En el Japón medieval del siglo XVI, la esposa (Jitusko Yoshimura) y madre (Nobuko Otowsa) de un hombre que ha partido a la guerra se ganan la vida asesinando a los soldados que se aventuran en el lugar y vendiendo sus armaduras y espadas. Uno de los supervivientes de la batalla, llamado Hachi (Kei Sato), les comunica que aquel a quien esperan ha perecido en el frente. Hachi intentará seducir a toda costa a la joven muchacha ante el disgusto de su suegra, que teme quedarse sola. La madre del soldado muerto, para evitar que su nuera se encuentre con Hachi, oculta su cara tras una máscara terrorífica de un samurai al que había asesinado previamente, asustando así a la joven muchacha cada noche.
Bajo esta escueta excusa argumental se esconde una de las películas más fascinantes de las últimas décadas, un clásico oculto que ha sido editado por primera vez en España por Filmax. Una de las singularidades de Onibaba es que se trata de una película prácticamente inclasificable, que abarca varios géneros sin adscribirse explícitamente a ninguno. Si bien los buenos aficionados al cine fantástico y de terror japonés profesan un respeto reverencial por la cinta, lo cierto es que la filmografía de Shindo no se inscribe en absoluto dentro del género. Antes al contrario, a lo largo de su obra el director apostó por filmes de temática social como La Geisha Ginko, La vida de una mujer o Los lobos, junto con evocaciones líricas de acontecimientos aterradores como Los niños de Hiroshima. Sin embargo, la película que proporcionaría al director el reconocimiento a nivel mundial es La Isla desnuda, obra con la que ganó el Gran Premio en el Festival de Moscú en 1961. Las dificultades de toda índole con las que se encontró para desarrollar su particular tipo de cine le llevaron a plegarse a propuestas más «comerciales», entre las que se encuentran El gato negro y Onibaba.
A diferencia de otros directores de su misma generación, Shindo siempre prefirió trabajar con presupuestos ajustados, casi ínfimos. Aunque Onibaba esté ambientada en plena Edad Media, las referencias al período son casi inexistentes, más allá de las katanas y armaduras que lucen los (escasos) guerreros que aparecen en escena. En realidad se trata de una película atemporal, que funciona más como estudio de las partes oscuras del alma humana que como documento histórico de la época. Más cercano en este sentido a Mizoguchi que a Kurosawa, en Onibaba no aparecen grandes batallas épicas en los que cientos de combatientes se dejan la vida. Tan sólo se perciben en la lejanía los ecos de una guerra entendida como concepto abstracto y cuyas motivaciones no se alcanza a comprender.
Las madres y esposas cuyos hijos y maridos han partido al frente de batalla se encuentran totalmente al margen de unas guerras de poder que no sólo les arrebatan a los suyos, sino que no mejorarán sus condiciones de vida independientemente de quien se alce con la hegemonía militar y política. La marcha de los hombres a la batalla supone además en la mayoría de los casos la pérdida de la principal fuente de ingresos, lo que obliga a los que se quedan a ganarse la vida de la forma más miserable posible. Shindo prefiere así mostrar la «intrahistoria» de la guerra, con cadáveres a los que se despoja de armadura y dignidad y muertes sin el menor atisbo de glamour.
Buena parte del metraje de la película se desenvuelve en los parámetros del cine costumbrista, cuando no directamente neorrealista, porque sólo en estas condiciones de pobreza extrema, en la que los personajes se mueven por instintos primarios, puede tener sentido la fábula que cuenta Shindo. El director refleja, sin denunciarlo, las condiciones infrahumanas en que han de sobrevivir los campesinos, entre cosechas arruinadas por las inclemencias del tiempo y campos enteros destrozados por el fragor de la batalla. Las barreras entre el bien y el mal en este contexto quedan supeditadas a las leyes mismas de la naturaleza. Como en otras películas de su extensa filmografía, Shindo se distancia radicalmente de unos personajes amorales y primitivos a los que se cuida de no juzgar. Quizás ello explique que la cámara en ocasiones vaya a ras del suelo, sin elevarse frente a los personajes.
Y es que Onibaba se desarrolla en un microcosmos propio, cercado por enormes juncos bajo los que laten deseos ocultos, pasiones reprimidas y bocanadas de deseo turbio y oscuro; un mundo en el que las pasiones se sirven en crudo y los escasos signos de civilización que consiguen adentrarse en el mismo están condenados a la putrefacción, cuando no a la destrucción total.
