Me maté porque era mío
A pesar de que podría decirse sin faltar a la verdad que Kaurismäki es uno de esos autores que siempre realiza la misma película o si no la misma, que cada una de sus obras son variaciones con repetición sobre un mismo tema, también pueden encontrarse pequeñas peculiaridades en cada una de ellas que las convierten en únicas, pero no tanto como para poder refutar la primera afirmación. Ariel (1988) no tiene actuación musical en directo lo que se contradice con el resto de su filmografía, Juha (1999) tiene una banda sonora compuesta expresamente para la película, elemento de nuevo contradictorio con el grueso de la obra del finlandés. En La vida de bohemia (La vie Boheme, 1992) se fue a rodar a Paris, mientras que casi todas sus películas transcurren enteramente en Helsinki o alrededores, siendo las únicas excepciones las dos entregas épicas de los Leningrad Cowboys (to EE.UU. and back) y también el motivo de estas líneas: Contraté un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer, 1990)
En esta ocasión la acción se desarrolla en Londres, pero el Londres retratado por Kaurismäki podría perfectamente haberse tratado de Helsinki. No veremos el Big Ben, ni Camden Town, ni Trafalgar Square, sino que todo se centra en la zona de los alrededores del puerto (como en muchas de las películas rodadas en Helsinki), y en sus pequeños pubs locales. La que vemos es la zona más humilde de la ciudad, donde no viven los ejecutivos ni la high class, sino el núcleo de la clase obrera, la que le interesa al director y la que siempre aparece reflejada en su obra, junto con sus problemas y sus insatisfacciones, rara vez salpicados con momentos alegres, pero eso es precisamente lo que hace que estos sean mucho más importantes.
Otra peculiaridad es que en esta ocasión tampoco contó con su elenco habitual de actores (Matti Pellonpää, Kati Outinen, Esko Nikkari [1], Kari Väänänen, Elina Salo…), que suelen hallarse distribuidos más o menos uniformemente en sus películas, siendo el Leningrad Cowboy Nicky Tesco el único que cuenta con un pequeño papel (un asesino a sueldo que subcontrata para no mancharse las manos de sangre, y lo que es más importante, para poder estar en el pub) Para el protagonista recupera a Jean-Pierre Léaud (el inolvidable Antoine Doinel de Truffaut), con el que volvería a contar para un pequeño papel en La vida de bohemia, su siguiente película. Henri Boulanger, que así se llama el individuo, es un oficinista gris, que lleva una vida gris del trabajo —todo el día delante de la máquina de escribir, en una sala como la de El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960) aunque más europea— a casa, donde vive solo, y donde toma té con pastas, pues al contrario que el resto de los protagonistas de Kaurismäki, ni bebe, ni fuma. Lo de follar tampoco es lo suyo, ya que estamos, así que cuando, después de quince años de plena dedicación a su empleo, la empresa decide prescindir de sus servicios (ni es la primera vez ni la última que le pasará a un personaje de Kaurismäki) con un simple reloj de cinco libras como recuerdo conmemorativo, decide que no quiere seguir adelante con su vida. En estos momentos previos es donde el director (que también es, como casi siempre, guionista, editor y productor) aprovecha para introducir su habitual humor negro con la excusa de los intentos de suicidio fallidos de Boulanger, pero sobre todo, con la genial idea que da pie a la película (idea de Peter Von Bagh, según lo anuncian los créditos), y es que, ya que bien no lo consigue, o bien no termina de atreverse, decide consumar el suicidio contratando a un sicario. Es un acierto de principio a fin toda la secuencia desde que llega al bar buscando un asesino a sueldo, con la música deteniéndose de golpe a su entrada y todos los criminales mirándole fijamente, un excelente detalle de puesta en escena que es aprovechado para provocar una vez más la sonrisa, y el golpe de efecto se concluye maravillosamente cuando Boulanger grita para que todos le oigan: «¡En el sitio de donde vengo nos desayunamos lugares como este!», y cada cual vuelve a sus tareas a la vez que la música regresa desde donde se había interrumpido. Tal vez sea este, justo antes de poner la espada de Damocles sobre su cabeza, el momento en que comienza a cambiar de actitud frente a la vida.
En ese punto de inflexión, el momento en que decide contratar su asesinato, es cuando el protagonista realmente (él mismo, sin necesidad de ayuda externa), liquida su anterior existencia, comenzando una nueva completamente diferente: Mientras espera, o tal vez ya no tanto, el final, comienza a beber, a fumar, y conquista a Margaret (Margi Clarke), la vendedora de rosas, algo toscamente, pero sin mayores dificultades. El problema, que antes era la solución, es que ahora hay un asesino tras sus pasos. Precisamente cuando ha encontrado una razón que da sentido a su existencia (y no me refiero, obviamente, al alcohol ni al tabaco), intenta rescindir el contrato pero descubre con estupefacción que el bar-oficina de los sicarios ha sido derruido.
Kaurismäki da una vuelta de tuerca más, y mientras que en otras ocasiones los tipos que dificultan las vidas de los protagonistas —ya sean los que dejan amnésico al hombre sin pasado o los que noquean y roban al Taisto de Ariel (1988), los mafiosos que engañan al Koistinen de Luces al atardecer (Laitapaukungin Valot, 2006), o Shemeikka, el que imposibilita el amor a los protagonistas de Juha (1999)— se muestran (en pocos trazos algunos, o con descripciones más detalladas como el caso de Shemeikka) como unos tipos malvados sin ningún tipo de piedad ni humanidad, el asesino que persigue a Henri es presentado como un hombre torturado, cuyos días, paradójicamente también están contados. Esto no implica que se fuerce al espectador a empatizar con él, pues en el fondo siempre nos encontraremos del lado de Henri y Margaret, pero sí consigue dejar claro que a veces las cosas no son blancas ni negras, ni dulces ni amargas. Así, el desenlace, como ocurre en prácticamente toda la filmografía del director es una nueva constatación de este hecho. Otras veces es un final amargo con un lado esperanzador. O como en esta ocasión, un final feliz con un lado amargo.
En estos tiempos en que cada vez proliferan más las superproducciones que se alargan por más de dos horas y media para no contar prácticamente nada, es necesario valorar el trabajo del director de La chica de la fábrica de cerillas (Tulitikkutehtaan tyttö, 1990), que, como tantas otras veces, en cerca de hora y cuarto nos trae una nuevo y brillante acercamiento a los problemas de la vida en los suburbios, poblado por personajes de carne y hueso, buenos y no tan buenos, y la vida rodeada una vez más por la tenebrosa sombra de la muerte.
[1] Su reciente fallecimiento el 17 de Diciembre de 2006 pasó completamente desapercibido. Siempre nos quedarán sus películas.