Un simple accidente, de Jafar Panahi

Una historia iraní de culpa y perdón

La pasada edición del Festival de Cannes reconoció con su máximo galardón, la preciada Palma de oro, a la última película del incombustible director iraní Jafar Panahi. Es posible que hubiese al menos un par de películas que podían haber corrido la misma suerte. Pero no deja de ser menos cierto que el premio al cineasta persa siempre comprende una dosis extraordinaria de gratitud por las condiciones tan adversas que viene enfrentando desde hace varios años. De hecho, su posicionamiento profundamente crítico con las políticas represoras del régimen islámico le han valido la cárcel en varias ocasiones, y en esta ocasión realizó la película sin permiso oficial de rodaje por parte de las autoridades iraníes, con el consiguiente riesgo adicional que supone.

Atendiendo a la sólida trayectoria que a estas alturas atesora, podríamos establecer como punto de partida artístico una preocupación profunda por la violencia y la represión que asola a una mayoría de la sociedad de su país desde los tiempos convulsos de la revolución islámica del Ayatolà Jomeini. Desde luego, el contexto y las razones que llevaron a esta revolución popular contra las corruptelas imperialistas del Sha son complejos y en gran medida justificados. Pero no es menos cierto que la deriva autoritaria con la disidencia, y muy específicamente desoladora con las mujeres, ha generado un malestar profundo en amplios sectores de la sociedad iraní.

Además, en este escenario opresivo, las vías de expresión del dolor y el abuso siempre se muestran en ocultos subterfugios. Así fue en la que probablemente sea su obra más reconocida, El círculo, donde la estampa desnuda de la fachada de una casa mientras unos gritos aterrados invadían nuestros oídos, se erigía ante la audiencia como el símbolo inequívoco de la ocultación del maltrato que sufría una mujer dentro del edificio a manos de su marido; o en esa resolución final de su película más gamberra y tramposa Taxi Teherán, cuando unos agentes del régimen entraban en el coche que el propio director había estado conduciendo durante todo el metraje para secuestrar la tarjeta de memoria de la cámara con la que había filmado el grueso de la película, sacando a la palestra con su presencia el definitivo peligro de un totalitarismo que había estado acechando a Panahi desde los primeros compases de sus viajes frenéticos por la ciudad.

En Un simple accidente podemos considerar que Panahi pone el foco principal de su cámara en la cotidianidad de esa violencia que se va extendiendo desde las instancias subterráneas del poder hasta la plasmación verosímil en la vida de sus personajes destrozados por las cruentas situaciones vividas. De alguna manera, las manifestaciones visibles son pura representación, que la cámara escrutadora del cineasta va empujando hasta la superficie. En consecuencia, sus personajes nos resultan equívocos, las primeras impresiones no se corresponden con las realidades auténticas que los contemplan. Y complementariamente, el punto de vista narrativo va a ir mutando hacia diferentes principios existenciales. Como punto de partida, el film arranca con un plano fijo y cercano del interior de un coche en la ncohe conducido por un hombre con indumentaria tradicional, acompañado de su mujer embarazada vestida con hijab que ocupa el asiento del copiloto. Mientras conversan intrascendentemente, surge de la oscuridad del asiento trasero una niña, la hija de ambos, que no parecía estar allí durante los esos primeros compases. Y súbitamente, el coche atropella a un animal dejándolo malherido. La niña impresionada protesta. Su madre la tranquiliza justificando la desventura por el deambular sin control del perro callejero. El ambiente se enturbia, hasta que el coche no es capaz de arrancar, varado en una inmensa oscuridad con las evanescentes luces de neón de la urbe al fondo, y tienen que recurrir al garaje de reparación más cercano. Allí, bajo la nada sospechosa apariencia de un modesto mecánico, aparecerá el primer eslabón de una futurible cadena de venganza que va a poner en juego a un grupo de personas perdidas, dañadas por la humillación y la tortura que sufrieron por parte del carcelero al que apodaban el Cojo. Otra incógnita se desvela así, el padre ejemplar es un desalmado esbirro al servicio del régimen. Y el amargado trabajador tullido y dolorido de por vida, la primera de sus víctimas en salir a escena, lo secuestra a la mañana siguiente con el propósito de enterrarlo vivo.

Sin embargo, en el último momento, después de que el supuesto torturador haya negado su condición de victimario incontables veces, a la víctima le asalta duda. Para corroborar su identidad, inicia un recorrido por toda la ciudad buscando a más personas que fueron detenidas y aleccionadas por oponerse al régimen, para que confirmen sus sospechas, para que le ayuden a dirimir la incógnita. Y de nuevo, la violencia atroz y sus dramáticas consecuencias no son apreciables en una primera impresión, ocultas detrás de las puertas y las ventanas cerradas de las casas, de los centros institucionales de internamiento, bajo la tierra que transitan, en el silencio y los gestos impostados de una comunidad reprimida; Una pareja que está a punto de casarse, la fotógrafa que han contratado para que los retrate y un familiar suyo también fueron torturadas por el mismo hombre que pocas secuencias antes parecía estar a punto de quebrarse por haber atropellado a un perro. En el plano general superficial en el que los presenta Panahi, parecen personas sin aparentes traumas ni heridas abiertas; su integración dentro del flujo opaco de la cotidianidad desvela la implacable realidad, cualquiera de las personas que colaboran como extras en la película caminando por las calles de Teherán podrían haber sufrido las mismas agresiones y vejaciones.

Es decir, Panahi aprehende en su trama un dolor trágicamente colectivo, compartido en la desesperación, en el que las cicatrices ulceradas, las molestias crónicas, los traumas psicológicos y la amargura causada por el tiempo perdido, se sobrellevan en silencio y en soledad, se cargan sobre la espalda como una losa pesada que incrementa la desolación. Cuando la vida parece comenzar a recomponerse, como en el caso de los novios que preparan su inminente boda, o de la profesional que ha conseguido comenzar desde cero, el pasado regresa para recordarles que después de la agresión no cabe el olvido, la superación ni la felicidad. Pero su posicionamiento analítico, lejos de la visceralidad incontenible de otras fórmulas, en su cercanía humanista y desmitificadora, se despliega en una serie de situaciones tragicómicas que, hilvanadas a través de las palabras certeras, se alzan una vez más como una reflexión inquietante sobre las estructuras y las ramificaciones del poder agresor institucionalizado de su país. Y al mismo tiempo, nos descubren toda la bondad y la generosidad que aun en el peor de los destinos es capaz de conservar un ser humano.

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