El principio es el final es el principio
Entre 1984 y 1985, Marvel publicaba la serie de doce números Secret Wars. La premisa era sencilla: casi todos los superhéroes y villanos de la editorial eran secuestrados por un ente cósmico denominado el ‘Todopoderoso’ (‘Beyonder’ en el original) y transportados a un planeta creado de la nada para batirse a muerte por el destino del universo. El proyecto, ambicioso: el sello apostaba por primera vez por un crossover masivo que abría un paréntesis en las líneas narrativas en activo, con un Iron Man cuya identidad por entonces sostenía James Rhodes (otrora Máquina de Guerra) o Monica Rambeau protagonizando la segunda encarnación de Capitán Marvel. El origen, por su parte, radicaba en la esencia de la competencia capitalista: la compañía Kenner Toys acababa de adquirir los derechos de DC para el desarrollo de juguetes basados en sus personajes. A pesar de haber comercializado con éxito las figuras de acción de He-Man, Mattel vio en su competidora una seria amenaza a la que convenía adelantarse en su pugna por ganar yardas al mercado. La juguetera entabló conversaciones con Marvel y solicitó que la venta de juguetes estuviera acompañada de un gran acontecimiento dentro del universo marvelita. Ese evento sin precedentes cumpliría además con otros requisitos de cara a alentar futuros réditos, caso de la actualización de las armaduras de Iron Man y el Doctor Muerte, o la creación de una fortaleza y de nuevas armas. Jim Shooter, en aquel entonces editor jefe de la editorial, sería quién tomara la batuta de la serie limitada e integrara todas esas exigencias en las viñetas. El éxito de Secret Wars no sólo sería enorme, sino que además serviría como modelo de posteriores crossovers que respondían en mayor o menor medida a expectativas mercadotécnicas.
No es difícil ver en Vengadores: Endgame (Avengers: Endgame, Anthony y Joe Russo, 2019) un reflejo corregido y aumentado de aquella estrategia que marcó el rumbo de la editorial y a Kevin Feige como equivalente cinematográfico de aquel Jim Shooter. La película de los hermanos Russo —sin duda el brazo ejecutor más efectivo de Feige, no el más personal, pero sí el más efectivo— la más esperada del Marvel Cinematic Universe, no podía entenderse sino como apoteosis de la vasta galería de personajes y narraciones desarrollados a lo largo de 22 películas y 11 años. Un proyecto de franquicia a largo plazo que no conoce precedentes y que aquí culmina en una titánica obra cuyo objetivo es encajar las piezas con solvencia. Llegado el momento, no se trata únicamente de dirimir el destino del cosmos tras el genocidio de Thanos, sino de evaluar las secuelas de aquella conclusión traumática de Vengadores: Infinity War (Avengers: Infinity War, Anthony y Joe Russo, 2018) en los personajes estandarte y acompañarles en el balance entre el duelo frente a la pérdida y la ansiedad de venganza. Se trata, también, de ofrecer un golpe en la mesa narrativo que convenza al espectador no incondicional de que este nuevo pulso definitivo entre el bien y el mal es distinto al que hemos visto tantas veces. Y al incondicional, regalarle una cinta de grandes éxitos con la que apelar con dosis controladas de nostalgia al camino recorrido hasta llegar a este punto y aparte. Y se trata, finalmente, de ofrecer ese clímax a la altura de las expectativas en el que toda la carne está en el asador antes de proceder a los legados y pavimentar la transición a una nueva etapa.
Endgame cumple con todos esos requisitos en su aspiración a ser la película de superhéroes total. Sus tres horas de duración funcionan como un mecanismo de relojería suiza que proporciona las dosis precisas de dramatismo, espectáculo, humor y reafirmaciones heroicas. Si bien Infinity War fluía con mayor brío gracias en parte a la inevitabilidad de su final, aquí la suma de cuestiones a resolver constituyen un conjunto más arriesgado y complejo, una apuesta doblada de la que los Russo acaban saliendo victoriosos desde el momento en el que se lanzan de cabeza y de la mano de sus estrellas a un paseo por las esencias del género fantástico y de ciencia-ficción que es también una visita guiada al fan por su propia pasión superheroica con alguna concesión (merecida) al auto-homenaje. Es un trayecto lleno de confianza y savoir faire, en el que puntualmente y como en otros títulos de los hermanos se echa en falta un mayor virtuosismo de la acción o una menor funcionalidad de la puesta en escena, pero en el que se impone su enorme capacidad para dotar de equilibrio a la coralidad y su asimilación esencial de aquello que cuentan. Aquí es el heroísmo como valor fundamental, la razón de ser de todo un MCU que vuelve a ocupar el primer plano: el superhéroe, como modelo infinito para superar la adversidad, el motivo para seguir luchando hasta las últimas consecuencias perpetuado en una mitología que sigue extendiéndose y reinventándose desde hace casi un siglo como parte inalienable de la cultura popular y, sí, como objeto de explotación mercadotécnica que también da forma a sus aventuras. Lejos del tono profundamente reflexivo y consciente de Glass (M. Night Shyamalan, 2019), Endgame es sin embargo una inestimable aliada de aquella en su elogio del mito, aquí no tanto para recordar que lo extraordinario emerge en correlación con lo ordinario, sino justificado en la profusión misma y en la necesidad de seguir inspirando relatos que desemboquen en nuevos relatos. El superhéroe nace, sobrevive a mil batallas y en última instancia muere para renacer, se reinventa o lega su identidad. En una superproducción poco dada a la lírica, resulta sobrecogedor asistir a la imagen de un Capitán América levantándose una vez más y dirigiéndose en solitario, sobre un paisaje apocalíptico, hacia una guerra desigual. Ese plano encierra una fuerza asombrosa al tiempo que certifica el triunfo de Marvel en el cine en su empresa por consolidar una franquicia estructurada en torno a las sinergias del cómic. Es principio y final, y principio de nuevo, de una historia que seguirá resurgiendo bajo formas nuevas pero siempre bajo un mismo (e imbatible) impulso mítico.