; el poder adquisitivo se refleja en la grifería de colección otoño/ invierno y en los peinados de cien dólares el corte. Se trata de sujetos azarosos, pues no se ha comprobado que existan más porcentajes de fantasmagoría o carnalidad asociados a otros elementos figurados como el prestigio de una barriada o la riqueza bancaria. Bien, prosigamos: dos hombres, en teoría enamorados, se lanzan cuchillos y pulpa de calabaza. Se les agitan las almas, de manera que recurren al gesto brioso y al mecanismo de las manos: zigzag, una sonrisa; dos puñaladas, un par de ojos; una floritura con la muñeca y la tapa de una cabeza vuela por los aires. Les queman las carnes, por lo que la solución terapéutica es inventarse un personaje como quien invita a un fantasma a pasar dentro de casa, servirse un San Francisco, materializarse. Ahora son tres, pero siempre han sido y serán dos, y cuando todos desaparezcan seguirá ardiendo e iluminando la linterna de Halloween.
¿Alguien en la sala podría decirme quién es aquí el fantasma y en qué se ha reciclado la materia orgánica? Contemplar en el pasillo de un geriátrico a un anciano que deja un riachuelo de orina resulta más incómodo que ver discutir a esta pareja, que antes nos incita a bostezar que a escarbar ninguna relación latente entre lo que está frío y lo que arde. El temor permanece siempre en lo que omitimos. La escabrosidad biológica y los espectros que tememos nos visiten y por ello mismo ocupan y alquilan de forma vitalicia el pensamiento. ¿Qué ocultan estos dos jóvenes, el uno al otro y entre ellos? Que desean un bebé, que no desean un bebé, que temen vivir en una casona solitaria, que ansían soledad en una mansión tan grande. Vean, la relación se compone asimismo de unos opuestos categóricos que insuflan la vida de todo lo demás. Es posible que en una pareja una mitad la constituya lo fantasmal y la otra lo carnal, y no a otra razón responde el infatigable conflicto de todos los cuerpos de esta casa. Ese, y no otro, es el fantasma orgánico.
Ahora bien, si hablamos de materia en descomposición que a su vez ha alcanzado una inmortalidad feroz y corrosiva, ¿puede ser transformada, como un paquete dentro del contenedor marrón? Es audaz pretender engañar a la muerte, a menos que nos refiriésemos a alguna brujería vanidosa. El truco que intenta tender el afectado, por no decir muerto o espectro, consiste en una pregunta que hasta entonces no se había planteado: ¿la inmortalidad va a ser así? ¿Siempre? Eso es redundante. ¿Esta cocina, mientras lo único que cambian son las modas en los disfraces? Y yo les respondería, porque la eternidad no puede hacerlo: sí. Sí, hasta que las pasiones se os desliguen del espíritu y ya no quede carne en la Tierra ni fantasma conflictivo en el Cielo. Como su mayor terror es olvidarse entre sí y ser olvidados, perder comba en una discusión tan similar a tener voz y cuerpo, provocan las dudas de memoria ajenas. ¿Dónde dejé las llaves? ¿De dónde viene ese asqueroso olor, si ya tiré el papel, el vidrio, la basura? ¿Vuelve a gotear otra vez este grifo? Déjenlo, está llorando.
La bruja del pantano
Un pájaro muerto resucita entre sus manos. Para la conciencia del Siglo XVIII no habría duda, para el terror moderno se trata de un acto de brujería, culto pagano que la comunidad pentecostal de Louisiana debe taponar. Que le amputen las extremidades, dice uno de los ancianos sabios. Pero todos temen que sea capaz de hacerlas crecer de sus muñones. Hay que quemarla, no cabe otra solución. Sin juicio ni carga de pruebas, basta la evidencia de ese pájaro revivido para mandar a la joven a la hoguera. Que arda hasta las cenizas, explica conmocionada su madre. Repudiada, abandonada, cazada. Misty Day agoniza en el fuego purificador, entre versos religiosos y miradas cautivas de la enorme belleza de su asesinato. Para cuando la hoguera se extinga, apenas restará un leve rastro de su cuerpo. Cenizas a las cenizas. Todos guardan silencio y encomiendan su protección al buen Dios.
