Ni siquiera los dioses están con los buenos
La segunda colaboración entre el director Robert Aldrich y el actor Burt Reynolds nació de la buena sintonía entre ambos y los buenos resultados económicos que tuvo Rompehuesos (The Longest Yards, 1974). Burt Reynolds buscaba con esta segunda colaboración una variación en sus registros interpretativos, dirigidos hacia una mayor profundidad y contención, registros en los que pocas veces más conseguiría tan notables resultados . Robert Aldrich vio con esta película la posibilidad de seguir siendo una mosca cojonera dentro del Sistema pero consciente, más que nunca, de «la naturaleza caprichosa que rige nuestros destinos» (Jaime Iglesias Gamboa, Robert Aldrich, 2009, Cátedra, p.378).
El protagonista, el teniente Phil Gaines (Burt Reynolds), es un desencantado policía que conoce los vericuetos corruptos de la policía, los entresijos por los que criminales y policías parecen mucha veces del mismo bando. Pero no los combate, como hacen, desde posturas antitéticas, Frank Serpico o Harry Callahan, en los mismos años en que se fraguó Destino fatal.
El carácter de Phil es el de alguien que, cansado y desencantado, quiere huir antes de que la hiel se apodere completamente de él. Huir significa no sólo hacerlo físicamente —lo quiere hacer y sueña con Europa como destino— pero sobre todo es una huida emocional, quiere abandonar el american way of life, huir de esa doble moral que permite que millonarios como Leo Sellers (Eddie Albert), estén relacionados con tráfico sexual, puede que con algún crimen a cuestas, pero a los que no se puede acusar, pues tienen suficiente dinero como para no ser molestados, como para estar al margen de la ley, mientras un hombre tan retrógrado como Marty Hollinger (Ben Johnson), es incapaz de creer que su hija ha trabajado en cintas pornográficas por decisión propia. Ante toda esa capa de ignorancia, de perversidad, de suciedad, a Phil solo le queda refugiarse en los brazos de la única mujer que lo comprende y lo ama, una prostituta, Nicole, encarnada por Catherine Deneuve, que ofrece ese aroma proveniente de Europa, esa diferenciación con el territorio americano. Por eso, Destino final es una película en donde el crimen, en donde la actividad de los policías, menos importancia tiene, menos visibilidad encuentra tras la puesta en escena de Robert Aldrich, quizá aquí más sobrio que nunca, con todas sus fuerzas en la narración de emociones nunca visibilizadas. Apenas hay acción, todo es pura contención. Hay más conversaciones en la cama que comparten Phil y Nicole que en la comisaría.
Pero dicha contención, que aleja esta película de cualquier film noir clásico y lo acerca a un polar francés, y se convierte en un caso singular dentro del cine policíaco de los 70, igualmente lejos de los policíacos filmados por Lumet o Siegel en estos años, no es impedimento para que Aldrich proyecte una ácida crítica sobre las más altas instancias de la policía y de la justicia. Marty, el padre, quien se ha embarcado en una búsqueda de las causas de la muerte de su hija, incapaz de creer, por esta vez la verdad, que se ha suicidado, inicia una bajada a los infiernos similar a la que padecería cuatro años después George C. Scott en Hardcore, un mundo oculto (Hardcore, Paul Schrader), afirma y acusa a los policías con pasmosa naturalidad: «Ustedes se dejan sobornar con facilidad. Todos lo saben» (frase que Serpico y Harry podrían escupir de sus bocas, pero nunca Phil, pues no hace nada por cambiar su entorno, nada más quiere huir). Pero será Phil quien, al final, en su único acto, en su única acción, decida salvar a Marty y así, de la mano de Aldrich, acusar a toda la justicia de corrupta, apuntando a una diferenciación de clases que solo permite hacer justicia a través de la manipulación de los hechos, pues: «Tiene que haber un poco de caridad en el sistema para los Martys, los albinos y las Glorias… porque no tienen poder».
Pero el destino fatal, el deseo de los dioses no es que se repita este acto de justicia, por eso Aldrich sabe que cada vez le quedan menos balas con que disparar al Sistema, cada vez quedarán menos personajes como Phil para despacharse a gusto, porque ni siquiera tiene al caprichoso destino de su lado.
He visto el film recientemente y me ha parecido de lo mejor de Aldrich junto con Ulzana; una obra tan serena y amarga como La noche se mueve o Los nuevos centuriones; tan bella como Yakuza o Fuga sin fin; decididamente entre lo mejor de la década. Aldrich siempre fue un cineasta poderoso visualmente pero lastrado en ocasiones por su tendencia al énfasis, un primitivismo en el trazo de los personajes parejo al de Fuller y un franco desinterés a que sus personajes simpatizaran con el espectador, sin embargo, milagrosamente, sendas tendencias se invierten en Ulzana y Hustle. Lejos de sucumbir a la sordidez, a la que ambos film caerían en manos más efectistas, se revelan como obras elegantes fruto del distanciamiento sobre lo narrado que evita el juicio (como dice el personaje de Reynolds) y deja libertad al espectador; que nunca es obvio, priorizando la mirada sobre la palabra, la insinuación sobre la explicitiud (pese a la violencia de Ulzana, cuya explicitación es precisa); que nos emociona, en definitiva. Aldrich siempre me pareció un clase media, no llega a Ray, de Toth o Mann, pero se codea con Fuller y Siegel, superándolos de sólito. Hustle está próxima a Ray. No conozco elogio mayor.