«¡Vete al Oeste, joven escritor!»
«You ain’t heard nothin’ yet folks! Listen to this» fue, en boca de Al Jolson, el aviso de lo que estaba por llegar. La première de El cantor de Jazz (The Jazz Singer, 1927, Alan Crosland), el 6 de octubre de ese año, marcó el fin de una era. Ese mismo mes, la Fox, convencida de que el futuro ya había llegado, lanzaba el primer noticiario cinematográfico sonoro. Los tiempos definitivamente habían cambiado. «Diez años después de la llegada del sonido, el cine —escribe John Baxter— había progresado, a pesar de la demora y de ciertos problemas, hacia una posición incuestionable como la mayor de las artes populares» [1].
A comienzos de la década de los años treinta existía entre los magnates de Hollywood la idea de que el sonido cambiaría radicalmente el cine. Sin embargo, como ha expuesto Bordwell [2], los cambios tecnológicos introducidos en dicho contexto dentro de la industria solo exigieron una serie de reajustes en el estilo cinematográfico existente: la duración media del plano se alargó para dar cabida a los diálogos [3], lo cual redujo (sólo inicialmente) la importancia del montaje, y generalizó, por ejemplo, el rodaje multicámaras, algo relativamente inusual durante el período mudo salvo en grandes filmes épicos como La caravana de Oregón (The Covered Wagon,1922, James Cruze) o Ben Hur (1926, Fred Niblo). Seguramente por ello, «el período de transición duró, comparativamente, un breve espacio de tiempo -un par de años en apariencia-, pero que fue suficiente para alterar el perfecto funcionamiento de la industria. Los daños fueron cuantiosos; estrellas, directores y escritores de intertítulos fueron los más perjudicados» [4]. Son paradigmáticos, al respecto, los casos de intérpretes como John Gilbert, Ramón Novarro, Alla Nazimova, ZaSu Pitts, Richard Barthlemess, Janet Gaynor, Charles Farrell o Pola Negri, entre otros, así como el languidecer de las carreras de directores tan sólidamente instalados en la industria y de la reputación de D.W. Griffith, Erich von Stroheim, Rex Ingram, Marshall Neilan o el propio Niblo. Los primeros cambios resultaban evidentes: se necesitarían nuevos rostros delante de las cámaras y también nuevos directores, que, al principio, comenzarían trabajando en la industria como directores de diálogos o directores asociados (como George Cukor, John Cromwell, Mitchell Leisen o William Keighley, por mencionar unos pocos). Para ello, desde Sunset Boulevard se recurrió a un viejo filón: los escenarios de Broadway. No en vano las décadas de los años 20 y los 30 fueron la época dorada del teatro neoyorkino. Una gigantesca nómina de profesionales de la escena fue contratada entonces por los grandes estudios, muchos otros hicieron las maletas buscando fama y dinero en la soleada California.
Sin embargo, la mayor revolución puesta en marcha por la llegada del sonido se produjo en el tercer gremio de damnificados señalado anteriormente por Brownlow. Hasta entonces, «La profesión -como escribe Pat McGilligan- estaba fragmentada en especialidades (…) Había subespecies constituidas por escritores de gags, de guiones, de adaptaciones, de títulos, de supervisiones, de sinopsis de guiones y cosas similares»[5]. Durante la época muda, muchos de los guiones no eran más que una serie de escenas reunidas, con mayor o menor grado de continuidad, que dejaban enormes lagunas dramáticas entre ellas, lo que daba pie a considerables dosis de improvisación por parte de actores y directores. Ahora, el sonido y los diálogos parecían hacer necesario cambiar esta situación, a pesar de lo cual la especialización aún sobreviviría durante los primeros años de la década, y así siguieron existiendo gagmen, argumentistas, dialoguistas, etc.
Tomando la brillante descripción del medio realizada por Dardis [6], resulta fácil apreciar como, durante los 30 y los 40, el status de los guionistas, «un sector del cine al que el Hollywood de los años 30 ofrecía pocas oportunidades» [7], no podía resistir comparación respecto a otras profesiones dentro de la industria. En Hollywood: The Movie Colony, The Movie Makers [8], uno de los estudios pioneros sobre la industria cinematográfica norteamericana, podemos ver como en 1938 sólo diecisiete guionistas alcanzaban unas ganancias anuales de 75.000 dólares en adelante, frente a los cincuenta y cuatro productores y ejecutivos, cuarenta y cinco directores (a los que habría que añadir cuatro directores más, especializados en musicales) y ocho actores en hacerlo. Económicamente no había parangón posible, pero ¿y en lo que respectaba al prestigio? «Si uno era un Robert Riskin, un Dudley Nichols, un Nunnally Johnson, o, finalmente, un Ben Hetch, se te concedía un ostentoso prestigio social e intelectual junto a un salario proporcional al mismo. Pero, por debajo de estas distinguidas alturas de enorme éxito, la mayoría del resto de los guionistas eran vistos despectivamente como escritorzuelos de muy diversas condiciones» [9]. Una afirmación sorprendente teniendo en cuenta que, durante esa corta transición entre el mudo y el sonoro, uno de los criterios de selección, si no el criterio, utilizado por los estudios para reclutar nuevos guionistas fue precisamente el del prestigio. Hollywood recibió con los brazos bien abiertos a novelistas del día (W. R. Burnett, Niven Busch, James M. Cain) y escritores reputados por la crítica más exigente (Francis Scott Fitzgerald, William Faulkner, Nathanael West, Aldous Huxley, John O’Hara), autores dramáticos avalados por su éxito en Broadway (Maxwell Anderson, Lilian Hellman, Robert Sherwood, Clifford Odets, Albert Hackett y Frances Goodrich, Norman Krasna), e incluso periodistas (los citados Nichols, Johnson y Hecht, pero también Mark Hellinger, Charles MacArthur, los hermanos Herman J. y Joseph L. Mankiewicz, Frank Nugent) e intelectuales (Riskin, Donald Ogden Stewart, Samson Raphaelson, Phillip Dunne, Sydney Buchman, Casey Robinson, John Lee Mahin, S. N. Behrman).
