Tabú

Un acto de amor

1 La memoria es un dispositivo caprichoso que carece de manual de instrucciones. Al menos no existe uno oficial u homologado, y sus caminos son a menudo inescrutables cuando no directamente increíbles. A punto de terminar la primera parte de Tabú, la tercera película de Miguel Gomes, dos mujeres y un hombre viajan en un coche. Regresan de un entierro y, para que la memoria de ese hombre se ponga a recordar, a fabular, tendrá que mediar la formalidad. Invitarán al señor a tomar un café antes de devolverlo al asilo, aunque a esas alturas quienes esperan recibir algo son las dos señoras, y con ellas nosotros, los espectadores, que queremos saber quien es ese señor del sombrero a lo Indiana Jones. Queremos que nos cuenten un cuento. Será en una cafetería decorada a lo tropical, con tucán incluido, que Gian Luca Ventura —cuyo nombre también podría escribirse Jean Luc Aventura— regresará a sus recuerdos de África. Gomes plasma esa transición hacia el pasado de una forma tan sencilla que, por un momento, nos desarma: del plano de Ventura empezando a evocar su historia de amor pasamos a un contraplano no de sus oyentes sino de Aurora, su amada, de nuevo joven y hermosa, sesenta años atrás. Así, con un truco casi de prestidigitador primitivo, cambiando un rostro por otro que en teoría no estaba ahí físicamente, el cineasta portugués nos sugiere que, en el plano de la memoria, el tiempo no existe o es más bien una novela de aventuras cuyos mejores pasajes podemos revivir en cualquier momento. Que recordar es estar vivo y viceversa.

2 Estructurada en dos partes (Paraíso perdido y Paraíso) a las que precede un delicioso prólogo, Tabú es un relato de relatos que se buscan los unos a los otros, añorando o anhelando, según el caso, dar de bruces con algo real y poderoso, ya sea un sentimiento o un lugar al que poder regresar, de la misma manera que Gomes regresa al cine mudo para reimaginarlo. La película teje una red de melancolías que se reflejan y llegan a cruzarse por el camino, aunque seamos nosotros los que señalemos sus intersecciones: ahí está el Be my baby de The Ronettes que emociona al personaje de Pilar en el tiempo presente y volverá a ponernos tontos en el segmento africano. O ese sombrero que Gian Luca Ventura pudo comprar en Francia, Italia o en el continente africano, quizá el único objeto material que sobrevivió a su naufragio. Luego está el cocodrilo, que si hemos visto recientemente A cara que mereces (2004), el primer largo de Gomes, como es mi caso, nos hará preguntarnos qué clase de amor siente el director por estos reptiles, ya que en su debut también aparece uno, pero de peluche.

3 Ya en la extraordinaria y mutante Aquele querido mes de agosto (2008), Miguel Gomes reivindicaba la idiosincrasia y las tradiciones de un país en el que, tan sólo un año antes, una votación popular para un programa de la televisión estatal había encumbrado a Antonio de Oliveira Salazar, el tirano que gobernó Portugal durante casi 40 años (1932-1968, aunque la dictadura se prolongó hasta 1974), como el más grande portugués de la historia. Yo, que me hallaba de Erasmus en ese país cuando se conocieron los resultados de dicha votación, no recuerdo si ese día llovió como podía muy bien ser, pero si que oí a mi profesora de portugués maldecir con elegancia a sus compatriotas y confesar que ese día se avergonzaba de ser portuguesa. Salazar acuñó en la década de los sesenta del siglo pasado el lema “Orgullosamente solos” (Orgulhosamente sós) para darle una pátina épica a su obstinación por mantener a toda costa las colonias africanas que les quedaban, aun sin el apoyo de la OTAN y con la oposición declarada de los Estados Unidos. La segunda parte de Tabú sucede en una de esas colonias, en Mozambique, en 1963, y no deja de ser significativo que en la narración dispuesta por Gomes sea una bala disparada por una ciudadana portuguesa, en un arrebato de locura y amor desesperado, la que encienda la llama de la revuelta popular contra la dominación portuguesa. Es el acto de amor que el cineasta luso reserva para el final, una proclama romántica en defensa de Portugal y de los portugueses, porque de todas las historias de la historia quizá la que importa de verdad es aquella en la que dos jóvenes amantes cruzan la sabana en motocicleta sin pensar en nada más que en ellos mismos y en su amor, que es al mismo tiempo su pecado inconsolable.