Cierto, todo acto es político. Toda película, también. Por lo qué se cuenta, por cómo se cuenta, por aquello que no se cuenta. Sin embargo, el cine estrictamente político que destacara en los 70 y primeros 80, el cine de Petri, Costa-Gavras o Hauff, por mencionar unos pocos y muy dispares casos, no ha tenido continuidad en Occidente. Tal vez, por que los tiempos cambian, las ideologías se degradan y los autores cambian de opinión e, incluso, de bando político. Hay afortunadamente, un conjunto de obras que tocan lo político desde ámbitos aparentemente alejados del canon. En este DA vimos tres obras harto curiosas que miraban conflictos diversos desde insólitos puntos de vista.
Marcia su Roma (Mark Cousins, 2022) recupera imágenes de archivo de 1932 para contrastar la cotidianeidad napolitana captada por una directora y el ascenso fascista rodado por un director encargado, desde el Norte, por Mussolini. A las imágenes de época Mark Cousins añade con suma habilidad diversas obras de ficción que enriquecen la narración histórica, sean en clave de comedia o en clave dramática —Una jornada particular (Una giornata particolare, Ettore Scola, 1977)—. El historiador y cinéfilo británico utiliza todos los géneros para ilustrar el auge fascista, su alianza triunfalista con Hitler, su caída y humillación y, finalmente, su muerte de modo claro y sintético mediante el uso de material ajeno. Hay referencias a las manipulaciones y falsedades que Mussolini utilizó para conseguir el poder, a las diferencias entre nazismo y fascismo que él planteaba y, posteriormente, a su situación personal tras el desembarco aliado y su triunfo en el sur de Italia, que dio lugar a un control nazi sobre el norte peninsular, con el consiguiente desprestigio del dictador, todo ello gracias a un montaje muy preciso y una acertada selección del material. No obstante, la introducción de unas breves escenas en las que Alba Rohrwacher interpreta a una mujer seducida por las políticas del Duce y finalmente desencantada y derrotada, encarnación de la propia Italia, resultan postizas frente a la naturalidad de la obra filmada hace casi un siglo. Hay que aplaudir la iniciativa y la habilidad del director de La mirada de Orson Welles, pero, especialmente en el último tercio del metraje, Cousins cede a su cinefilia y encadena la historia con el presente, trazando una dudosa retahíla de referencias cinematográficas que van del uso de salas de cine para reivindicaciones culturales o a la vinculación por fecha de nacimiento de estrellas hollywoodienses con la Marcha sobre Roma.
España ha tratado de olvidar sus colonias, fueran en el Sahara o en otros territorios, pero las producciones portuguesas no ignoran su historia de cuando el Imperio dejó, finalmente, de serlo. Si en la obra de Cousins vemos al dictador portugués Antonio de Oliveira Salazar con un retrato del Duce en su escritorio, Naçao Valente (Carlos Conceição, 2022) recupera los ecos de la guerra angolesa. Ivo Ferreira ilustró en Cartas da guerra (2016) la sensación de pérdida personal y social de la disputa por un territorio que poco importaba a los lusitanos, afligidos por la pobreza y la persistencia del citado dictador. Miguel Gomes trasladaba la melancolía y la soledad de una anciana a una Angola de ensueño cinematográfico en Tabú (2012). Y Pedro Costa recupera una y otra vez a los emigrados costaverdianos para mostrarles, como revenants, en los suburbios de la metrópolis. Carlos Conceiçao recupera aquí tanto la fantasía como la ensoñación para observar las consecuencias de aquella guerra, estructurando su película en dos partes vinculadas por la guerra sin que compartan un hilo argumental claro (una estructura que refiere a Apichatpong). En su primera parte veremos diversas anécdotas trágicas de la guerra, atravesadas por un halo fantástico: una monja trata de salvar, infructuosamente, la vida de un guerrillero herido pero deberá huir de otro grupo rebelde que la amenaza mientras el fallecido surge de la tumba, un supuesto soldado portugués encarna la muerte, inmune él a las balas pero asesinando fríamente a una joven con la que acaba de hacer el amor… En su segunda mitad, la acción nos lleva de modo súbito a unos barracones perdidos en el bosque donde un escuadrón de jóvenes reclutas languidece en un contexto insólito, encerrados en una suerte de limbo delimitado por un muro y al que llegan objetos varios a través de un canal. Conceiçao elabora un insólito final. Con la aparición de algunos revenants, provenientes de la primera mitad y también del pasado (como el Ventura persistente de las obras de Costa), da una salida inesperada al grupo de soldados, en una resolución de fábula muy querida por el cine portugués y que, sin carecer de sentido del humor, acaba vinculando el doloroso pasado colonial con el mundo actual.
Pese a parecer a priori la obra más política del festival, en Fairytale (Skazka, 2022) Sokurov se lanza de cabeza al fantástico juntando, como si de un chiste se tratara, a Hitler, Stalin, Mussolini y Churchill (más un cameo de Napoleón) llamando, literalmente, a las puertas del Cielo. Lejos de la severidad de obras anteriores en que observaba a algunos de estos personajes, sitúa al grupo de dictadores en un purgatorio mientras esperan indefinidamente su entrada en el paraíso. Fairytale consigue redondear la premisa evitando intérpretes que encarnen a los tiranos y utilizando en su lugar imágenes de archivo de los políticos en movimiento que son insertadas digitalmente con suma habilidad técnica en un espacio digno de Doré o Piranesi. Deambulando eternamente sobre un inmenso vacío por el que se desplazan las almas en busca de destino, Sokurov juega con los antes todopoderosos criminales poniendo en su boca diálogos banales. Y, puesto que puede utilizar imágenes de diversos orígenes, Sokurov pone en escena a dos, tres o hasta cuatro imágenes de los tiranos, relacionándose unos con otros como hermanos. Así Mussolini aparece con su uniforme habitual, ora en blanco, ora en negro y Churchill luce alternativamente uniforme militar de gala, de campo o traje de etiqueta. Su peripatético deambular se acompaña de lamentaciones sobre el tiempo que llevan esperando, pero no hay reflexiones políticas o bélicas, dando pie a que de tal modo Sokurov especule sobre la inutilidad de las acciones gloriosas y las masacres infinitas. Evitando cebarse excesivamente en un Stalin interesado, como Churchill, en conseguir una copa, o con un Mussolini presuntuoso, Sokurov se ensaña con un Hitler que lamenta no haber quemado Paris, arrasado Londres… o haberse casado con la sobrina de Wagner. Tras las miradas con las que contemplara a Hitler, Lenin o Hiro Hito, Fairytale es una brillante broma, aunque la comparación del terror encarnado (e implantado) por los tiranos en sus días terrenales frente al tono de la narración y el ambiente vaporoso, difuso, de la conciencia de todos ellos casa perfectamente con una relativización de la Historia. Quizás la residencia en Rusia no permite al veterano director ser más agudo con Stalin pero el visionado de Fairytale debería hacer reflexionar a personajes como Putin acerca de la futilidad última de sus acciones y verse a sí mismo como un nuevo personaje deambulando en el Purgatorio.