Chicas con gancho

Despedida en el ring

Las mejores despedidas siempre son anecdóticas. Hoy en día, existe en el cine y en la literatura cierta fascinación por los epílogos, los finales cerrados y trascendentes. Sobre todo en el norteamericano. Toda película comercial que se precie debe terminar con una o varias escenas que dejen bien claro cómo acaba todo. Cuando, en realidad, nada termina nunca y, si termina, nunca lo hace como imaginamos. Monte Hellman, en su Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971), optaba por decirle al espectador que, simplemente, el celuloide se quemaba y ya no había nada más que contar. Miedo en la ciudad de los muertos vivientes (Paura nella città dei morti viventi, Lucio Fulci, 1980) acababa también abruptamente, con la pantalla quebrándose en pedazos como cristales rotos.

Robert Aldrich, que murió el 5 de diciembre de 1983, quince días antes de que yo naciera, no tenía ese tic de los finales. Al menos, no en las pocas películas que he visto de él. El emperador del norte (Emperor of the North Pole, 1973) no puede terminar mejor, con los alaridos que Lee Marvin le sigue lanzando a Keith Carradine, aún cuando este ya se ha quedado atrás y el tren sigue su camino.

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La coda cinematográfica de Aldrich, Chicas con gancho (…All the Marbles, 1981) no tendría los ecos crepusculares de, pongamos por caso, Dublineses (The Dead, John Huston, 1987), pese a ser, toda ella, una hermosa comedia crepuscular, además de una road movie sobre el alma americana, esa que se agazapa y sobrevive en hamburgueserías costrosas y moteles de carretera. En esencia, es una película de lucha libre femenina, desacreditada en su momento por la crítica, que le reprochaba el tono desenfadado e indefinido, entre la comedia y el drama deportivo. Dos años antes se había estrenado Rocky II (Sylvester Stallone, 1979)[1] y la película de Aldrich fue menospreciada por el hecho de no funcionar como vehículo dramático y serio sobre la redención y la victoria.

Hubo quien se obsesionó con una escena de combate en el barro, en la que las luchadoras acaban totalmente embadurnadas y con las tetas al aire. Algunos señalaron al bueno de Peter Falk, acusándole de interpretar a un personaje excéntrico y que no se sabía muy bien si era un buenazo o un cabrón. Y tengo la impresión de que Chicas con gancho puede gustarnos hoy por las mismas razones por las que en 1981 se la consideró una última película olvidable para un gran director. Por ese carácter atemporal, de película que atrapas de madrugada en la tele, ya empezada, y te quedas a verla, hasta esa emocionante lucha final que dura más de veinte minutos. Por ser un documento testimonial de una América en la que los parias podían triunfar, esa América que hoy sólo sigue viva en el imaginario de algunos poetas y escritores. Por su aspecto tan old-fashioned, de producto fronterizo en los albores de la banalización de Hollywood. Por el carisma infinito de Peter Falk, aquí interpretando a un pícaro que siempre tiene la última palabra en lo que se refiere a sarcasmos y frases hechas. Y, para qué nos vamos a engañar: hay pocas cosas más relajantes y satisfactorias que ver a mujeres en traje de baño dándose tortazos en un ring, o en una pista de barro. Tortazos de verdad, además, ya que Aldrich dota a las secuencias de lucha de una fisicidad bien palpable.

Es cuanto menos curioso que un director que sería recordado sobre todo por sus películas de tipos duros terminase su carrera firmando una película de lucha libre femenina. Qué fue de Baby Jane (What Ever Happened to Baby Jane, Aldrich, 1962), que podría verse como una secuela conceptual desordenada en el tiempo de Chicas con gancho, sigue siendo vista más como una película de culto que como el clásico del cine que es. Pero el cine y la vida tienen estas cosas. Un amigo me comentaba el otro día que la última película que hizo Lee Marvin fue Delta Force (Menahem Golan, 1986), peleando contra terroristas libaneses al lado de Chuck Norris. Quién se lo iba a decir a ellos.


[1] Las películas de Stallone y Aldrich, además de la temática, compartían un actor, Burt Young, uno de esos incansables secundarios de los 70 y 80.