Top 2022 – 10. Tres mil años esperándote, de George Miller

Tres mil años esperándoteTres mil años esperándote, el título de la última película de George Miller, es nostálgico y a la vez posee connotaciones fantásticas, es un título que cobra sentido a través de una historia de historias con varios niveles narrativos encajados unos dentro de otros —partimos del nivel cero (nuestra realidad, donde vemos una película australiana de género fantástico y aventuras); en el primer nivel, cuyo narrador omnisciente es el director australiano, nos encontraremos la vida de Alithea (Tilda Swinton), de Estambul a Londres (y todo lo que en ambas ciudades ocurre); el segundo, donde irrumpe la fantasía y como espectadores hemos de asumir que lo que nos cuentan es la nueva «realidad», igual que, por ejemplo, una vez inmersos en la trilogía del anillo asumimos que existe la Tierra Media, es la historia que ella nos cuenta (que vuelca con preciosismo en su libreta y por supuesto se superpone con la primera, porque es una historia autobiográfica); por último, el tercero son los fragmentos de vida del djinn o genio (Idris Elba) de la botella, contados por él mismo— que desde el comienzo nos desafía a creer en la magia del storytelling («mi historia es real, pero es más fácil que me creáis si os digo que es un cuento») y continuamente alude a la capacidad del relato por cambiar de uno a otro nivel y hacernos dudar de la autenticidad de cada una de las narraciones —quizá el ejemplo más significativo es cuando vemos a Zefir, una de las amantes del djinn, estudiando con el síndrome de la pierna inquieta mientras su mano se desliza rápidamente de arriba a abajo por el texto, del mismo modo que lo hacía Alithea al comienzo del film, cuando viajaba en el avión; de hecho va incluso más allá pues establece un nexo entre distintos niveles pero a la vez nos habla de la posible manipulación del mensaje, digamos que rompiendo la cuarta pared y volviendo al nivel cero, aunque nada es blanco ni negro, en realidad tenemos tres opciones: podemos creer que el djinn, o Alithea, cuentan las cosas con ese nivel de detalle; también podemos pensar que Alithea imagina así a la Zefir narrada por el genio y se siente identificada con ella; o simplemente, si no tenemos un ápice de sangre en las venas y no somos precisamente el alma de las fiestas, que George Miller las presenta así para corromper la magia y revelarnos la verdad, que todo es una invención de la protagonista (cuyo nombre, de origen griego, sin embargo, significa «verdad»); esto aplica a toda la película, las imágenes que acompañan el relato pueden ser cómo las recuerdan sus narradores, pero también como las inventan o adulteran. Del mismo modo, el film explora la ambigüedad de la narración de otras formas, por un lado juega en el campo de la verosimilitud cuando los protagonistas hablan en los idiomas que corresponde en cada una de las épocas (algo en lo que fallan gran cantidad de obras eminentemente más realistas) pero hace que el genio saque fuera de la televisión a un Albert Einstein visiblemente desubicado (algo del todo inverosímil, incluso dentro de esa nueva realidad que da cabida a genios encerrados en botellas). En una de las historias del djinn Salomón visita y seduce a la reina de Saba desmintiendo el mito original (otra de las cosas que menciona Alithea es cómo los mitos son derribados por la ciencia, que transforma en metáfora las creencias populares) dejando una vez más la puerta abierta a la duda.

Tres mil años esperándote

Pero en el fondo todo esto, hablar de contar historias contando historias que cuentan historias y de mecanismos del relato, es natural y deseable en una película centrada en la narratología, que es a lo que se dedica su protagonista, pero a la vez sería lo de menos si no estuviese sustentado por una puesta en escena notable que, al fin y al cabo, es lo que consigue que Tres mil años esperándote perdure en nuestra memoria y consiga que durante casi dos horas creamos en la magia. Y así, igual que se superponen las voces narrativas, también podemos hablar de encadenados de planos mediante imágenes (la rueda del tren de aterrizaje que se convierte en la del carrito para llevar las maletas) o mediante sonidos (el aplauso del auditorio que se funde con el sonido de la carraca girando); podemos fijarnos en el estupendo empleo del CGI, que está puesto al servicio de la historia y no al revés (excusaremos la fruslería del malabarismo balompédico del desenlace), algo cada día más infrecuente, o en el trabajo pictórico en la composición de algunos planos (el harén de Ibrahim, Murad ante la hilera de soldados que presentan a los rivales capturados), zooms in y out, incluso con un sentido alegórico como aquel en que Zefir espera la irrupción del conocimiento mirando al cielo, que coincide con uno de esos muchos planos de «fuga» donde contemplamos alguno de los aspectos más metafísicos de la historia, o esos largos planos subjetivos con visión de ojo de pez que muestran la conexión espiritual entre el djinn y el joven Murad; la espectacularidad de escenarios y batallas, e incluso le atribuyo algo muy complejo intrínsecamente relacionado con el hecho de narrar y es cómo logra crear un contexto con increíble naturalidad para terminar extrayendo una sonrisa a su espectador con un plano fijo y una única palabra (hola)…

Tres mil años esperándote

Si intentamos encontrar una coherencia de la película dentro del corpus fílmico de su director, no es difícil ver en Alithea ese agente de evolución del que hablaba Miller (me remito al artículo que Álvaro Pita dedicó al autor australiano en estas páginas), que hace añicos el mundo al que pertenece —se separa del amor de su vida tras un aborto, esto contado a través de las imágenes con una economía narrativa envidiable; las palabras que acompañan el relato ni siquiera insinúan el hecho sino que tratan de encubrirlo— y de cuya destrucción llega un nuevo orden (insiste en que ahora no necesita deseos ya que ha alcanzado la libertad, la felicidad plena), y de la misma manera en que el Max que encarnaba Mel Gibson en la famosa trilogía del realizador no hablaba de su trauma con el resto, Alithea decide encerrar su pasado en una caja y guardar el poso de tristeza en su interior, autoengañándose sobre su estado anímico, una nueva pista de que se le da bien ocultar o camuflar la verdad en sus historias. Tres mil años esperándote es una obra bella, profunda y narrativamente cautivadora, o lo que es lo mismo, cuenta algo bonito y lo cuenta bien. Creo que pocas cosas más se le pueden pedir a una buena historia.

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