Del vacío infinito y la búsqueda de la verdad
Man was created by Nature in order to explore it. As he approaches Truth he is fated to Knowledge. All the rest is bullshit
Solaris (Íd., Andrei Tarkovsky, 1971)
High Life es de esos films que no pueden resumirse en dos párrafos. Ni tan siquiera en veinte. Es una propuesta tan profunda, sugestiva y mind blowing, que su análisis me lleva, directamente, a pensar en su cierre: esa puerta a la brillante luz, amarillo-oro, que se abre ante sus dos solitarios protagonistas.
Una luz que nos saca del vacío que se ha ido creando en nuestro interior a medida que avanza el film, y que responde a esa triste visión del futuro del ser humano que Claire Denis conforma en su primer film de ciencia ficción. Una luz arrolladora, casi cruel… según como interpretemos su irrupción. Porque aunque es seguro que representa la puerta al conocimiento, a la verdad… también lo es al más allá. Signifique lo que signifique eso.
Destino y evolución vs. muerte y conocimiento. Esta es la doble lectura de High Life.
Destino y evolución: vínculos
Agujeros negros. Nuevos mundos y dimensiones. Energía infinita. Amor ilimitado.
See, I love you. But love is a feeling we can experience but never explain. One can explain the concept. You love that which you can lose: Yourself, a woman, a homeland. Until today, love was simply unattainable to mankind, to the earth. Maybe we are here to experience people as a reason for love
Solaris (Íd., Andrei Tarkovsky, 1971)
So listen to me when I say that love isn’t something that we invented. It’s… observable, powerful. It has to mean something. (…) We love people who have died. Where’s the social utility in that? (…)Maybe it means something more – something we can’t yet understand. Maybe it’s some evidence, some artefact of a higher dimension that we can’t consciously perceive. I’m drawn across the universe to someone I haven’t seen in a decade, who I know is probably dead. Love is the one thing we’re capable of perceiving that transcends dimensions of time and space. Maybe we should trust that, even if we can’t understand it.
Interestelar (Interstellar, Christopher Nolan, 2014)
Famoso se hizo el monólogo de Interestelar sobre el amor. Visto en perspectiva (y siendo anterior), el de Solaris ya avanzaba la relevancia de ese misterioso sentimiento (o dimensión) que nos une entre nosotros. Pero Denis, sin palabras o, mejor dicho, con una enternecedora nana como único apoyo a sus imágenes, (de)muestra en los primeros minutos de High Life la relevancia de esa necesidad de protección infinita que requiere el ser humano, y que incondicionalmente es capaz de entregar cuando el vínculo creado es tan fuerte como el de padre-hijo. Y lo hace mostrando el día a día, en el universo más profundo, de un entregado padre a un bebé que vigila incluso desde el negro abismo en el que se traslada, sin rumbo, la nave en la que viajan.
Es este largo pasaje el que consigue atraparnos incondicionalmente, más cuando se nos da a conocer la condición del protagonista: un preso que, junto a todo un grupo, canjeó su condena por formar parte de un experimento gubernamental que, no obstante, fue mucho más allá de la información concedida (encontrar agujeros negros y conseguir su útil energía). De ahí la existencia de Willow, la niña.
Sexo. Semen. Óvulos. Reproducción. Vida. Perpetuidad. Supervivencia.
Fuera del mundo conocido.
Fuera de un pasado del que escapar, y olvidar.
High Life gira, entre otras muchas, en torno a esta idea: la necesidad irracional de procrear, de sentirse creadores. Monte, el otro único superviviente del experimento, el padre de Willow, intenta mantener el control dentro de la nave no permitiendo dar rienda suelta a sus deseos y, no obstante… es el primero que cederá ante la autoimpuesta responsabilidad que es cuidar de un bebé.
El amor es más fuerte que el deseo. El amor es la trampa que nos empuja a sobrevivir. A continuar con la especie.
Denis destila en High Life los primitivos sentimientos de nuestra especie, y muestra cómo ésta conseguirá evolucionar si se aferra a sus convicciones (a través de los silencios de Monte), y no a sus impulsos (a través de los actos de sus compañeros). De ahí que nos lleve a situaciones tan perturbadoras como sentirse en la piel de la doctora en la sala de masturbación (representación física de gran impacto visual que concentra en escasos minutos la esencia de un ser humano despojado tanto de autolimitaciones morales y sociales como de, tristemente, ilusiones para seguir adelante) o que (en una suculenta comparativa entre maldad y religión/mitología) esa misma doctora, con un pasado más que oscuro, sea comparada con Morgana.
Brujería, y religión. Sinónimo de esperanza infundada.
“—¿Qué haces? —Rezar”, dice Willow a su incrédulo padre, que no obstante respetará la necesidad de su hija. Rezar ante una televisión que hace llegar a la nave imágenes random desde la tierra, recuerdos de un pasado ya inalcanzable que se transforman no en ilusión por volver, algún día, a la Tierra, sino en cruel tortura que les recuerda que no (volverán) a vivir, ni sentir, nada igual.
