Si programasen la obra de Ulrich Seidl en prime time antes del 23 de julio, fecha de las próximas elecciones generales en España, solo podría servir para dos cosas. O bien reaccionaría la población en masa, o bien haría las maletas y huiría, a alguna parte pero muy lejos, antes de caer en el abismo que se abre a nuestros pies.
Sparta y Rimini conforman un díptico que se abre de modo idéntico, con la mala leche y el sarcasmo extremo marca de la casa. Un grupo de ancianos deteriorados canta, en un geriátrico, una canción que rememora la alegría que esperan del día. Uno de ellos, con dificultades para encontrar su habitación, no tardará en evidenciar que su amargura incluye un pasado nazi que echa en falta. En cada una de las películas el anciano recibe la visita de un hijo, Ewald en Sparta y Richie en Rimini, siniestros protagonistas de sendas peripecias.
Rimini es la crónica de Richie Bravo, un vividor que ahora se gana la vida en parte como cantante melódico para grupos del Imserso en la costa italiana y, en buena parte, como gigoló para las ancianas aun necesitadas de sexo. Si en Paraíso: amor (Paradies: liebe, 2012), Seidl mantenía aun cierta consideración para con las austriacas que, en su destino turístico, buscaban sexo con los jóvenes necesitados, ahora no tiene ninguna contemplación con este buitre que no duda en mentir y fingir, como buen actor que desarrolla su papel, pero que desprecia y chantajea a sus presas. Rimini, con sus playas envueltas en niebla y lluvia, los desangelados espacios del hotel y ese personaje que asemeja el oso vicioso, es voluntariosa y logradamente desagradable, presentando una sociedad desprovista de amor o compasión en la que unos se aprovechan de los otros.
Sparta, precedida de una campaña absolutamente hipócrita, se vio vetada en varios festivales, aun resultando visualmente menos provocativa que su compañera. En esta vemos como Ewald convive (se esconde) en Rumanía con una joven por la que no siente interés alguno, puesto que el motivo exclusivo de su excitación sexual son los niños. Aun sin ser especialmente sutil, Seidl, sabedor del momento moralizante, no presenta escenas especialmente morbosas y, al contrario, muestra al protagonista tratando de relacionarse con grupos de niños jugando al fútbol, batallando con bolas de nieve o acompañándolos al columpio para, más tarde, huir y sentir la impotencia ante su pulsión. Torturado por la imposibilidad de contactar con su objeto del deseo sin despertar sospechas, Ewald abandona a su pareja y su vida cotidiana y se situará en una zona rural dónde se ofrecerá a los chavales para dar clases de judo en una vieja escuela que remoza parcialmente. En esta nueva Esparta, dónde pretende formar los cuerpos infantiles, podrá contemplarlos sin restricción alguna, acercarse a ellos y empezar aproximaciones íntimas, en el sofá o en la ducha. El austriaco no rebasa el límite, sin embargo, y evita mostrar (y confirmar) la posible consumación, con lo que la actitud hacia Ewald parece tanto de compasión por su enfermedad como de condena por sus acciones.
Así pues, el director austriaco nada y guarda la ropa. O, mejor dicho, reparte a diestro y siniestro, puesto que, si bien muestra la metódica e imperturbable infiltración del pederasta en la comunidad y su selección de una víctima perfecta, evidencia la desestructura social que le permite obrar de tal manera: negligencia y alcoholismo parental, incultura y brutalidad. Fue precisamente la interpretación de que la violencia familiar justificara al pederasta el motivo de persecución hacia la cinta y su director. Se estableció así un curioso paralelismo entre la película y la realidad, entre la persecución al pederasta por la turba embrutecida y la persecución al director por unos medios falsamente moralizantes que se escandalizaban ante la obra que denunciaba una sociedad enferma.
Sin embargo, Seidl se mantiene fiel a sus principios y no sitúa en ningún momento a Ewald como a un salvador o un mal menor, sino como uno de los males inevitables a los que los niños olvidados pueden ser arrastrados. Niños, en esta ocasión, rumanos, revelando por otro lado (como hiciera en Paraíso: Amor) cómo Occidente vampiriza a sus esclavos, no siendo necesario llegar a África para aprovecharse de los vecinos mucho más próximos.
Si el final de Rimini permitía ver como los tiburones se devoran entre sí, el de Sparta es más mortificador. Sparta es desalojada, pero hay campo suficiente para que su organizador pueda empezar de nuevo en otro lugar. Mientras el anciano padre añora al Führer y lanza proclamas andando con su caminador por los pasillos del geriátrico, sus hijos colonizan, con su miseria moral, una decadente Europa. Si bien el espíritu del nazismo no se reconoce sino tangencialmente en la actitud de Richie y Ewald, su prepotencia para con los demás, su falta de empatía les identifica como herederos de una actitud altiva. Richie chantajea a su víctima (de hecho, al esposo) sin dudarlo por un instante, Ewald toma unas copas con el padre de su víctima también sin dudarlo por un instante. Es una herencia que comparten. Una herencia que define jerarquías, estratos de poder, aunque en este caso los más favorecidos no luzcan ni prosperidad ni inteligencia sino simplemente rapidez en su capacidad de rapiña. Es de temer que esta rapacidad no se limita a los hijos directos del nazismo, ni a Austria exclusivamente, sino que se expande por todos los países de nuestra comunidad. Es la herencia que no queremos reconocer. Al votar este mes habría que considerar si Ewald y Richie se apuntarían a un partido o a otro.