El cielo rojo, de Christian Petzold

Los que viven cuando aman

El cielo rojoLo ha dicho el propio Petzold, así que sobran las exhibiciones cinéfilas. El cielo rojo (Roter Himmel, 2023) es su particular «cuento de verano», un bonito homenaje al cine de Éric Rohmer, en el que es fácil identificar elementos de Pauline en la playa (Pauline à la plage, 1983), El rayo verde (Le rayon vert, 1986), El amigo de mi amiga (L’ami de mon amie, 1987) y, claro, Cuento de verano (Conte d´été, 1996). Un grupo de amigos, el mar, la playa, beber, comer, amar… La primera parte de El cielo rojo parece, en efecto, escrita y rodada conforme al manual rohmeriano del amor afligido y el joie de vivre. En tres recursos esenciales: los personajes se explican a partir de sus dudas, la planificación los encuadra de manera vertical desde puertas y ventanas, y el montaje —por corte— retrata sus temores. Siquiera como homenaje, ya solo por esto El cielo rojo merecería la pena. En estos tiempos de degradación narrativa, porque todo se verbaliza para que quede claro el mensaje (auto)impuesto, cuesta encontrar cineastas que muestren sin decir. Que asuman la complejidad de la vida y los sentimientos. Que respeten la pausa y el silencio. Que duden.

Esto sería –decía– tan solo lo evidente, cuando si por algo destaca El cielo rojo es por su enmienda a la totalidad de las primeras impresiones. Rohmer es el cielo del título, y Petzold lo tiñe de rojo. Desde la secuencia inicial, el director de En tránsito (Transit, 2018) plantea una clara, honesta y firme necesidad de limpiar la mirada y, con ella, una sociedad sostenida en el cinismo, los prejuicios y las ideas preconcebidas, de las que todos somos presos —aunque a veces no queramos darnos cuenta— porque el sistema nos ha educado en una cultura de etiquetas. Se nos empuja a valorar y comprar todo, cosas y personas, por su adecuación o no a nuestro egoísmo. Así, lo que nos conviene devora lo que necesitamos, y la frustración se convierte en el monstruo que cada mañana nos da los buenos días.

El cielo rojo

En esas procelosas aguas nada y se ahoga Leon (Thomas Schubert), un joven escritor en crisis —creativa y existencial— que, en compañía de Felix (Langston Uibel), viaja hasta una casa a orillas del Báltico para terminar el manuscrito de la que será su segunda novela. Felix, sin etiquetas, porque la estrategia narrativa de Petzold para enfrentarnos, primero como público y luego como individuos, a nuestra hipermetropía social y afectiva, también a nuestra incapacidad para leer imágenes, consiste en que el espectador fabule sobre el tipo de relación que une a los personajes. La pregunta subyacente es: ¿realmente nos hace falta saberlo para comprenderlos, quererlos u odiarlos? Sutil, elegante e invisible, la dirección de Petzold terminará revelando —ni definiendo ni juzgando— la fotografía de cada personaje. De manera natural, con imágenes, que se manifiestan, como ocurría en Ondina. Un amor para siempre (Undine, 2020), con el aliento de la literatura romántica alemana. Si en aquélla era la prosa de Friedrich de la Motte-Fouqué, en ésta es la poesía de Heinrich Heine, y, en concreto, el poema El asra, el catalizador visual de una película que reflexiona justamente sobre el poder arrollador de las imágenes y su carácter inspirador de la escritura.

No por expresa la metáfora resulta menos eficaz: Leon es un escritor en crisis y Felix, un fotógrafo inspirado. Los desacordes entre ambos se producen a causa del empeño de Leon por alterar el orden natural de las cosas: la imagen precede a la palabra, como el dolor precede al amor. Leon es incapaz de terminar su libro, de encontrar las palabras adecuadas, porque no ve más allá de sí mismo. Porque no ama. Felix, en cambio, confía en su camino porque hace tiempo tomó la decisión más valiente: vivir. Vacío y vaciado de imágenes, que son los sueños de nuestros sentimientos, Leon se muestra como una persona enfadada, triste, aprensiva, furiosa y visceral, encerrado en el convencimiento de que la vida empieza y termina en las líneas de su novela. Nadja (Paula Beer) destruye este ensimismamiento con la fuerza y la verdad de las imágenes puras, las inesperadas. Su aparición en el jardín de la casa, ligera, misteriosa, esquiva, como una Ondina de fuego —nunca abandona su vestido rojo—, abre los ojos de Leon, recordándole que a su novela y a su vida le hacen falta sueños e ilusiones.

El cielo rojo

La ambigüedad sexual del trío formado por Leon, Felix y Nadja se despeja con la irrupción de Devid (Enno Trebs), un socorrista local, de tan sincero, naif, cuya caracterización y función dramática en el relato representa quizá el ancla rohmeriana más notoria de El cielo rojo. Petzold entiende muy bien una de las lecciones esenciales del maestro francés: la naturaleza libre y salvaje —a través de sus mensajeros, los sátiros y las ninfas— activa las pulsiones reprimidas del mundo civilizado. Es lógico que ambos cineastas converjan, ya que la literatura pastoral (Rohmer) y el romanticismo alemán (Petzold) tienen en común la búsqueda de la identidad a través de las emociones.

Una vez dispuesto el mapa sentimental y erótico de la historia, más o menos a mitad de metraje, El cielo rojo abandona la sombra de Rohmer para adentrarse en las brumas habituales del cine de Petzold. Entonces llega el tiempo de la tragedia, en forma de muerte y enfermedad teñidas de rojo pompeyano; el tiempo del simbolismo, con ese mar y ese bosque que el fuego transforma paulatinamente de refugio a tumba; el tiempo de los fantasmas personales, en la figura de Helmut (Matthias Brandt), el editor de Leon, cuya sinceridad arranca cualquier máscara; y, por fin, el tiempo del amor abrasador, ese cielo rojo que quema sin llamas. Las dos últimas secuencias —en el hospital y en la residencia—  de este film emotivo y desbordante, escrito en prosa y dirigido en verso, pautado con la serenidad de un lied de Schumann, constituyen una síntesis perfecta tanto de la historia de Nadja y Leon como del cine de Christian Petzold. Una mirada, una imagen, y atreverse.

El cielo rojo

Apuntaba al principio que El cielo rojo trata fundamentalmente sobre las apariencias. En El asra puede leerse que los miembros de una tribu —los asra— mueren cuando aman. ¿Y si en realidad Heine nos estuviera diciendo lo contrario? Que solo se vive cuando se ama. La princesa y el esclavo, Nadja y Leon. Cuánto miedo da cogerle de la mano a esa persona…