The Brutalist, de Brady Corbet

Auge y caída de The Brutalist

Primera parte

The BrutalistBrady Corbet arranca el motor con fuerza, avanzando hacia adelante. Al inicio de la cinta, Laszlo Toth (el personaje defendido, en pos del Oscar, por Adrien Brody con su solvencia y muecas habituales) pugna por hacerse paso en una multitud en un pasillo oscuro. Cuando sale a cubierta, Corbet nos ofrecerá la potente imagen de la Estatua de la Libertad invertida, como si se trate de un sello de su propia autoría. A partir de ahí, alternando con pequeños intervalos de descanso, propulsará la acción en diversos travellings filmados desde la cabina de diversos vehículos: del autobús que lleva al protagonista hacia Philadelphia, del camión que persigue, junto a Attila, el coche que les puede abrir la puerta de una vida mejor, del tren cargado de material… Los tres travellings serán seguidos por unas secuencias que determinarán las diversas fases de la vida, personal y profesional de Laszlo. Corbet dirige a su personaje hacia adelante, pero, formalmente, parece mirar hacia el pasado.

El valiente arranque de la cinta se sucede, pues, con una alternancia entre intensas escenas de conflicto e interludios de calma, muy breves, en los que el arquitecto superviviente del genocidio nazi se instala en el almacén de muebles de su primo Attila, busca comida, refugio y finalmente trabajo junto a Gordon y, más adelante, debate con Van Buren el proyecto de una construcción brutalista. Durante la primera mitad de la cinta, el trabajo de Corbet es meritorio en cuanto al uso de los 70mm que recogen primeros planos del rostro torturado de su personaje o del amenazante Van Buren, mientras los demás personajes quedan desenfocados, o recogen la grandiosidad de los espacios de construcción. De modo eficiente, seleccionando los planos adecuados para un montaje claro y enérgico, sitúa al artista egocéntrico al nivel del patrón déspota y desarrolla una trama clásica de héroe enfrentado a los obstáculos de su pasado y retos del futuro, representados por la diferencia de clase, el racismo y antisemitismo o la burocracia.

The Brutalist

Segunda parte

The Brutalist pierde fuelle y originalidad en su segunda mitad, dónde se hace patente que Corbet no tiene intención (o capacidad) de trascender una historia con resonancias no tanto de El manantial (The Fountainhead, King Vidor, 1949) como de El tormento y el éxtasis (The Agony and the Ecstasy, Carol Reed, 1965), con el enfrentamiento continuo entre dos ególatras ambiciosos, artista y empleador. La evocación de grandes dramas clásicos americanos no le hace favor alguno y la aparición de Erzsebet y Zsofia no hace avanzar la trama sino que la entorpece. Las sombras en la historia de Laszlo (la drogadicción, su problema sexual) que podían enriquecer al personaje se amplifican en la segunda mitad, sin que se explique claramente su origen ni el desarrollo dramático de los mismos. El conflicto generado entre la pareja o con la sobrina (y el conflicto que se deriva a partir de ahí con la familia Van Buren) no dan pie a situaciones o secuencias que puedan ser relevantes. The Brutalist se enreda en un conjunto de secuencias en las que la trama, como la construcción del complejo brutalista, ora avanza, ora retrocede. Si en la primera mitad la renovación de la biblioteca, la instalación de los paneles móviles y el desplazamiento de la cúpula de cristal tenían un desarrollo visual notables, la segunda mitad no aprovecha del mismo modo todas las capacidades que la construcción del ambicioso proyecto podía dar de sí. El montaje entre el trayecto del tren, la desaparición tras las nubes, el fulgor de una explosión y el encadenado de dichos planos con el grito de dolor de Erzsbet sería uno de los pocos momentos en los que Corbet parece arriesgarse más allá de la transposición del drama en imágenes. De hecho, secuencias como las sucedidas en Carrara desaprovechan el sobrecogedor espacio a la par que introducen un giro argumental que resulta tan chocante como inconsistente a nivel dramático. Hay, por otro lado, sugerencia de hilos argumentales no desarrollados (la posible violación de Zsofia, el trabajo de Erzsebet) mientras que escenas enteras parecen innecesarias (la repetición de las discusiones de Toth y Simpson, la visita de Michael a Laszlo solicitando su reincorporación o la cena con Szofia y su novio, cuya única razón de ser parece justificar la desaparición de escena del personaje). Por todo ello, sin bajar el ritmo, la historia deja de tener el interés que se anticipaba en la primera mitad.  

The Brutalist

Ultimo acto y epílogo

Corbet resuelve la trama con un extraño anticlímax, con una denuncia enérgica proclamada en plano sostenido por Erzsebet, a la que sigue un conseguido montaje de planos breves en la mansión Van Buren y el complejo arquitectónico. Dejando la explicación de los sucedido al magnate, a Toth y al proyecto en off visual, salta a un epílogo que sucede casi tres décadas más tarde, dedicado a ensalzar al arquitecto, triunfante por una obra variada y reconocida. Tanto la explicación que entonces se ofrece acerca del diseño del templo como la música de los créditos finales resultan absolutamente banales y fuera de lugar.

The Brutalist no es, en absoluto, una obra carente de interés y su primera mitad es prueba de ello. Pero, escribiendo este texto a los dos días de la muerte de un autor tan imaginativo, tan perturbador y capaz de usar la imagen para conseguir tan amplia gama de sugestión como era David Lynch, la obra de Corbet se antoja, a lo sumo, muy aplicada, pero carente del instinto cinematográfico que otros autores demuestran. Coppola se pasó el presupuesto y las formas (éticas y estéticas) por dónde le dio la gana y desarrolló una historia de ambiciones y ambiciosos enfrentados en la también irregular Megalópolis (2024). Allí, pese a las secuencias disparatadas y a las escenas inconexas, había más vida y más riesgo que en esta historia de arquitecto innovador. Yendo algo más lejos, si nos situamos en el ámbito bigger tan life americano, de grandes formatos y personajes enormes, el desarrollo y el destino de un personaje odioso era inmensamente más rotundo en Pozos de ambición (There will be Blood, Paul Thomas Anderson, 2007), otra cinta de egocéntricos ambiciosos a la que me ha llevado mi pensamiento a partir de The Brutalist. Vaya, que a Brady Corbet no le falla la ambición pero hay que considerar que su obra ha tenido un presupuesto a lo Van Buren sin tener la capacidad autoral de Laszlo Toth.