Crónicas asiáticas
La coherencia sobrevalorada
Acabamos el siglo XX con un nuevo tipo de cine, un cine que evocaba sentimientos con imágenes, que rompía la narración alterando el hilo o, simplemente, obviaba el mismo concepto de narración. Un cine que llegó a fracturar la historia, duplicarla o disolverla. Era la época de oro de Apichatpong Weerasethakul, Wong Kar-wai, Naomi Kawase o Hou Hsiao-hsien. Cada uno en su estilo desarrollaron un cine que ignoraba el hilo narrativo y buscaba la emoción mediante la imagen y la edición. Casi dos décadas más tarde ese tipo de cine ha modificado el que fuera su código interno para evitar ser manierista mientras algunos en Occidente, directores o críticos, lo trataban como una moda pasajera. Por fortuna, no obstante, siguen llegándonos muestras que utilizan sabiamente esta voluntad rupturista. Algunas de ellas son obras que mantienen aun un argumento definido, pero en las que el estilo y el tono se mezclan de modo inmisericorde. En otras, la historia deviene un fantasma en sí misma. Tuvimos la suerte de disfrutar en Sitges varias de ellas.
The Long Walk (Mattie Do, 2019) es una fascinante historia de vida y de muerte. De fantasmas y de vivos, más muertos tal vez que los propios fantasmas. De nonatos, o de malnacidos. De ilusiones y deseos insatisfechos. De luz, más que de oscuridad, en la que los espectros comparten espacio con los vivos. La historia que Mattie Do construye se va diluyendo ante nuestros propios ojos a medida que la cinta avanza. Tiene lugar en el Laos rural, en una época futura imprecisa en la que los cohetes surcan el cielo y las compras se abonan con chip subdérmicos (aunque algún personaje ya habla de los mismos como anticuados) mientras persisten las mismas chabolas que hay ahora vendiendo las mismas baratijas a los turistas. Al inicio el protagonista sale de su casa, en medio del campo, dejando tras de si una mujer (¿muerta, viva?) encerrada. Le sigue una joven en silencio, a la que él se refiere como una compañera de décadas. En el pueblo preguntará por una anciana desapaecida, siendo sospechoso él mismo de dicha desaparición. Luego sabremos, en uno de los innumerables flashbacks, que, en su infancia, encontró una joven moribunda que ha permanecido junto a él toda su vida, como un silencioso fantasma que le permite retroceder en el tiempo para ver a su madre… Do desarrolla la limitada trama en una suerte de espiral narrativa que enrosca en sus anillos pasajes temporales de distintas épocas para, finalmente, desvelar una historia paralela, consecuencia de las acciones emprendidas por el protagonista en sus viajes temporales. Realmente la obra podría haber dado de sí a una frenética película de viajes en el tiempo. Pero la opción de la directora (y, tal vez, del guionista con el que comparte filmografía, Christopher Larsen) es desarrollar una suerte de cuento oriental que rehúye la coherencia narrativa para basarse en una coherencia onírica. Una vida de sueños, una vida espectral. Sin embargo, la película no es tenebrosa ni agitada. Pese a los giros de guion, Mattie Do desarrolla una película tranquila, acompasada en un ritmo, imagen, tonos y banda sonora suaves. Lleva al protagonista, el hombre viejo, de este a otro mundo. Y a nosotros con él. Como en el cine de Apichatpong, el personaje convive con numerosos fantasmas a los que cuida y protege, a la par que su vida se entrelaza con la de ellos. Sin embargo, el tono no es de fantasmagoría sino de una convivencia que sólo se agita desde el mundo de los vivos. Al final, despreciando la coherencia narrativa, entenderemos que no hay tanta distancia entre ambos mundos y, pese a los errores que se puedan cometer a este lado, se mantiene un respeto mutuo que todos deberíamos imitar.
Siendo pues The Long Walk lo más alejado del cine impactante que otros autores trajeron a Sitges, constituyó una grata experiencia y una de las más atractivas obras del festival. Como fue también It Comes (Kuru, Tetsuya Nakashima, 2018), aunque ésta se situara precisamente en el extremo opuesto. Una película tensa, repleta de giros argumentales y que concluía con el más espectacular final del festival, la madre de todos los exorcismos vistos en pantalla y una auténtica oleada de sangre. The Forest of Love (Sion Sono, 2019) no tiene tan explosivo final, pero desarrolla en tensión permanente un guion lleno de cambios argumentales que la llevan de la farsa a la tragedia, como Sono desarrollara en Love Exposure (2008), en un estilo que no tiene parangón.
