France, de Bruno Dumont

¿Por qué llora France?

FranceEn La Vida de Jesús (1997), Bruno Dumont contemplaba la vida a través de la mirada de un grupo de jóvenes sin perspectivas de futuro de la Francia rural. Empujados por la insipidez de una cotidianidad vacía, abrazan el racismo y su masculinidad tóxica como vías de escape, dejándose llevar por la violencia, diluyendo la línea que separa el bien y el mal. Dumont diseccionaba con una precisión quirúrgica esa juventud perdida. La película le valdría la Cámara de Oro en el Festival de Cannes, además de una reputación de director incómodo y despiadado.

Esa voluntad de incomodar ha permanecido intacta en todos sus filmes, incluido el que nos trae entre manos. La historia sigue a France de Meurs (Léa Seydoux), la estrella de la pequeña pantalla, la periodista capaz de opacar al mismísimo Macron en su rueda de prensa y de plantarse en medio de un bombardeo con tal de ofrecer un buen espectáculo. France yace en la cima social, y apenas mira hacia abajo más que para lucrarse de las miserias de los desfavorecidos a través de sus frívolos reportajes. Sin embargo, un golpe de realidad le llega al verse involucrada en un accidente con un rider inmigrante —el último peldaño de la pirámide social que ella misma encabeza—. Un hecho anecdótico que, no obstante, sacude los fundamentos del mundo de la protagonista. Ahora France lo tiene todo, pero ya no es feliz.

France

France es una sátira incisiva sobre el periodismo sensacionalista, ese que explota las miserias ajenas sin preocuparse por mostrar ningún atisbo de veracidad, priorizando el espectáculo al rigor, y cuya protagonista encarna de la manera más nociva. Pero es también la historia de una nación corrompida, con valores racistas y clasistas arraigados. Una sociedad profundamente insatisfecha que ha abandonado las esperanzas de un futuro mejor en favor de un presente infeliz.

“¿Por qué lloras? Hasta llorando estás guapa”, sentencia un mendigo al que France sirve comida en su primer arrebato de indulgencia. Es en este primer tramo donde la película roza la brillantez, en la representación del mundo falso y mezquino de la protagonista, y en su declive al verse abatida por el peso de su propia moral. Desafortunadamente, la cinta se hincha con escenas innecesarias, optando a veces por recursos efectistas, burdos y de innecesaria crueldad hacia sus personajes. A ratos se desprende cierta sensación de incoherencia narrativa entre una escena y la siguiente. El director sacrifica la evolución de su personaje protagonista en favor de un alegato ambicioso aunque algo confuso —o tal vez deliberadamente ambiguo— sobre la nación Francesa.

Dumont construye un escaparate tan precioso como vacío, a base de largos planos fijos y de colores vivos, luminosos, de una belleza tan artificial como los platós dónde la protagonista se desenvuelve. El ritmo de la película se relaja a medida que los matices dramáticos se adueñan del tono marcadamente paródico inicial. Los planos cada vez más estirados, los diálogos más escasos y punzantes. Aquí también cabe destacar el estupendo trabajo de Léa Seydoux, brillante en la piel de esa burguesa descontenta con el mundo que le rodea, y que, como la Bergman de Europa 51 (Roberto Rossellini, 1952), busca en la filantropía una vía de redención. La francesa, siempre con los ojos cargados, aguanta con serenidad los dilatados primeros planos de su rostro descompuesto.

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Curiosamente, al tiempo que esta película llega al catálogo de Filmin, el país vecino vive una nueva oleada de protestas motivadas por la muerte de un joven racializado en manos de la policía. La película de Bruno Dumont funciona, hoy más que nunca, como un espejo incómodo sobre el que mirarse para la sociedad francesa —y para occidente, en general—. Los estragos de esa periodista que se debate entre hacer lo moralmente correcto o abandonarse al cinismo del mundo que le rodea no son más que la representación de una Francia en conflicto moral permanente, acostumbrada a luchar y a tropezar una y otra vez con la misma piedra.

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