Barro y arcilla, elementos primigenios, modelaron la carne del primer hombre. Las manos de Dios animaron, como en el torno de un alfarero, a su criatura. Quiere la providencia que Luisiana sea hogar de pantanos y marismas, lodo y ciénagas. Allí donde los cocodrilos lloran lágrimas y el tupido manto de insectos pone a resguardo las diferentes partes del bosque. Oculta, como una bruja de cuento, Misty vive entre baratijas y canciones de Fleetwood Mac, en contacto con esa tierra agusanada de la que ha rebrotado con ímpetu. Lejos de la comunidad pentecostal y de ese ardor evangelizador que hizo pagar a justos por pecadores. Rodeada de alimañas, polvo, oropeles y faldas con vuelo que giran como peonzas al ritmo de la música. Entregada a ese don que su familia tanto temía: la resurrección, el barro caliente que descansa en la orilla del pantano y le permite unir extremidades, insuflar vida y curar heridas.
Una mano diestra basta para aplicar el ungüento sobre la carne podrida y tumefacta. La bruja joven baila enfebrecida como una Stevie Nicks del manglar. Tanto se le parece, que incluso canta con esa intensidad, con toda la jovialidad de una banda de zíngaros que recorre el país de punta a punta con su vieja camioneta. Para espantar esos recuerdos que, como un residuo, atormentan su conciencia. Matar a una rana de laboratorio para, ante la torva mirada de su profesor, volver a revivirla. Así una vez tras otra. Ni la bruja más poderosa, capaz de devolver la vida, puede escapar a esa tortura. Por mucho que Misty se crea dueña para gobernar la cabeza del aquelarre. Son solo simples ensoñaciones, barro fresco que la joven aplica con vehemencia sobre su destino.
Presa de las maquinaciones del resto de brujas, cosmopolitas, pérfidas y aburguesadas, la chica del pantano se deja llevar por los ritos de iniciación en la cúpula del grupo. Viajar al inframundo es, como en las culturas más espirituales, separar el espíritu de la carne para, acto seguido, volver a unirlo. Otra clase de creación, más animista, en la que la arcilla no resbala entre nuestros dedos. El truco, se dice, consiste en no escuchar las voces que acosan a nuestra conciencia durante el viaje. Los terrores, los remordimientos, que afligen y atrapan las culpas escondidas, que las absorben hasta impedir el retorno a la realidad. Como esa rana abierta sobre la mesa del laboratorio o el tronco requemado al que se ataba a las brujas varios siglos atrás. Misty baila para ahuyentarlos, toca las puntas de su atrapasueños y se mece en la ventana de la cabaña entre melodías añejas de épocas que nunca ha vivido. Prisionera del hechizo que pasa, como una corriente de electricidad, por sus manos. La vida y la muerte.
La vitrina conserva los reflejos verdosos de las algas de Luisiana y la pedrería del vestido de gitana. Algo del barro fresco queda en las uñas de la bruja, cazada en pleno sueño del inframundo. Verde y pálido dorado, el de sus cabellos, que la convierten en una luciérnaga en el estanque del museo. Rara pieza de coleccionista cuyas virtuosas manos tanto miedo levantaron. Como un ave moribunda que intenta echar el vuelo por última vez.
Criada y Sibila
Los persas de la tierra temprana quedaban advertidos por una visión del más allá muy distinta a los cielos de las mil vírgenes: al morir, el hombre se reencontraría con su propio espíritu, materializado en las formas de una bella mujer joven. Esta vitrina, mal iluminada, no almacena nada; quizá hasta que mueran no podrán contemplar el objeto expuesto, el cuerpo inerte de pronto tocado por el fuego eterno; joven o vieja, según haya sido benévolo al mirar a los vivos y estricto al anticipar su muerte. Cuando Eneas necesitó descender a los infiernos y escapar de allí, fue respetuoso con la Sibila que le enseñó las bondades de la rama dorada; aquella mujer arrugada y envuelta en túnicas andrajosas escondía el alma inmortal de una joven condenada a no extinguirse nunca, o cuanto menos a sobrevivir hasta el fin de una maldición matemáticamente infinita. Pueden probar a colocarse delante, y lo verán por un momento: ¿es vieja o es joven? Oh, disculpen, era vuestro propio reflejo.
