En el año 2021, Ridley Scott sorprendió estrenando dos largometrajes a sus 83 años de edad. Las dos películas en cuestión fueron El último duelo y La casa Gucci. La recepción de las películas dividió a público y crítica, pues El último duelo gustó por su crudeza visual y narrativa y su recreación histórica, pero pasó desapercibida en taquilla; en cambio, La casa Gucci, generó una opinión generalmente negativa por su melodrama poco orgánico y sus diálogos e interpretaciones exagerados y ruidosos. Su reciente Napoleón parece un remix de estos dos filmes y confirma que, a pesar de que su talento sigue siendo incontestable, Ridley Scott es, actualmente, un director irregular.
El gran acierto de Napoleón, como ya lo fue de El último duelo, es la recreación histórica y las escenas de batalla. Todas las secuencias bélicas hacen que la entrada al cine valga la pena, especialmente la batalla de Austerlitz, que, no por casualidad, protagoniza el tráiler del filme. Los problemas con la película llegan en sus tramos más pausados, en los que el diálogo debe tener una carga central y el tono de la cinta se vuelve confuso. Especialmente las escenas que muestran la relación entre Napoleón (Joaquin Phoenix) y Josefina (Vanessa Kirby) resultan extrañas, pues, teóricamente, Scott quiere plasmar el matrimonio como el conflicto principal de la película, pero las escenas se ven muy poco orgánicas y con una carga cómica que, o bien no es intencionada, o choca demasiado con el peso melodramático de la narrativa. Estas escenas recuerdan los aspectos más criticados de La casa Gucci, pues son exagerados, caricaturescos y parece que Scott no consigue contener a unos actores que sí que pretenden dar una buena versión, a pesar de la torpeza de algunas partes del guion.
Scott nos dibuja un Napoleón bufonesco e infantil. A merced durante toda su vida de las decisiones de las mujeres que lo rodean, concretamente su madre y su mujer. Un hombre que echa de menos su hombría por su físico menudo y su relación con el género opuesto, y que compensa sus inseguridades en el campo de batalla. Este papel de hombre-niño con inseguridades freudianas provocadas por una madre controladora parecen ser el rol en el que se está encasillando un Joaquin Phoenix que cumple, pero al que le falta solemnidad, como a casi toda la cinta. En este sentido, podemos ver la ambición de poder del Commodus de Gladiator (Ridley Scott, 2000), pero con sus inseguridades rozando el extremo del protagonista de Beau tiene miedo (Ari Aster, 2023).
Y es que probablemente, ni los actores, ni los guionistas, ni siquiera el propio Ridley Scott son los verdaderos culpables de los fallos de la película, pues el corte original de cuatro horas ha quedado reducido a dos horas y treinta y ocho minutos en su distribución en salas. Y aunque es comprensible el riesgo comercial de estrenar un drama histórico de cuatro horas en pleno 2023, el corte brutal que sufre el metraje se nota en la proyección final, que se siente apresurada y hasta inconexa en algunos aspectos narrativos. Parece como si Scott hubiese querido jugar a ser Cecil B. DeMille o el Mankiewicz de Cleopatra (1963), pero le hayan cortado las alas cuando ya había emprendido el vuelo. Cuando se prioriza aglutinar cuatro batallas en una cinta de 158 minutos, se deja poco espacio al desarrollo de la trama y, el corte final no consigue compensar este desequilibrio narrativo.
Los aspectos técnicos son, como casi siempre en el cine del británico, incuestionables, y se consiguen imágenes especialmente poderosas en las escenas más crudas, violentas y sangrientas de las batallas decimonónicas. Pero, hay que insistir en que Scott quiere asumir (igual que su protagonista) más de lo que puede —o le dejan— y a los imponentes combates y a las escenas íntimas a la luz de las velas al más puro estilo Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975), se suman muchísimas escenas de contexto histórico que parecen elaboradas con más pereza y menos interés visual.
Napoleón es una película fallida, pero casa perfectamente con la imagen que quiere dar de su protagonista, pues sus taras están en su exceso de ambición y las limitaciones impuestas por el sistema a aquello que sólo en la mente de un genio (como Ridley Scott o su visión del emperador francés) tiene sentido.