De Tetsuya Nakashima conocíamos Confesiones (Kokuhaku, 2019) y El mundo de Kanako (Kawaki, 2014), dos obras en clave de thriller que lanzaban una mirada muy negra y muy pesimista sobre los adolescentes japoneses. Su tono era abrupto y su ritmo, especialmente en la segunda, frenético. Violencia, perversiones (adultas y adolescentes) y sangre. Obras nada complacientes en su visión de la sociedad nipona y que, en el segundo caso especialmente, tendían a la hipérbole. Como Sion Sono, Tetsuya Nakashima toma el género cinematográfico sólo como pretexto. La coherencia y el argumento están, para ambos, sobrevalorados. La historia de It Comes parece ser la de un joven tokiota quien en su infancia sufrió una maldición que, aun en edad adulta, pende sobre él. Sin embargo, Nakashima se toma su tiempo para evidenciar la dinámica de los white collar nipones, entre la dedicación al trabajo y su búsqueda de una pareja que les permita distanciarse de la familia al crear la suya propia. Cierto es, reproduciendo en la suya el patriarcado machista puesto al día con Instagram y Facebook. Será al cabo de buena parte de metraje dónde reaparece la amenaza espectral, los intentos de exorcismo y un final tajante a la primera parte de la historia. El director la retoma luego desde el punto de vista de la esposa para delatar el machismo y la dependencia de las redes sociales, finalizando esta segunda parte de la cinta con otra explosión de terror gore. Será a continuación cuando, dejando de lado la transparencia argumental, se lance a un auténtico apocalipsis de posesión y al mayor exorcismo jamás visto, con intervención conjunta de policía, científicos, curas, monjes budistas, brujas y otros personajes enfrentados todos a un ente del que no llegamos a tener explicación. No importa, sin embargo. El frenesí desatado por Nakashima revela la debilidad y la impotencia de la sociedad nipona frente a sus temores, la insuficiencia y falsedad de la familia y las sumerge en una hecatombe visualmente espectacular, llena de rugidos y sangre.
Sion Sono, por su parte, desarrolla una película de auténtico género Sion Sono, un género en sí mismo. Básicamente como desarrolló en la citada Love Exposure pero también como aparecían en Cold Fish, Himizu o Why Don’t You Play in Hell?, su cine va más allá en estas obras de la comedia, la farsa, la tragedia o el thriller gore. Sono toma como base temas o situaciones de todos estos géneros para desarrollar pastiches interpretados por dos categorías de personajes. Por una parte, los arribistas sin escrúpulos, personajes moralmente deformes, sociópatas, que engañan, seducen y maltratan a todos los demás. Por otra, los humillados, personajes de clase media que aspiran a crear algo bello pero que no tienen reparos en involucrarse en proyectos legal o éticamente reprobables, machacando a su vez a otros. El curso de la historia permite a Sono poner en evidencia una clase burguesa reprimida, avariciosa y egoísta que juega a las transgresiones, sin reparar en el daño que pueden ocasionar. Como Nakashima, aunque en un estilo tal vez visualmente menos elaborado, su desmesura retrata una sociedad enferma. También como él, culmina la trama en un apocalipsis gore, retrato esperpéntico de tragedia shakesperiana, en el que el malvado marcha sin castigo por que quien realmente se lo merece son los hipócritas que quieren jugar con el diablo, que quieren ser el diablo.
No fueron sin embargo las únicas películas japonesas destacables. Dos de los anime exhibieron también esta vocación de desbordamiento narrativo y genérico, aunque su orientación para públicos adolescentes no les permitía alcanzar las cimas de delirio a las que ascendieron Sion Sono y Tetsuya Nakashima. La simple Los niños del mar (Children of the Sea/Kaiju no kodomo, Ayumu Watanabe, 2019) lanzó un confuso mensaje ecológico acompañado por un espléndido diseño de fondos marinos y criaturas acuáticas que no te cansarías de contemplar. Pero fue superada por la esperada El tiempo contigo (Weathering With You/Tenki no ko, Makoto Shinkai, 2019), del director de Your Name, El jardín de las palabras, Viaje a Agartha o 5 centímetros por segundo. En ella, Makoto Shinkai recupera el tono de Your Name mezclando humor, romance y género fantástico en la historia de una chica que puede controlar el tiempo atmosférico y del chico que la ama. Con mayor discreción que los directores antes comentados, Shinkai también toca temas ecológicos como sociales (el paro juvenil, la precariedad laboral, la prostitución). Si bien el diseño de producción de las nubes, la lluvia, los rayos de sol o las inundaciones es espectacular, el retrato de los callejones de Tokio dónde el protagonista malvive sin techo, los barrios iluminados por neones, el skyline de la ciudad, bares, garitos y oficinas de limitado presupuesto son de un realismo asombroso. Menos confusa que Your Name, también es menos empalagosa que otras obras del director y más rica en la conexión entre trama y desarrollo visual.
