Ángeles con caras sucias

Los chicos del callejón

Michael Curtiz, cuyo verdadero nombre era Michael Kertesz, había nacido en 1888, en el Budapest que era todavía co-capital del imperio austrohúngaro, aunque en 1927 ya estaba en Estados Unidos. Iniciada su carrera en Suecia, posteriormente trabajó en Hungría, Alemania, Francia, Italia, Dinamarca y Gran Bretaña. A principios de los años 30 inició su actividad como director en norteamérica. De las obras realizadas durante esta década podemos destacar películas como Veinte mil años en Sing Sing (20.000 years in Sing Sing, 1932), Los crímenes del museo (Mystery of the Wax Museum, 1933), El capitán Blood (Captain Blood, 1935), La carga de la brigada ligera (The Charge of the Light Brigade, 1936), La mujer marcada (Marked Woman, 1937), Kid Gallahad (The Battling Bellhop, 1937), Robin de los bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938), Dodge, ciudad sin ley (Dodge City, 1939), La vida privada de Elizabeth y Essex (The Private Lives of Elizabeth and Essex, 1939). Tal relación de títulos, en los albores de su filmografía son un argumento concluyente para desterrar, de una vez por todas, la ingenua postura que sitúa a Michael Curtiz como el afinado artesano que parió Casablanca (íd, 1942). Cierto es que nos encontramos ante un realizador de trazo y rendimiento desigual; sin embargo, la inspiración demostrada en buena parte de sus cintas deberían ser motivo suficiente para denostar este tipo de razonamientos en exceso sintéticos. Otro de los títulos importantes del Michael Curtiz de la década de los 30 es Ángeles con caras sucias. Ésta puede incluirse en el puñado de películas que dirigió para la Warner, casi todas ellas enmarcadas en el cine negro de la época. El guión, obra de John Wexley, narra la historia de dos muchachos ladrones a quienes sorprende la policía. Uno consigue escapar y el otro va a parar a la cárcel. Transcurridos los años, el que escapó se hace sacerdote. El otro se convierte en gángster. Evidentemente, el reencuentro resulta inevitable.

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El proyecto, ideado originariamente en 1937 para que Mervyn LeRoy lo llevase a cabo como artefacto que pudiese comercializar a un grupo de jóvenes actores conocidos como los «Dead End Kids», llegó de rebote a Curtiz (como ocurriría tantas otras veces debido a esa curiosa posición de fidelidad y sometimiento del director a los estudios). A pesar de que la cinta parece discurrir mecida por una ingenuidad un tanto trasnochada por lo que respecta a esa lucha encarnizada entre el bien y el mal que encarnan los protagonistas, lo cierto es que esconde una dosis de picardía y malicia ya que, de fondo, cuenta la anécdota de un gángster que, sin dejar de ser un homicida y malhechor, se muestra a nuestros ojos como un ser afectuoso y entrañable. Ángeles con caras sucias se convierte así en un desafío crítico con la moral social habitual. De este modo, el personaje del hampón, encarnado por James Cagney, se convierte como ya le ocurriese al propio actor en Al rojo vivo (White Heat. Raoul Walsh, 1949), en uno de los primeros malos del cine capaces de mudar el negro sombrío e infausto de este tipo de personajes por una escala de grises mucho más humana y matizada. Cierto es que el epílogo de la película, en el que se defiende de una manera exaltada la integridad de los valores católicos como el camino a seguir, hace perder fuelle a esta concepción más desesperanzada del hombre pero ello no es óbice para disfrutar del estremecedor final (donde brilla el mejor Curtiz, flanqueado por un Cagney y un Max Steiner geniales) y para que la dualidad del personaje protagonista sedimente y deje el poso necesario en el espectador. Poco amigo de los virtuosismos, Curtiz aplica la receta de la sencillez al relato. Además del excelente final de la película, en el que no entro para no estropear el visionado de la película a quien no la haya visto, el director se mete al público en el bolsillo con la primera escena en la que en un prolongado y largo travelling nos enmarca la vida del barrio (las noticias de los diarios, las calles, los edificios… y los dos protagonistas encaramados en un balcón).