Algo muy diferente es el trato que éstos recibieron allí. Y las condiciones de trabajo tampoco eran muy halagüeñas. A menudo varios guionistas, sin ser conscientes de ello, trabajaban paralelamente en diferentes versiones de un mismo guión, rescribían el material de otros o simplemente actuaban como asesores. «A los novelistas se les excluía de la adaptación de sus propias obras. A los guionistas se les desterraba de los platós en el rodaje de las películas que habían escrito (…) Las asignaciones de géneros impersonales o estereotipados se repartían como una forma de castigo. (…) Los créditos se negaban por resentimiento, celos o segundas intenciones estrafalarias y se otorgaban sumariamente a la familia política o a las amantes. Era un requisito indispensable cumplir un horario de trabajo maratoniano» [10]. De hecho, no solo era absolutamente infrecuente el que el guionista de una película colaborase estrechamente con el realizador encargado de dirigirla, sino que en la mayoría de los casos ambos no llegaban ni siquiera a conocerse en persona.
En 1933, en contra de esta situación tan precaria, surgió el Sindicato de Guionistas (Screen Writers Guild), presidido en su origen por John Howard Lawson, futuro miembro destacado de «Los Diez de Hollywood». A través de él, los guionistas pretendían no solo mejorar sus condiciones generales de trabajo, sino, sobre todo, conseguir el control del sistema de acreditaciones y una gestión de sus derechos como autores, así como alcanzar un mayor reconocimiento por su labor dentro de la industria. En plenos años 30, década en la que la sociedad norteamericana sufrió algunos de los cambios en su estructura e instituciones más drásticos y acelerados del pasado siglo, esta lucha no encontró un momento histórico propicio. Ese fue solo el inicio de un conflicto que continuó a través de los 40 —con las huelgas de 1945 y 1946, y, sobre todo, con el ataque que supuso contra el Sindicato la intervención del Comité de Actividades Antiamericanas (H.U.A.C.) en Hollywood [11]— y los 50 —con la fusión del Sindicato de Guionistas y el Sindicato de Escritores de América (que incluía escritores de radio y televisión) en 1954— hasta nuestros días.
[1] Baxter, John: Hollywood in the Thirties, London/New York, Zwemmer & Barnes, 1968, p. 8.
[2] En Bordwell, David, Staiger, Janet y Thompson, Kristin: El cine clásico de Hollywood: estilo cinematográfico y modo de producción hasta 1960, Barcelona, Paidos, 1997.
[3] Se pasó de una duración media de cinco o seis segundos entre los años 1917 y 1927, a otra de once segundos para el período 1928-1934 (ver Bordwell et al., Op. cit., pp. 331-335).
[4] Brownlow, Kevin: The Parade’s Gone By…, Abacus, Londres, 1973, p. 661.
[5] McGilligan, Pat: Backstory: conversaciones con guionistas de la edad de oro, Plot, Madrid, 1993, p. 9.
[6] Dardis, Tom: Some Time in the Sun, Limelight Editions, New York, 1988 (Ver, sobre todo, el Cap. II de la Introducción).
[7] Baxter, J.: Op. cit., p. 130.
[8] Rosten, Leo: Hollywood: The Movie Colony, The Movie Makers, New York, Harcourt, Brace and Company, 1941.
[9] Dardis, T.: Op. Cit., pp. 8-9.
[10] McGilligan, P.: Op. cit., p. 13.
[11] Al que el gremio de escritores trató de responder un año más tarde, en 1948, al demandar judicialmente por inconstitucionalidad al grupo de productores que había suscrito el acuerdo de suspender de empleo y sueldo a «los Diez de Hollywood» y de no contratar a comunistas, simpatizantes del partido o miembros de otros grupos subversivos para continuar trabajando en los estudios.
muy cierto como la codicia hacia lo nuevo´