Max empuñó su fusil
“Eran películas realmente raras, maravillosas (…) sumamente sucias (…) muy rápidas y baratas (…) con vulgaridad urbana, lenguaje soez, (…) algo siempre está a punto de explotar (…) con bandidos australianos aterrorizando a la gente (…) asesinatos, violación y destrucción (…) misterios (…) rebanar, cortar y matar (…) mala publicidad para Australia”
Not Quite Hollywood: The Wild, Untold Story of Ozploitation! (Mark Hartley, 2008)
La década de los setenta, el último gran festín cinéfilo, acabó a la grande. Coppola se dejó el resto (incluida razón y fortuna) en la selva filipina, una criatura se abría paso a dentelladas por el cuerpo esquifido de John Hurt, Clint Eastwood se fugaba (o no) de Alcatraz y el Brian de los Monty Python descubría lo difícil que era ser un Dios. Todavía coleaba el prolífico género de catástrofes (meteoros, aterrizajes forzosos o centrales nucleares con algún problemilla de diseño) aunque la enésima puntilla para el siempre “tocado” cinematógrafo estaba por llegar: el video digital y la casquería low cost para rellenar las estanterías con las que se nutriría semanalmente al emergente mercado doméstico.
En este contexto de resaca y cambio de paradigma, la industria norteamericana tuvo la idea de prestarle un poco más de atención a todo lo que venía de Australia, donde a fin de cuentas se hacían películas con potencial comercial intacto (¡no necesitaban subtítulos!). Y descubrieron que, qué demonios, quizás fuese aquella la sangre nueva que iban necesitando, agotado ya el filón de los directores-autores con tendencias claramente megalómanas.
Un tal Peter Weir había rodado una película fascinante titulada Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975), donde los espacios abiertos demostraban su potencial amenazante. Un extraño lugar, fuerzas telúricas, gran uso de la elipsis y una banda sonora hipnótica. La historia (genuinamente australiana) de unas adolescentes desaparecidas en extrañas circunstancias estaba contada como si de un relato medieval se tratase, con el puntillo cuasi lisérgico gentileza de Gheorghe Zamfir. Peter Weir, sin duda alguna, debía de ser uno de los elegidos.
Sobrevivir en un entorno hostil —digamos que falsamente civilizado— había sido uno de los temas por antonomasia del cine australiano, sobre todo del rodado por directores de paso deslumbrados por tanta… por tanta nada alrededor. Pienso en la iniciática Walkabout (Nicolas Roeg, 1971), pero me descubro especialmente ante aquella salvajada titulada Despertar en el infierno (Wake in Fright, 1971), que parecía querer dejarnos bien claro de dónde venían los primeros moradores blancos de Australia: de las abarrotadas penitenciarias del corazón del Imperio británico.
Un profesor perdido en la isla-continente, incapaz de llegar a alguna urbe salvadora. El camino de perdición consistía en trabar conocimiento (y algo más) con la población local. Mucho alcohol, tiro al canguro y sordidez sexual. La cinta lo tenía todo para disuadir a los turistas de pisar aquellas tierras durante medio siglo largo.
Tras las cámaras estaba Ted Kotcheff, que te sonará más si te digo que dirigió Acorralado (Rambo) diez años después. Allí quedaba perfilado ya el Mad Max milleriano: un tipo normal a merced de las circunstancias, llevado al límite de su resistencia y forzado a… a hacer cosas feas. Aunque todavía no fuese armado.
La cinta, como tantas otras, fue el resultado de unas políticas proteccionistas que empezaron a practicarse a golpe de decreto hacia 1967. “Incentivar la producción local” era el nuevo mantra, un poquito como lo que intentó hacer nuestra Pilar Miró casi dos décadas después en este país. ¿El resultado? Pues casi el contrarrecíproco: en lugar de productos de qualité para enterrar por siempre jamás el cine del destape, Australia se sumió en un despiporre de vicio, violencia gratuita y proliferación de primeros planos mamarios.
Sin aquel estallido de mal gusto no se explica una cosa como Mad Max; cintas y más cintas de bajo presupuesto que buscaban un mercado global encandilado por el morbo y el exceso. La película de George Miller fue la guinda que coronó el pastel, pero tanto en su concepción como en su ejecución fue cualquier cosa menos una superproducción diseñada para petarlo. Mayor fue la sorpresa, pues, cuando acabó recaudando 300 veces lo que costó.
Las malas tierras australianas parecían ideales como escenario post-apocalíptico. No hacía falta invertir mucho en atrezzo: ¿mayor desolación que las estribaciones del desierto? Con tanto espacio abierto se imponía de manera natural la necesidad del automóvil, fuente de destrucción en las manos equivocadas —véase si no la olvidable ópera prima del ahora tan respetado Peter Weir: Los coches que se comieron París (The Cars That Ate Paris, 1974)—.
