Serge Bozon (Madame Hyde, La France) actualiza el mito de Don Juan en un musical poco convencional estrenado en la 75ª edición del Festival de Cannes. Laurent (Tahir Rahim) ya no es el seductor infiel y cínico de Molière, sino que adopta el papel de un hombre del siglo XXI abandonado por la única mujer a la que realmente ha amado, convirtiéndose en un personaje ridículo cuya obsesión por Julie (Virginie Efira) le obligará a transitar los lugares más oscuros del desamor.
Después de que su (casi) futura esposa lo dejara plantado en el altar, ambos se reencontrarán en los ensayos de una obra de teatro: Don Juan. Durante la separación, él ha visto a su expareja en todas las mujeres en las que se ha fijado, intentando acercarse a ellas a través de una torpe seducción que hoy en día identificamos rápidamente como acoso. Pese a la poca confianza que despierta en Julie, debido, en parte, a su incapacidad a la hora de asumir responsabilidades, ella le dará una segunda oportunidad, elección que únicamente le servirá para cerciorarse de que algunos hombres nunca cambian. Es cierto que la infidelidad no llega a perpetrarse, pero las miradas, a veces, pueden significar incluso más que los propios hechos. La manera en que se construye este “antidonjuán” trastoca el mito clásico: lejos de coleccionar conquistas a través de la cosificación de la mujer, son estas las que lo rechazan a él de forma directa, determinante. A este Don Juan poco le queda ya de la figura tradicional: por un lado, conserva la mirada invasiva hacia el objeto de deseo, y por otro, se relaciona con él a través del papel que interpreta en la obra teatral, abriendo un juego de espejos entre el individuo y el actor, entre el mito y su actualización. En este sentido, el transcurso de la historia y la representación de la obra van marcando el ritmo de la película, mostrando cierto paralelismo entre lo que va ocurriendo en ambos planos, poniendo el foco, sobre todo, en la relación entre los protagonistas.
Bozon parte de un personaje archiconocido con el objetivo de ubicar rápidamente al espectador, pero esto no es más que una excusa para hablarnos de lo que realmente le interesa: las dificultades en la comunicación interpersonal, la desconfianza y la obsesión. Laurent es incapaz de expresar sus sentimientos de forma corriente, y será cantando como logrará abrirse emocionalmente. Lejos de responder a las normas del musical canónico, en general relacionado con la comedia y plagado de coreografías, las intervenciones musicales de los protagonistas se caracterizan por la falta de dinamismo y la extrema rigidez. No son piezas luminosas ni corales, sino más bien sombrías e introspectivas; por lo que se trata, no tanto de un musical, sino de una película con algunos momentos cantados, siempre bañados de cierta monotonía. Existe un contraste entre las letras de las canciones, poco líricas y expresamente banales, y la banda sonora, insistente a lo largo del metraje y compuesta para instrumentos clásicos como el piano, huyendo de una sonoridad moderna y artificial. Fondo y forma no acaban de corresponderse, dando como resultado una cinta poco orgánica, con dos personajes principales a los que les cuesta andar en la misma dirección, aunque espléndidos en sus interpretaciones individuales.
El único baile al que asistimos será hacia el final, donde un Laurent doblemente abandonado será rechazado por un grupo de mujeres enfadadas durante la boda de unos amigos. En una curiosa coreografía grupal se hará explícito el mensaje feminista que subyace a la trama: la sororidad femenina en contra del acoso masculino; el auge del “no es no”, o del “solo sí es sí” en plena era post #Metoo. Una de las lecturas más interesantes de esta dramedy con canciones que rozan lo absurdo, que si bien toma algunos riesgos en su construcción, su flagrante antinaturalismo en la representación de las relaciones humanas dificulta la identificación, agrandando, en cierto modo, la distancia con el espectador.