Una tortura que les obliga a seguir buscando. A huir hacia adelante. A descubrir nuevos hogares… y nuevas experiencias.
Pero avanzar nunca es fácil. La tentación de apoyarse en lo conocido, a veces, es demasiado poderosa.
“¿Tienes miedo?”, dice Monte a su hija cuando descubren, años después de vagar por el espacio, otra nave como la suya.
“No”, responde ella.
¿A qué puede tener miedo Willow? Una vida sin tabúes (palabra que aparece específicamente en el film), durante la que suponemos su padre le ha hablado de la Tierra, de los hombres, de una vida ya inalcanzable… pero nunca de inútiles normas sociales que ya no les pueden afectar.
Sin normas, sin tabúes, sin prejuicios. La sangre de regla de Willow que mancha sus pantalones mientras habla con su padre es el mejor símbolo de Denis a la hora de hacer evolucionar a una sociedad de dos. A la hora de demostrar las estúpidas normas que nos (auto)obligan a comportarnos de una forma concreta, en pro de un pudor, como en este ejemplo, que más bien responde actualmente a arrogante (e infundada, objetivamente hablando) superioridad masculina.
Un conjunto de humanos más que representativo (los apartados por la sociedad, sea cual sea su estatus). Unos largos y oscuros pasillos que les abocan a una soledad tan desoladora que acaba ofuscándoles. Y un hombre que es la gran esperanza… cuando encuentra en la responsabilidad, la ilusión de un nuevo comienzo.
Muerte y conocimiento: perros
Nos vamos al otro extremo.
Perros, sí. Así nos ve Denis en un futuro quizá no tan lejano. Perros sin rumbo, tan necesitados de cariño como capaces de sobrevivir en soledad. La analogía es tan descarada que la guionista y directora no duda en incluir una escena en la que Monte, tras años de vagar por el universo, se encuentra con una nave exactamente igual a la que le transporta, lanzada presuponemos la vez que la suya, en esa época experimental del hombre en busca de nuevos territorios, y verdades. La nave (un ortoedro que recuerda tanto a una cárcel como a un sarcófago) difiere de la que ya conocemos exclusivamente por su número de identificación: un 9. Monte y Willow viajan en la 7.
Cajas mortuorias numeradas y sin rumbo, con una misión ya olvidada, repletas de hombres convictos, o de perros sin dueño, identificados en sus ropajes con la misma simbología.
Hombres que son números. Números que son perros.
El hombre condenado a la (auto)destrucción, aun cuando sigue explorando, con la ilusión de dejar un legado, sus límites.
Y, tras esa infructuosa experiencia (”- ¿No has traído al cachorro? – Sabes que no es posible.”)… por fin, un agujero negro viable. Una salida. Un nuevo renacer.
Una luz cegadora. Amarilla, blanca. Que les invita a entrar.
O que les absorbe.
Seguramente (más si observamos el penúltimo plano, con Monte y Willow mirándose, sonrientes, ya sin casco protector…) Monte y Willow encuentran la muerte al final de su viaje, al introducirse en ese agujero negro (para el que, quizá autoengañándose para dar por terminada su aventura, deciden que tiene la densidad adecuada para que sea posible su exploración directa) al igual que la madre de la niña cuando quiso escapar del infierno de su prisión flotante.
Y qué.
Sus caras reflejan una felicidad hasta ahora no compartida con el espectador. Han llegado al final, o al inicio. Han encontrado la paz, y la verdad.
Con todo esto, y sea cual sea la lectura con la que queramos quedarnos, es bien cierto que Denis consigue con muy pocos recursos transmitir innumerables sensaciones, y reflexiones. Se agradecen controvertidas decisiones para simbolizar “el peso” que acarrea el ser humano para las futuras generaciones (la relevancia de la sangre como fin de la reproducción, como dolor y angustia, como vergüenza… o el semen y flujo vaginal como la principal línea conductora de la relación entre los convictos como compañeros, pero también como representación del supuesto “destino” del ser humano), y, por encima de todo, esa consciente omisión del pasado de sus protagonistas, únicamente pseudo-narrado para Monte, y exclusivamente para poder realizar la posterior analogía con el vínculo hombre-perro.
Minimalismo explotado visualmente de forma portentosa (esas recurrentes imágenes en las que se permite al espectador sentirse observador de algo lejano —planos en los que miramos a través de las ventanas de los cubículos contiguos— para luego incluirle de lleno en las extremas vivencias de los protagonistas – la cámara que sigue en primerísmo plano a Monte, o que muestra el sexo de la doctora mientras ésta disfruta de su privado momento de liberación); una música encumbrada por esa melancólica y extraña nana, Willow, interpretada por un Robert Pattinson que nos ha dejado sin habla con su interpretación; planos llenos de silencios y miradas que invitan no tanto a imaginar el futuro, sino a autoconocerse…
Por qué amamos. Por qué existimos. Qué anhelamos. Y qué haremos al respecto… que esté en nuestras manos.
Esto es High Life.
Texto publicado originalmente en la realidad no existe, Febrero de 2019