Hay multitud de superficies reflectantes en el terror cotidiano; las bruñidas cocinas de catálogo y las vidrieras estilo Tiffany por las que apuestan los mejores vendedores en estos barrios soleados pero decadentes. Hubo quien, en medio de un ambiente similar a una página de papel satinado, llamó a la Sibila “cosa”, y por ello los dioses le cegaron el juicio y comenzó a distinguir frescura en el cuerpo pútrido y a sentir asco ante espíritus vivos. El alma está al servicio del cuerpo, como los apetitos, y la mujer que es sabia y antigua y conoce todos los rincones y reflejos de la casa se dedica a saciar la estupidez del hombre hasta que lo alcance su muerte y no se reencuentre con nada. O tal vez sí, porque hay hados sentimentales que no soportan dejar al mal hombre sin su recompensa paradisíaca tras el padecimiento y el remordimiento; el espíritu mujer, la Sibila, la criada, acata esta decisión y continúa viviendo en las sombras, pues su castigo particular ya ha sido ejecutado. De forma espasmódica, contradictoria; le resulta injusto pero no patalea, es el fatal destino de quien no es hija ni esposa, sino la amante secundaria, el fantasma de todas las fantasmales relaciones del hombre. Una pelirroja breve en su vida, como el chasquido de un mechero.
Las cosas antiguas, de un tiempo incontable como la arena, las arts and crafts del XIX, se inmiscuyen en la actualidad que emite el mismo estúpido deseo que las cosas ajadas y perdidas. Dame más, dame más tiempo; porque no pueden pedir más afecto y lo relegan al otro lado del umbral de este mundo organizado como un circuito en autocar turístico: miren aquí, fíjense allá, ¿acaso no los he tenido un momento retenidos frente a una vitrina vacía, pensando que no había nada o que lo tenían todo? La belleza joven es una máscara y la sabiduría un uniforme de blancos y negros. ¿A cuál de las dos le han dado las gracias esta mañana, frente al desayuno; cuál de ambas les dará un beso en la frente esta noche, cuando los arrope y duerman?
El ventrílocuo loco
Habla, muñeca. Cuéntales mi tragedia. Explícales cómo nos conocimos. Lo que pasó durante la Guerra. Lo que pasé durante la Guerra. La movilización, el combate y la crisis nerviosa. Cómo perdí a mi esposa y, sin embargo, te encontré a ti, Marjorie. Aquel calor que derretía hasta la tinta de los periódicos, el líquido desinfectante aplicado sin piedad sobre las heridas, la mirada ausente del psiquiatra que debía evaluar los daños emocionales sufridos en el campo de batalla. Les escuchaba con fingida atención; en realidad me sentía a kilómetros de distancia de aquel despacho, en algún lugar remoto en el que intentaba olvidar a los vivos y a los muertos. Atendía a sus consejos sin pensar en mi regreso a casa, en mi mujer y en las cartas que nunca nos escribimos. Solo quedaba lugar, aquí dentro, para el sonido de tu voz; para ese vínculo tan estrecho que adoptamos casi sin quererlo.
Asesiné a mi mujer y a su amante por ti. Para ti. Para no tener que recuperar ese tacto que tu cuerpecito de madera había borrado de mi memoria. Para no perderme entre los tentáculos de aquellas dos mujeres; aquellas, que ni siquiera se impresionaron al verme de vuelta con mi uniforme, que aprendieron a llevar una vida diferente mientras estuve fuera de casa. Una vida que se me antojaba deformada, disoluta, frente a esa extraña sensación que me invade cada vez que oigo tu voz. Cada vez que mis ojos desdibujan los contornos de tu habitación y me enseñan a la persona detrás de la muñeca, con tus palabras empalagosas. Tan empalagosas que llegué a pensar que eras mi hermana y no una proyección de todas mis pesadillas.
Un ventrílocuo solo puede vivir en una feria, entre monstruos y fenómenos. Es el único sitio en el que no existen las miradas altivas, las mofas o el pánico ante lo raro. Pero, Marjorie, sabes que no soy un ventrílocuo. También soy mago, he conseguido hacerte hablar. Y si soy mago, creo que también puedo ser un perfecto hombre orquesta, aunque corte en dos, siempre accidentalmente, a una muchacha mientras ensayo el número principal de la función. Aunque, por tus faltas de consideración conmigo, a veces note el ruido de las astillas de tu cuello al ponerte las manos encima con demasiada fuerza. Aunque Bette y Dot, hermanas siamesas, ya no quieran acostarse conmigo otra vez. Aunque no sea el forzudo del circo ni el chico langosta, solo un veterano de la Guerra atormentado porque no puede borrar la sangre de sus manos.
