La esperada segunda película de Ari Aster es otro monumento al cine de terror, en una vertiente más psicológica que la de su primer trabajo Hereditary, aunque no exento de selectas truculencias. Tras una muy sugerente introducción (cerrada con una brillante elipsis) que a la luz de los acontecimientos posteriores puede parecer algo gratuita pero que obviamente resultará no serlo, los protagonistas llegan a una extraña comunidad, parecida a la secta de The Sacrament (Ti West, 2013), pero como más suecos y más monos, todos vestiditos de blanco, como si estuviesen en la comunión de la nieta de Florentino, y donde las cosas, como no, y por fortuna para el espectador, no son lo que parecen. El director sigue jugando las tres bazas que tan bien le resultaron en su anterior trabajo y que son el suspense, el efectismo (en momentos muy puntuales) y el virtuoso aparato visual sobre el que sustenta los anteriores, y más allá de los juegos con el foco y el encuadre, la profundidad de campo y su pictórica fotografía, destaca con su poderosa forma de mostrar las secuencias oníricas, algo que ya existía en Hereditary y que en esta ocasión se complementa con los viajes lisérgicos de los protagonistas.
La película contiene secuencias difíciles de olvidar, entre ellas una cita casi directa a La lotería de Shirley Jackson (relato canónico del género donde los haya), una de las escenas de sexo más indescriptibles (bailando en la delgada línea que separa lo tenebroso de lo ridículo) que recuerdo en mucho tiempo, algún que otro sacrificio y un desenlace con muchos puntos en común con Hereditary. Un brillante ejercicio de estilo de los que dejan huella.