El cine, el arte en general, más allá de un mero medio para el entretenimiento, debe servir para arrojar una mirada crítica a los aspectos más controvertidos y oscuros de la sociedad en la que vivimos, para tratar de comprenderlos, que no justificarlos. Por eso resulta muy oportuno que Un silencio, el último film del belga Joachim Lafosse (Después de nosotros, Un amor intranquilo), llegue a las salas españolas al mismo tiempo que los detalles espeluznantes del caso de la francesa Gisèle Pelicot dan la vuelta al mundo y la polémica que rodea el juicio contra los empresarios murcianos acusados de pederastia inunda los periódicos españoles.
Tal y como su título indica, la película habla del silencio. El que lleva guardando Astrid (Emmanuelle Devos) durante más de dos décadas. El que permite a su marido (Auteuil), un reputado abogado con un gusto lascivo por los menores de edad, seguir haciendo una vida normal. Y el que concede al hijo de ambos, aparentemente, la libertad de vivir en la sombra de la verdadera identidad monstruosa de su padre. Pero a medida que el filme avanza, este silencio inicialmente cómodo se va revelando como un auténtico veneno, cuyas consecuencias no sólo pudren la consciencia de la protagonista, sino que tienen efectos nocivos en aquellos que la rodean. Porque el silencio es sólo la ausencia de ruido, pero no de acción.
Lafosse es un experto en adentrarse en temas escabrosos, particularmente los pertenecientes al ámbito familiar, con una mirada incisiva que disecciona las complejidades de las relaciones humanas. En esta ocasión, el director se inspira en el caso real de un abogado belga condenado por pederastia, para hablar de la vergüenza, de la culpa y del silencio, en un entorno burgués dónde la apariencia es muy importante. La historia se construye con el ritmo pausado que marcan los prolongados planos estáticos, con una atmósfera tenebrosa, tensa e incómoda, y resulta especialmente interesante cuando se acerca más al personaje de Astrid —genial Emmanuelle Devos, aguantando unos asfixiantes primerísimos planos—, en cuyo rostro se dibujan las contradicciones internas de un personaje complejo, que es a la vez inocente y cómplice, cuyo silencio —alimentado por la vergüenza y por el miedo a perder el estatus social— va pudriendo todos los aspectos de su vida. Resulta también interesante la figura del hijo, una víctima del silencio que está destinado a convertirse en verdugo y que pone de manifiesto la importancia de una educación sexual sana, donde se exponga con claridad la gruesa línea moral que separa el bien del mal.
Pero poco a poco, la película se va desinflando. Lafosse insiste en las mismas ideas, pero el desarrollo narrativo carece de una dirección clara, volviéndose en ocasiones redundante y dejando al espectador una sensación ambigua y contradictoria en cuanto al mensaje que quiere transmitir. Por un lado está el tema de la vergüenza de la mujer, por otro el retrato algo vago de la figura del abusador y hasta hay una cierta crítica al papel de la prensa sensacionalista en los casos mediáticos. La película apunta a muchos frentes, sin acabar de decidirse por ninguno de ellos. La delicadeza que ha caracterizado los trabajos anteriores del director, aquí se ve sustituida por un relato de brocha gorda, que deambula sin rumbo por una historia cada vez más tediosa y vacía, cuyos personajes se van desdibujando en cada una de sus acciones. Y que culmina con un final que se antoja fácil y apresurado, que deja paso a la indiferencia más absoluta.