Cinefilias
La cuarta y última línea temática que proponemos en esta cobertura sobre lo más interesante visto en la última edición de la SEMINCI puede parecer un poco cajón desastre. En realidad la cinefilia ya es connatural a cualquier obra cinematográfica por el hecho de existir. Sin embargo, hay casos singulares que apelan directamente a hitos del medio a través de referencias, temas o modos narrativos, o bien se adentran en sus resortes y los recrean o deconstruyen, todo lo cual supone una especial celebración del séptimo arte. De hecho, alguno de los títulos aquí glosados recurría explícitamente a la cinefilia como antídoto y refugio ante los problemas más acuciantes de la sociedad contemporánea.
Es el caso, de manera absolutamente evidente, de La noche está marchándose ya, dirigida por Ezequiel Salinas y Ramiro Sonzini. El segundo fue cofundador de la revista La vida útil, tomando prestado el título de la ya mítica película de Federico Veiroj, una referencia absoluta de la cinefilia latinoamericana, una declaración de amor al séptimo arte y cuya influencia es palpable en este film, empezando por el uso del blanco y negro. La acción se sitúa en el Cine Club Hugo del Carril, de manera tan obsesiva que incluso podría resultar claustrofóbica de no ser por el desahogo visual que suponen las propias películas que se proyectan dentro de la ficción, como si otorgasen al espacio escénico otra dimensión (igual que el cine nos regala a nosotros, los espectadores, el acceso a otra dimensión artística y vital). Los problemas financieros de la institución hacen que uno de los proyeccionistas sea despedido, pero le ofrecen la posibilidad de asumir el puesto de guarda de noche en el inmueble. El film se convierte así en una experiencia nocturna que se resiste al extrañamiento a pesar de su monocromatismo granulado y brumoso, cuyas formas dialogan con ese cine clásico que se proyecta en la sala, y las criaturas que hacen acto de presencia en el lugar se mantienen totalmente cercanas, cotidianas y reconocibles. Son los náufragos de una situación económica y social en permanente deterioro, y así el film ofrece el cine como un espacio de resistencia, quizás un poco ilusorio, un poco ficcionalizado. En realidad, también constata la derrota del medio, y nada me parece más demostrativo que el hecho de que una amiga del protagonista utilice la platea para sus exitosos vídeos porno. Con sus altibajos, es difícil no empatizar con una obra en la que proliferan los gestos humanos y visuales hermosos, como esos fundidos encadenados que aprovechan la negrura de la imagen para dar una sensación de ubicuidad a su protagonista.
El otro gran canto de amor al cine visto estos días en la SEMINCI era Resurrection, la última y monumental obra de Bi Gan, quien sigue mostrándose progresivamente más ambicioso sin perder sus constantes vitales, sin renunciar a una obra exigente con el espectador. En su tercer largo propone una distopía donde el cine oficia de elemento disruptivo y de resistencia, la excusa para realizar un homenaje al arte por antonomasia del siglo XX que glosa algunos hitos de su historia y cuya evolución va conformando el arco temporal de su narración. La construcción argumental es bastante densa y poco invitadora, pero la función mejora según se suceden los episodios y de hecho en los dos últimos, excelentes, consiguen concitar una emoción que se encuentra más escondida en otros segmentos, romper la barrera distanciadora de una propuesta que tiene mucho de artefacto. Es una obra muy irregular y abigarrada, con momentos verdaderamente deslumbrantes de puesta en escena y que, por supuesto, Bi remata con uno de sus hercúleos planos-secuencia.
La cinefilia se encuentra más implícita en el caso de La vida luminosa. Como ya hicieran en el pasado directores como François Truffaut, Tsai Ming-liang o Richard Linklater, João Rosas se halla en pleno proceso de retratar a un actor/personaje a lo largo de los años. Es un gesto que exacerba la mímica entre el cine y la vida, creando un universo reconocible, familiar y acogedor que lo es todavía más dado el cálido registro que utiliza el director portugués. Su trilogía de cortometrajes que ya glosáramos en Miradas de Cine y que seguía a través de los años los pasos de Nicolau, siempre encarnado por Francisco Melo, ha tenido continuidad en este primer largo de ficción de Rosas. En aquel tercer corto había dejado a su Antoine Doinel particular despistado y dudoso respecto a sus estudios, decidiendo en función de las chicas que le interesaban en cada momento. Y en este reencuentro reconocemos perfectamente al personaje. Es cierto que no siguió a su novia en su retiro espiritual, pero se ha quedado colgado de ella, empantanado entre trabajos efímeros y un grupo musical que nunca se decide a grabar o actuar en directo. Pero es difícil que esa situación se perpetúe considerando la cantidad de estímulos que Rosas le pone por delante, aunque sea un personaje al que le cuesta horrores tomar la iniciativa. Porque esta vida luminosa es una celebración de los pequeños (o grandes) placeres de la existencia, de las armonías, de los encuentros, del deseo, por mucho que el trasfondo social sea de precariedad. Y así es su trabajo visual, ligero y luminoso, una seducción para los ojos y un bálsamo para el alma.
El fin de partida de esta SEMINCI lo damos con esta celebración del acto de representación que supone Pin de fartie, de la capacidad del cine para crear ficciones, personajes y situaciones, para ser libre, para mutar transformándose en algo diferente aunque diga siempre lo mismo. Aunando el gusto literario de un Matías Piñeiro con el humor y espíritu juguetón propios de El Pampero, productora a la que pertenece, Alejo Moguillanski propone un juego intertextual y metanarrativo con la obra de Samuel Beckett Fin de Partie, multiplicando el simulacro y el efecto espejo hasta el paroxismo. La relación entre dos personajes dependientes, fenecida aunque ninguno de ellos sea capaz de admitirlo, se muta en la película en varias relaciones de interdependencia donde siempre es clave el efecto interpretativo o el nivel de ficción en el que se sitúan los personajes o los actores, en realidad ambos. En las escenas entre ese rey y su asistente que se suceden en Suiza todo suena a deliberadamente impostado y declamado, a un acto de visibilización del dispositivo interpretativo. En el caso de la pareja de actores que se reúnen en la habitación de un hotel para ensayar la obra, recurrentemente se plantea la duda, a nosotros y a ellos mismos, de si sus palabras son interpelaciones genuinas o parte de esos ensayos, confusiones alimentadas por el amor no confesado que se profesan entre ellos. También hay unos narradores que cantan, comentan e introducen los otros niveles narrativos sin dejar ellos mismos de entrar en el juego interpretativo de la pieza. En este arabesco tan lúdico hay sitio para multitud de referencias, entre las que me hicieron especial gracia la música de Milli Vanilli, símbolo del simulacro y postureo musical donde los haya, y la fugaz aparición de unos segundos de Silvia Prieto, el film de Martín Rejtman que acumula personajes homónimos. En definitiva, se trata de todo un acto de confianza en las posibilidades del medio, de devoción cinefílica, muy apropiado para el marco festivalero en el que se ha proyectado.








