La nación oculta
Comentaba alguien que nadie había conseguido plasmar adecuadamente en pantalla, a nivel cinematográfico, el genocidio armenio. Ciertamente, ningún autor ha plasmado de manera adecuada ni el horror de las matanzas ni el impacto posterior sobre la supervivencia cultural de la nación armenia De hecho, no lo consiguió ni tan siquiera su más destacado representante cinematográfico contemporáneo en una obra dedicada específicamente a ello (Ararat —íd., Atom Egoyan, 2002—). No es, por otro lado, de extrañar. Tras un periodo breve de independencia, Armenia es integrada en la URSS, cuyas políticas no se distinguieron precisamente por el reconocimiento de las naciones que la integraban. Por otro lado, la Turquía nacida de las cenizas del Imperio Otomano, el estado responsable de las matanzas, no ha tenido gobierno alguno, ni laico ni islamista, proclive al reconocimiento de tan sangriento episodio histórico. Se consideraba que hablar de genocidio armenio iba contra la nación turca y los armenios que viven actualmente en ese país lo hacen bajo sospecha y, a menudo, bajo amenazas. La situación actual es que, a un lado de la frontera, pervive un país pobre que se deshabita progresivamente de sus habitantes originales (gran parte de los armenios que vivían en era soviética y sus descendientes han ido emigrando, como hicieran sus antepasados en época otomana, hacia América) y se habita con vecinos rusos o georgianos. Al otro lado, Turquía, orgullosa heredera del imperio, persiste en ignorar y en negar su pasado. Resulta en este contexto tremendamente sintomático, junto a las amenazas y atentados sufridos por diversos representantes del gobierno o la cultura armenias, que Fatih Akin no pudiera llevar a cabo su proyecto sobre Hrant Dink, periodista defensor de la causa armenia que fue asesinado por un islamista hace media docena de años.
Y volvemos de nuevo al problema de siempre. Aunque el genocidio armenio no lo consiguió, sí lo hizo el perpetrado por los nazis. Se perdió la inocencia. A partir de aquel momento, sí se deseaba llevar a cabo una mirada especifica sobre el horror, sobre la muerte, sobre las masacres sistematizadas, la cámara debía mirar a cara a la Muerte y a los asesinos, cuando no elaborar artefactos especiales para construir el discurso acusador como hicieran Rithy Panh (La imagen perdida —The Missing Image, 2013—) o Joshua Oppenheimer (The Act of Killing —íd., 2012—) tratando los genocidios khmer y los asesinatos múltiples en Indonesia, respectivamente. Y es por ello que El padre no puede, simple y llanamente, conseguir su objetivo [1].
Akin nos cuenta la historia de Natzaret, joven herrero armenio padre de dos gemelas, habitante en una ciudad turca y ajeno al conflicto mundial hasta que es engullido por el torbellino de crueldad y locura. Alejado de su familia, será víctima de trabajos forzados, deportado y arbitrariamente condenado a muerte junto a todos sus compañeros. Natzaret sobrevivirá gracias a la indulgencia de un forzado verdugo y arrastrará el resto de su vida un corte en la garganta y una forzada falta de habla, símbolo a la vez del fin de la inocencia y de la imposibilidad por expresar el terror vivido. Akin muestra de modo efectivo, con gran dureza, el periplo de Natzaret en el campo de exterminio y su deportación en un desierto lleno de cadáveres y esclavitud. En su trayecto de humillación y muerte, Natzaret es testimonio del la estrategia del ejército turco para hacer «desaparecer” a miles de armenios, sea promoviendo su asesinato a manos de delincuentes, sea abandonándolos en el desierto o vendiendo a las mujeres como esclavas sexuales. El guion, trabajado en elipsis, se esfuerza por desgranar las distintas opciones evitando una morbosidad excesiva; los personajes o los puntos de conflicto son, sin embargo, desaprovechados o simplificados en exceso.
Sin embargo, Akin no se centra exclusivamente en el genocidio, considerando que más allá de los asesinatos dio lugar a una forzada diáspora que diseminó a la población superviviente, la fue diezmando progresivamente y acabó por difuminar la identidad nacional. Para reflejarlo, Akin sigue la odisea del sobreviviente que, conocedor y testimonio de la muerte del resto de su familia, sigue buscando a sus dos hijas a un lado y otro del mundo. Basándose de modo exclusivo en la dureza de la tragedia y no en criterios artísticos, el corte al que alude el título original tiene lugar, a nivel cinematográfico, en su segunda mitad. En la búsqueda de las hijas de Nazaret, El padre deviene una obra extremadamente blanda e inane, de calidad televisiva, e incapaz de transmitir el impacto de la diáspora, ni a nivel individual ni a nivel global. Una opción sin duda debida al origen multinacional de la coproducción que lastra los objetivos conseguidos en su primera mitad. Más interesante habría sido saber el destino de los armenios que sobrevivieron en territorio turco o ruso, o las del turco y el sirio que, en diferentes pasajes, salvaron la vida de Nazaret o, incluso mejor, de aquellos como el infortunado Dink que luchan en la actualidad por reivindicar la identidad de su pueblo. Armenia sigue siendo una nación oculta para el cine.
1. ↑Aconsejaría valorar la opción tomada ahora por Oppenheimer en una nueva vuelta de tuerca al tema indonesia, de estreno contemporáneo a El padre (La mirada del silencio —The Look of Silence, 2014—).