Retrotraídos a un estado primario, los personajes de Onibaba se mueven por instintos básicos (el sentido de posesión, el sexo o el miedo), llegando prácticamente a olvidar hasta el propio habla a medida que sucumben a los impulsos más elementales. En esta fábula de naturaleza panteísta, la simbología natural expresa las ansias vitales de los protagonistas, sus deseos reprimidos. Onibaba está repleta en este sentido de imágenes poderosas que actúan como metáfora de las pulsiones de los personajes. Es sintomática en este sentido la apertura del filme, con los juncos doblándose bajo el inclemente viento, incapaces de retener las pasiones más elementales. Estos mismos juncos se quebrarán posteriormente con docilidad al paso de los juegos de los enamorados. Aunque, sin duda, la secuencia más definitiva en este sentido tiene lugar cuando la vieja mujer descubre a su neura yaciendo con Hachi, y presa de una ira y un deseo incontenibles se abraza al tronco de un árbol seco y solitario, que no es sino ella misma, incapaz de poder amar o sentir y privada del deseo elemental de la compañía humana. La película está repleta de poderosas imágenes subliminales y simbología oculta que se escapan en un primer visionado, debido a la superposición de niveles narrativos de Shindo, un elemento muy característico de su cine, por otra parte.
Pero Onibaba es, además, una inmensa película de terror, si bien los elementos sobrenaturales no aparecen hasta el último tramo metraje, una vez que la madre del soldado muerto se hace con la máscara de un Señor de la Guerra tras engañarle y tirarle al pozo en el que las dos mujeres arrojan los cadáveres que roban.
Lo verdaderamente fascinante de la cinta es que no hay demonios ni espíritus iracundos, tan frecuentes en las producciones orientales de género. Los únicos demonios que han de temer los protagonistas son los internos, y no podrán vivir su vida en plenitud hasta que no consigan vencerlos. Así, la vieja mujer mantiene el control sobre la muchacha a través del miedo que le provoca apareciendo en plena noche parapetada tras la máscara, que hace a la joven volver a casa literalmente aterrada. Sin embargo, una de las noches la muchacha logrará vencer el miedo y acudirá a reunirse con su amado pese a la amenazante presencia del presunto demonio. Es precisamente la actitud de la mujer mayor, que ha impedido que la naturaleza dicte sus propias leyes, al oponerse al encuentro de los amantes por un sentimiento tan humano como el egoísmo, el que provoca el desenlace sobrenatural del relato y su trágico final. Tras asumir, desolada, que su plan ya no le sirve de nada, comprueba que no puede quitarse la máscara de su rostro, presa de una maldición (no hay que olvidar que Onibaba está basada en una leyenda japonesa).
Hasta el sobrecogedor final de la película (que no desvelaremos en su totalidad para aquellos que no han tenido la suerte de disfrutar de esta obra maravillosa) , el mal ha aparecido implícitamente en el perverso movimiento de los juncos, en el terrible agujero en el que se acumulan los despojos, en el aspecto siniestro de la covacha en la que venden los objetos robados, en el alma enferma del personaje de la madre. No se trata de un mal que se pueda corporeizar, sino que está presente en los elementos físicos que aparecen en escena, que adquieren así un carácter onírico, casi mítico.
Para reforzar esta sensación de amenaza oculta, Shindo apuesta por una fotografía áspera, seca, repleta de claroscuros inquietantes y tonalidades oscuras, que transmite una extraña sensación de desasosiego y angustia. El resultado es de una belleza plástica tan sólo comparable a obras maestras del cine expresionista como El gabinete del doctor Caligari. Completando este viaje al corazón de las tinieblas, Shindo emplea una música de tipo tribal, que se repite una y otra vez en círculos hasta alcanzar la nausea vital para aquellos momentos más espesos desde del punto de vista dramático. Tan o más importante que la hipnótica música de Onibaba son los numerosos silencios de la película, que en ocasiones tienden a hacer la atmósfera prácticamente irrespirable, y que acompañan momentos de tensa calma previos al estallido de las pasiones. Shindo llevó en su día esta opción narrativa al extremo en La isla desnuda, película que carece en su totalidad de diálogos.
Onibaba transmite la misma sensación de miedo y desamparo que se tiene al abrir una puerta tras la que se esconde la oscuridad absoluta. Invoca el terror más elemental y primigenio, sin tener para ello que echar mano de presupuestos desmesurados ni efectos digitales a mansalva. Es por ello que no ha envejecido en absoluto en los cuarenta años que han pasado desde su estreno. Uno no tiene muy claro si podrán decir lo mismo el 90% de las bobadas que han asolado el género durante los últimos años.