No deja de sorprender que otra obra que mezcla comedia, romance, yakuzas, samurais, fantasmas y exorcismos, frente a todas ellas, parezca una película clásica. Dancing Mary (Sabu, 2019) es una deliciosa obra de un director que disfruta su trabajo y contagia alegría y brío con un montaje ágil. Historia de un white collar (que podría ser compañero del personaje de It Comes) cuyos superiores le obligan a asumir la intervención en una obra bloqueada por fantasmas y que se verá forzado a buscar soluciones en el más allá, Dancing Mary desarrolla la comedia con estilo y gag muy divertidos para saltar posteriormente de género manteniendo el interés. Cinta muy blanca comparada con las obras de Sono y Nakashima, limitada a la trama de acción, pero absolutamente satisfactoria en el resultado final.
Podríamos situar We’re Little Zombies (2019) en otro apartado, junto con las comedias. Sin embargo, más allá de su apariencia, esta insólita odisea infantil esta más cerca del cine perverso de Sono y Nakashima de lo que podría aparentar en principio. La cinta esta montada a ritmo de cortes de edición y con la estética (y la dinámica) del video juego bañando buena parte de sus imágenes. Cuatro niños pierden sus progenitores en tiempo simultáneo, en accidentes, suicidios o asesinatos y efectúan una fuga conjunta que culminará en la constitución de un grupo musical. Entre risa y risa Makoto Nagashisa revisa la frágil vida de los niños nipones, a caballo del menosprecio y el mimo excesivos. El concepto de familia tradicional ha dado paso a una relación coyuntural, nacida de la necesidad económica o de la obligación social, algo que apuntaba The Forest of Love y que It Comes remachaba. El resultado son hijos desubicados que se lanzan a propuestas extravagantes en la adolescencia, como Sion Sono denuncia con estridencias o en la propia infancia como vemos en We’re Little Zombies. A riesgo de quedarse en una anécdota simplona, Nagashisa consigue desarrollar la trama y los personajes, a la par que utiliza hábilmente la estética televisiva y la del teen pop musical. Lejos de estancarse, desarrolla la crisis del grupo, el análisis de las propias vidas y, en un final sorprendente e hilarante (que nadie marche al empezar los supuestos títulos de crédito finales), recurre al desarrollo de los videojuegos para rematar la cinta de modo tan sorprendente como coherente.
El noir asiático
Más allá de las citadas originalidades, hay dos cintas que merece la pena comentar.
Por una parte, la enésima variación del thriller policial coreano. En The Gangster, the Cop, the Devil un policía se alía con un capo mafioso para capturar a un escurridizo psychokiller. La película sigue los esquemas de numerosas cintas vistas en ediciones anteriores: el policía chulesco pero extremadamente profesional (el criminal debe capturarse vivo para ser juzgado), el capo asesino pero provisto de encanto (interpretado por un actor en ascenso, popularizado en Tren a Busan y rico en mamporros) y un criminal despiadado en una historia violenta como esperan los fan del género. Pero, más allá de la sensación de déjà vu, Wong-Tae Lee consigue una obra dinámica, que integra sin confusión los giros narrativos y adereza la trama con el humor que enriquece y demuestra que este subgénero sigue vivo.
Con objetivos muy distintos y muy buenos resultados la esperada The Wild Goose Lake entusiasmó y decepcionó a partes iguales. Llegaba con la reputación adquirida por la ovación que Tarantino le dedicara en Cannes y por ello parecía que iba a ser una obra asimilable a la del autor de Kill Bill. Sorprendentemente los referentes son más bien figuras clave del cine negro como John Huston, Jules Dassin o Jean Pierre Melville, con un protagonista que parece condenado de antemano. Trabajada mayormente en escenarios nocturnos, con luces de neón y una coloración amarillenta, The Wild Goose Lake (Nan Fang Che Zhan De Ju Hui, 2019) es una crónica negra en la que Yi’nan Diao (autor de Black Coal) sigue tanto la prolongada fuga del protagonista como la estrategia policial para capturarle. Si bien los primeros quince minutos, en los que se narra la pelea entre bandas con decapitación incluida, parecen prometer una progresión de la violencia extrema, el cierre del flashback da pie al seguimiento de la caza del delincuente en una suerte de juego del gato y el ratón en el que intervienen la policía, el fugitivo y miembros de las dos bandas, traidores incluidos. La película de Yi’nan resulta apasionante no sólo por la capacidad de mantener la tensión en todo el metraje pese a las limitadas secuencias de tiroteos sino por la excepcional capacidad de retratar fielmente barrios pobres, ambiente lumpen, talleres ilegales y redes de prostitución. Tanto la secuencia del mercadillo, con la persecución entre las motos y los tenderetes, con el grupo de baile en línea al ritmo de Boney M, como la última fuga en los oscuros callejones y sus no menos oscuros negocios, tiene una intensidad por su realismo de la que carece el grueso de películas de acción chinas que llegan a nuestras pantallas.