El hooliganismo —esa sangre británica de sus antepasados, qué se le va a hacer— terminaba por hacer acto de presencia. Como si Alex y su pandilla basura de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) tuviesen una nueva misión rodeados esta vez de matorrales resecos, endogamia y granjeros orates. Un rosario de títulos —Stone (Sandy Harbutt, 1974), Mad Dog Morgan (Philippe Mora, 1976), Patrick (Richard Franklin, 1978)…— que consolidaron la Industria y que permitieron la realización de filmes menores o, sencillamente, alejados de aquél credo meramente utilitarista.
Si os sentís fascinados por el resurgir del cine cochambroso —Sharknado (Anthony C. Ferrante, 2013), Megalodón (The Meg, Jon Turteltaub, 2018), The VelociPastor (Brendan Steere, 2018)…—, descubriréis que cualquier película que quiera pasar por serie Z tiene, a buen seguro, un precedente en aquél cine australiano de sal gruesa, psicópata polvoriento, naturaleza amenazante, giallo mezclado con documental de la 2 y justicieros de spaghetti western que desenfundan afilados boomerangs. Mad Max dignifica aquel material de partida, pero funciona también (desde el casting hasta las localizaciones) como homenaje indisimulado a una forma de hacer cine a salto de mata.
El personaje interpretado por Mel Gibson —con todo su desarraigo y su sed de venganza nihilista, sin intención de fomentar sentimiento alguno de “comunidad”, a pesar de ofrecérsele la oportunidad en las dos secuelas clásicas— no era ninguna rara avis en el panorama cinematográfico de los años 70. Charles Bronson aseguró su jubilación con El justiciero de la ciudad (Death Wish, 1974) y sus terribles continuaciones, pero la tradición venía muy de atrás.
El western ya había hecho del imperio de las pistolas un sólido argumento para asegurar… ¿la “paz”? A nadie le pasó por alto la perversión —basta con ver al respecto El hombre de las pistolas de oro (Warlock, Edward Dmytryk, 1959)—, pero lo cierto es que la mitología alrededor del tipo solitario que desface entuertos (Quijotes violentos y alienados sin la intervención de lectura alguna) ya había quedado consolidada desde las primeras películas de acción alocada, salvamento en el último minuto de heroínas desvaídas y triunfo de la… llamémosla… justicia.
Si a eso le sumamos un panorama turbulento en lo social y un desnorte moral galopante, el resultado solo podía ser aquel: antihéroes de ultraderecha o anarquistas de pacotilla, en función de la edad que uno tuviese cuando las vio por primera vez. Pienso en Harry Callahan y sus ejecuciones sumarias con frase lapidaria o el Joe, ciudadano americano (1970) que funcionaban como revulsivos a tanta libertad, tanto hippie y tantas ganas de cambiarlo todo. Habrase visto.
Si el reaganismo (y después el trumpismo, en formato paleto-surrealista) tuvieron su propio género cinematográfico, la ley y el orden auspiciados por Nixon también contaron con sus valedores cinematográficos. ¿Inseguridad, malas calles? Había que decir basta, aunque fuese obviando tanto derecho constitucional, carajo. ¿¡Acaso no tenemos todos una hermosa escopeta colgada sobre el quicio de la puerta?! ¡Acabemos con el libertinaje!
Así que Mad Max también supo hacer suya aquella tendencia (hombre blanco cabreado busca) que diera espléndidas películas perversas —Perros de paja (Straw Dogs, Sam Peckinpah, 1971), Taxi Driver (Martin Scorsese, 1975)— con protagonistas que a través del trauma (casi siempre por articular) se creían legitimados a… “hacer limpieza”. La razón de su enfado o de su arrebato psicópata era lo de menos: podías ser un veterano de la guerra del Vietnam o un tranquilo profesor universitario aterrizado en la Inglaterra profunda. El supuesto agravio pasó a ser una cuestión generalista, un mcguffin para el despliegue de escenas ultraviolentas que no escatimaban balazos a quemarropa, sadismo arty y hasta moraleja patibularia con visos de Nuevo Orden. La ley de Lynch volvía y a todo el mundo le parecía bien.
Lo dicho: los Death Wish bronsonianos abrieron la espita de un minimalismo narrativo tan sonrojante como efectivo. Ya sabéis: si eras mujer y conocías al antiguo integrante de los siete magníficos algo malo te iba a pasar (secuestro, violación y posterior catatonia, atentado por parte de algún gang criminal…), imbuyendo así de plenos poderes a aquel macho alfa de conversación menguante, tan menguante como sus reflejos y pelo a medida que avanzaba una saga que se extendió hasta los años 90. Todo valía para lograr que las viejas pudiesen volver a pasear tranquilas por el barrio, incluyendo la ejecución sumaria de pandilleros (chicanos y negros, mayormente) mientras la policía local respiraba aliviada murmurando un “¡jo, qué tío!”.
Mad Max, con o sin poncho, volvía a ser aquel hombre sin nombre y sin mucho apego por su propia existencia, más buscavidas que samurai. Nos vino de Australia y no fue por casualidad: existía toda una industria del salvajismo y la tropelía, un cine que se nutría de la cochambre con el único objetivo de “abrirse a mercados internacionales”. No lo juzguéis muy duramente: de la locura y del exceso acostumbran a surgir clásicos… a su pesar.