Singularidades de una chica rubia

F de fábula

Mentamos a Chaplin cuando nos emocionamos viendo Wall-E (idem, Andrew Stanton, 2008) o Up (idem, Pete Docter, Bob Peterson, 2009). Por reivindicar el silencio en el mainstream, por su economía narrativa y, sobre todo, por exigirnos que recuperemos una cierta idea de la ingenuidad en nuestro rol de espectadores. Para hablar de la nueva película de Oliveira lo lógico sería que mentáramos a Bresson o Straub, a Eça de Queiroz y al propio Oliveira (con una trayectoria lo suficientemente sólida como para servirse de referente a sí mismo). Pero ocurre que lo que a algunos nos fascina de Singularidades de una chica rubia es —quizá porque no somos ni mucho menos expertos en la filmografía del portugués— aquello que la sitúa más cerca de las producciones animadas de Pixar. Pero empecemos por el principio… Singularidades de una chica rubia cuenta la breve historia de un amor tres veces frustrado: primero por conflictos familiares, después por dinero y finalmente por un gesto de traición. Sesenta minutos de una aparente sencillez demodé que nos desconcierta, y que acaba revelándose como una radical apuesta por el artificio: los viejos trucos narrativos que ya nadie usa (esa estructura de grandes flash-backs introducidos, como en una novela barata, por las convenientes líneas de diálogo), la declamación como norma interpretativa y, sobre todo, la mezcla de espacios temporales desarrollada con una naturalidad sorprendente, haciéndonos pensar más en el reciente díptico de Bellocchio que jugaba con el absurdo (Il regista di matrimoniidem, 2006— y La sonrisa de mi madreL’Ora di religione, 2002—) que en el último Garrel (La frontera del alba La frontiere de l’aube, 2008—), ligeramente amanerado y autocomplaciente. Finalmente, cuando creemos tener claro que estamos frente a una pequeña fábula desprejuiciada, un desenlace seco nos desmonta los esquemas. Es esa extraña escena en la joyería, la que revela con apenas dos planos una trama fatalista casi propia del cine negro clásico. Y es ese plano insólito (sugerente y amargo como ningún otro que hayamos visto últimamente) en el que la chica rubia deja de ser una ensoñación y se convierte en una mujer preparada para asumir la verdad (parir la verdad sería, en rigor, la expresión adecuada). Ahí empieza (y acaba) otra película, tan abierta y libre como la imagen de la vía de tren con la que Oliveira cierra el film, pidiéndonos que imaginemos el resto (como nos lo pide Pere Portabella en Mudanza, película-paréntesis en sí misma que acompaña a Singularidades… en las carteleras españolas).

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Con los créditos, queda el impacto de ese giro áspero e inesperado, resuelto en apenas tres cortes. Pero no nos olvidamos de que tras él se esconde todo un film que juega con otras cartas. Y aquí retomamos la idea inicial: como la fantasía renovadora de Pixar, la fábula moral de Olivieira no nos plantea (como muchos pensarán) un gran reto intelectual. No nos mira por encima del hombro. Muy al contrario, lo que nos exige es un regreso a la inocencia, una recuperación de la mirada limpia que nos permita no torcer el gesto ante ciertas imágenes. Por ejemplo, la de una mujer irreal, engalanada, moviendo lentamente un abanico chino en una ventana. Por ejemplo, la de un voyeur fascinado con esa misma mujer, paralizado ante su presencia e incapaz de declararse («Nunca vi un… abanico igual», una frase que nos hizo recordar aquélla escrita por Weerasethakul, que tantos comentarios suscitó). Por eso, en cierto modo, Singularidades… es un acto de fe. La de Oliveira, al mantenerse fiel a una gramática de lo sencillo y lo claro (si puedes resolver el conflicto con un plano, para qué utilizar dos) y la nuestra, al decidir aceptar el juego y reservarnos la carta del escepticismo cínico para otra ocasión.