Habla, muñeco. Cuenta a toda esa gente apiñada frente a la vitrina cómo me mataste. No te bastó el último truco de magia, la amiga invisible, para saciar esa agonía a la que no sabías qué nombre poner. Me llamaste Marjorie para olvidar a tu mujer y a su amiga. Para olvidar la Guerra, el circo y esas criaturas asquerosas que babeaban su estúpido interés sobre mi vestidito de raso. Me llamaste, otra vez, para reunir el coraje suficiente para matar. Primero a Lucy, luego a su novia, después a la bruja del circo y, por último, a mí. Me apuñalaste y me destruiste, pensaste en las hermanas y en una relación que tu imaginación pretendía hacer real. Me mataste y te entregaste a la policía, con tus manos chorreando sangre y un saco pequeño en el que ocultabas mi cadáver. Pero no mi voz, que vive dentro de ti, que es parte de ti, acompasada a tu respiración.
Observa, te están mirando. Con esos mismos ojos contemplan a los animales del zoo, a los asesinos más peligrosos y a los fenómenos de feria que compensan sus heridas visibles con la compasión que les regala el público. Para ti, muñeco, no queda ni lo uno ni lo otro. Solo ese silencio de las marionetas, inertes e inofensivas hasta que algún desdichado descose los pespuntes del traje e introduce la mano por su espalda. Observa, Chester, a toda esa gente que espera que balbucees tus palabras. Una declaración de culpabilidad, una canción triste que cuente tus tribulaciones, una declaración de amor a aquella a la que amaste y dejaste morir. Habla, muñeco.
La monja endemoniada
Endiabladamente hermosa; una de esas hermosuras fuera del canon que nunca despiertan la alarma expectante de los padres ni peleas a puñetazos en la trasera de un teatro o un cine improvisado de sábado. Los ojos de color dulce, demasiado brillantes como para no vivir hechizados o aterrados por algo; solo ella lo teme y no consigue distinguirlo por encima del hombro recto, bien uniformado. Una noche cerrada la encontraron orando del revés, en todas sus formas: la lengua invertida, el crucifijo boca abajo, las puntas de los dedos en llamas de una fiebre colosal que se extendía también entre las faldas de las enaguas y el hábito. ¿Alguien se atrevió a sobrepasar el acto de mirarla? Como no fue así, sigue agitando su pelo al aire y tras su extraña belleza, ¡quién hubiese dicho que la contenía!, queda un rastro del aroma a serrín fresco que debe golpear al rostro dentro del ataúd abierto, desde los bancos recién estrenados de una nueva iglesia.
Pero su credo es viejo y su cara les suena, aunque no la amen ni la encuentren hermosa: el apetito se nutre de la prohibición camuflada de blanco y de negro, de cabellos tanto rubios como morenos (¿quién dice que la descripción de la hermana Eunice no pudiese ser la de miss Ives en Penny Dreadful (íd., John Logan, 2014-; Showtime)? Un carraspeo potente, el del sentido común de una Historia del terror, se adelanta al diablo que nunca habla: he allí una mujer peleándose con el Maligno, he aquí, en la hermana Eunice, un rastro aniquilado de mujer). Solo alguien tan benévolo podía albergar en sí el tic de un mal rotundo y carnoso; lo demoníaco también necesita su porción de ingenuidad, poco a poco en armonía con las rutinas del bien. Ah, pobre hermana Eunice, que sonreía imparcial junto a las superioras y los doctores, que creía salvar al monstruo al adjudicarle una tarea mecánica de oficinista en un almacén cerrado: los viejos números del Life apilados en una cronología modosa que no conocen los tumbos de quien es criatura episódica y de la serie que se construye a tijeretazos. Sonreía sinceramente. De esos pliegues nacen los mejores acólitos.
Más adelante, en los pantanos de Luisiana, el diablo adquiriría forma y ojos velados y vozarrón condescendiente; se haría de carne, imitando a su archienemigo, cuando lo mejor para sus propósitos y el escalofrío del otro era viajar en carnes ajenas, como una partida de tablero de mesa en la que el dado varía el número de sus caras a cada tirada, las mujeres son sus mejores peones, porque culturalmente llevan el sentimiento cosido a la lengua, y los asientos dan vueltas y vueltas, de manera que uno nunca sabe cuál era su casilla y su apuesta. Mejor disfraz para el mal fue este hábito que se burlaba de sus connotaciones eróticas, del contraste satánico con el rouge y el imaginario de un edificio cuyas escaleras hay que ascender para citarse con Belcebú, mientras este puede bajar libremente para despedirte en la puerta. Dicen ¡atrás!, y él, o ella, siempre tiene expresión afable, ¡adelante! ¿Deseaban lugares comunes? Aquí los tienen, como patatas meneadas y un regusto a torrezno quemado de propina: si el diablo está en los detalles, entonces los fantasmas son todos ustedes.
