San Agustín

Confesiones de San Agustín, mística sufí y Oliver Laxe

Lo que más quería cuando era pequeña era tener un hermano. A. llegó cuando yo tenía nueve años. No es mucha diferencia, pero ese saltó bastó para que nuestras infancias fueran habitadas de forma diferente. La mía transcurría entre abuelas devotas, colegio de monjas y visitas al cementerio semanales para saludar afectuosamente a familiares que nunca conocí. La suya, en cambio, ya no. Y sin embargo, fue A. quién años más tarde me hizo entender el valor de la teología, de la mística y de la interioridad. Fue él también quien me arrastró por el Atlas en un coche destartalado al que le faltaba algún asiento. 

Por todo eso, antes, durante y después de ver Sirât de Oliver Laxe lo tuve presente y por eso quizás también, cuando pensaba en la película en los días siguientes, lo que me venía a la cabeza era la conexión con el pensamiento sufí, el Corán y con las Confesiones de San Agustín. Acabo de darme cuenta de que los tres compartimos iniciales y me gusta pensar que con eso, una marca un poco más profunda: el desierto grabado en nuestra manera de estar en el mundo. 

Las Confesiones de San Agustín, escritas a modo de plegaria, narran la infancia, adolescencia, el hedonismo, las dudas y dramática conversión de uno de los pensadores más intensos de la tradición cristiana. A primera vista, parecen una curiosa autobiografía, pero pronto revelan una radical exploración del ser. Una búsqueda atravesada por crisis personales y un desasosiego interior que no se resuelve, pero se encarna y vuelve lenguaje.

Y eso es también Sirât, una película sin moraleja que no busca iluminar, sino disolver el yo. Un relato que se vacía para que entre el viento, el polvo, el ritmo. Laxe filma cuerpos que caminan y se deshidratan. Luis, Esteban, los ravers, todos se acercan al borde de sí mismos y lo cruzan. El padre que busca a su hija perdida, no hace otra cosa que despojarse. Como Agustín, atraviesa el dolor y la arrogancia, hasta tocar, si acaso, algo parecido a la gracia.

La película apuesta por la atmósfera y la inmersión antes que por el argumento. Todo sucede como una experiencia sensorial y la confesión aquí se da con el cuerpo, no con la palabra. Planos cerrados sobre rostros sudorosos, manos que se extienden, piernas que ceden, posturas agotadas. Cada gesto late ante nuestros ojos. Las modificaciones corporales, los tatuajes, las prótesis, están integradas sin explicarse. No son ornamentos ni transgresión, son autoinscripción en el margen, una estética de la pertenencia que no conoce la vergüenza.   

El desierto en Confesiones es alma errante. En la tradición cristiana y en la islámica, es un lugar de prueba. No se va al desierto para encontrarse, se va para perderse. El viaje no salva, pero permite mirar adentro. Ahí dialoga también con el sufismo, donde no hay dogma, sino camino; y caminar, cuando el cuerpo se agota, es ya una forma de oración.

No puedo evitar volver a los cuerpos de Sirât. Hay una escena en concreto que asocio con Confesiones: «Nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Es ese momento en que los cuerpos de Luis y los ravers descansan juntos, sin distancia, calor, roce, manos entrelazadas y respiración compartida. Hay comunión física, una familia nueva que sostiene.   

Agustín escribe sobre la música con una mezcla de gratitud y recelo. Le conmueve profundamente, pero también teme que el goce estético del sonido lo aparte del centro y lo atrape en un placer terrenal. Parece menor, pero he aquí toda una teología del deseo: ¿que lugar ocupa el goce en la búsqueda de lo eterno?. 

En Sirât no hay dilema, la música retumba en el pecho, el beat es plegaria y abandono. El baile colectivo no es espectáculo, es exorcismo. El baile es un ritual, no es sensual, ni performativo. Un acto de desindividualización. Al contrario que en Confesiones, es en la rave donde lo místico y lo físico se funden. Laxe se aproxima así a la idea sufí de que cada gesto —caminar, mirar, sudar, respirar, bailar— puede volverse oración si se hace con plena conciencia. 

De nuevo los cuerpos, espasmódicos, repetitivos, angulares y filmados además desde abajo, con la cámara girando, porque Laxe no quiere que observemos sino que entremos en la danza. Que nuestro cuerpo tiemble también y que nos duela.  

Porque en Sirât el dolor no se esconde. Las heridas están ahí, abiertas. Sí, hay crueldad y violencia que no se explica y nos rompe. Pero eso ya lo sabíamos: que las cosas ocurren y se rompen sin motivo. Y lo importante es qué hacemos después. El sufrimiento es tránsito. «Tú estabas dentro de mí, más interior que mi intimidad y más alto que mi cima» escribe Agustín. El retorno no es huida. Es descenso. 

Pienso en A. bailando con los ojos cerrados. Pienso en mi madre bailando mientras cocina sin saberlo. En cuando era niña y bailaba sobre los pies de mi padrino. En cómo sigo bailando ahora. «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse…» resuena de nuevo. En Sirât nadie descansa, pero todos caminan. Todos bailan. 

Tal vez sea esa la revelación: que el cuerpo que tropieza, que suda, que tiembla también es un lugar sagrado. Que el polvo no ensucia, purifica. Que la herida es el camino. Y que la gracia, si llega, no lo hace en forma de respuesta, sino de beat compartido.