Herr Doktor muerte
Los niños se asustaron al encontrar a la criatura arrastrándose por el patio del colegio. La policía, incluso, tuvo que esperar a tener los resultados de los análisis preliminares para confirmar que aquel monstruo era, en realidad, una persona humana. Shelley, se llamaba; una interna a la que traté durante bastante tiempo como médico Jefe de Briarcliff. Un experimento, si se me permite decirlo así, que me dio la oportunidad de continuar mis investigaciones sobre la resistencia del tejido humano. Esas mismas, por cierto, que me obligaron a huir de Alemania poco antes de la caída de Hitler, en previsión de represalias, denuncias y purgas; esas por las que cambié mi nombre de Hans Gruper a Arthur Arden, suavicé mi acento bávaro y quemé todas mis pertenencias mientras ultimaba los preparativos para viajar a Estados Unidos.
Es cierto que no esperaba encontrar un lugar como Briarcliff cuando pisé América; creí que tendría que esconderme, vivir de manera clandestina y borrar mis pisadas para despistar a los cazadores. Poco importa si se trataba de auténticos atrapa nazis o del fantasma de Anna Frank. Y, en cambio, este hogar de adopción me ha brindado cobijo entre las sombras, en la oscuridad, en un lugar donde el mal parece no tener cortapisa ni conocer remordimiento. En la casa de Dios, entre perturbados a los que la sociedad ha rechazado y la Iglesia acoge con un vulgar entusiasmo redentor. Pero, ¿quién cree en la redención? Yo, al menos, no. Después de matar implacablemente a todo ser vivo que pasara bajo mi supervisión, acepto esta inesperada prórroga de la vida como una oportunidad para ennegrecer mi podrido corazón. Sin piedad ni escrúpulos, con las ventajas que la ciencia ha puesto a mi disposición para crear nuevos monstruos.
De la misma manera que los laboratorios de la muerte me enseñaron el rostro aterido y macilento de la bondad, Briarcliff me ha mostrado la cara del mal más abyecto. Aquella monja advenediza, la hermana Eunice, parece poseída por el mismo diablo. No me cabe otra respuesta, solo Satanás puede saber quién se esconde tras el nombre de Arthur Arden. Sé que me ha vigilado, noto ese murmullo intermitente cuando conduzco la carretilla con los cadáveres a través del túnel. Me gustaría decir que tengo miedo, genuino horror a todo eso que conlleva el fin, pero soy incapaz de sentirlo ni en la más ligera fibra de mi espíritu. Si alguna vez lo hubo, durante la escuela preparatoria o en mi iniciación en el disciplinario régimen nazi, se perdió en la nebulosa del tiempo. Dios o el Demonio me han concedido una oportunidad para hacer lo único que se me da bien: matar y destruir. Acabar con todo. Con la belleza, la bondad o el perdón.
Mis bajos instintos me llevaron por el mal camino con Shelley, a pesar de conocer su historial con los cuidadores de esta institución. Sin embargo, cómo podría explicar la tremenda descarga que experimenté mientras reconfiguraba su cuerpo y borraba toda esa belleza superficial para hacer emerger su monstruosidad. Y la mía. Ese vínculo atroz, mórbido y lúgubre, que nos unía en su dolor. Me resulta casi inconcebible encontrar las palabras adecuadas para narrar ese sentimiento. Si lo hago es, únicamente, por deferencia a las visitas que de tanto en tanto recibo. Durante años he disfrutado con eso que ustedes, seguramente, hallarán repulsivo: la extirpación, la amputación, la manipulación de vísceras, reducidas todas esas prácticas a un inocente juego de niños. Más que para la satisfacción del führer, para colmar los instintos que su discurso aniquilador había despertado.
De mí no queda más que estas pocas palabras, abundante documentación falsa y la ligera sospecha de mi pasado. Solo este corazón calcinado. Lo único que se pudo recuperar cuando los detectives entraron en la cámara de incineración y encontraron los cadáveres de la hermana Eunice y de mí. Poca cosa, pensarán, para un maníaco con un historial interminable de perversiones. Es posible, no lo negaré. Quizá adelanté unos días, tal vez unas semanas, mi final. Conmigo debía morir para siempre el apellido Gruper, la mirada de depredador que acecha a sus indefensas presas y los secretos que me fueron confiados por el partido. Pero yo, que conseguí ser el mayor asesino del mundo, el criminal más demente y falto de remordimientos que albergó Alemania bajo su manto, no podía dejar pasar la oportunidad de cerrar mi vida de la única manera posible: acostado con el diablo en esa vieja carretilla de minero. Rumbo al fuego del infierno.