Almas perdidas
Robert Aldrich podría definirse como un cineasta vigoroso, que transmite en su puesta en escena una energía tan salvaje que acaba reflejando la vulnerabilidad de unos personajes tan turbios como los que componen su obra. Pero también como un cronista de la miseria moral norteamericana, en la que la proverbial buena voluntad es paulatinamente erosionada hasta desaparecer. En otras palabras, su cine es el de las almas perdidas, personajes errantes recluidos en sus universos de culpa, envilecimiento o violencia descarnada. Sus películas se mueven a través de las fisuras de una sociedad rabiosa, que no ha aprendido nada tras recibir el golpe y continúa reaccionando con la misma violencia. Una sociedad que pierde su carácter unitario para fragmentarse en pequeños microcosmos, la expresión final de un sentimiento de aislamiento e individualidad que vive del recuerdo de un pasado más armónico.
Hojas de otoño se inicia con la cámara acercándose al complejo residencial en el que vive el personaje interpretado por Joan Crawford. Para Millie no existe el concepto de hogar. Su casa es, al mismo tiempo, cárcel y cementerio, la definición de una alegría juvenil voluntariamente marchitada. Así, Crawford combina la necesidad de ser deseada con el corsé que implica permanecer recluida en un hogar desnaturalizado como el suyo; más que un sitio en el que poder echar raíces, se trata de la visión de su futuro entierro. Aldrich subraya violentamente esa dependencia de la protagonista para con un núcleo familiar muerto —el padre ausente, cuya enfermedad precipitó el sacrificio de su juventud— cuando a Millie le sobreviene un flashback mientras asiste a la interpretación del impromptu de Chopin. Es tal la profundidad de su pérdida que una pieza de música clásica que expresa la necesaria espontaneidad de la vida la catapulta a rememorar el turbio pasado que la ha castrado emocionalmente.
Ante esa perspectiva, el nacimiento del amor desencadena una pasión oxidada y, a la vez, el miedo al rechazo, a recaer en esa soledad perpetua; el temor a que la otra persona huela que es un alma perdida. El romance otoñal de Millie acaba transfigurándose en un sueño cuyos contornos borrosos parecen presagiar la pesadilla que duerme en su interior. El amor de Burt (Cliff Robertson), cándido y repleto de buenos sentimientos, es dinamitado por Aldrich al redibujarlo a partir de los miedos de Millie. Así, la diferencia de edad es una barrera para el deseo sexual; la turbulenta relación entre Burt y su padre, una evocación terrible de la dependencia de Millie con su núcleo familiar; y lo que inicialmente es presentado como a true love story se transforma en un relato de odio, agresiones y adulterio en el que una mujer todo corazón debe decidir si prefiere sacrificar su vida para perpetuar su amor junto a un marido demente o, en cambio, extinguir el único momento de felicidad —efímera— radicado en la neurosis de Burt.
En el cine de Robert Aldrich el rencor produce monstruos. En La leyenda de Lylah Clare (The Legend of Lylah Clare, 1968), Lewis Zarken (Peter Finch) prefiere mantener su hostilidad contra el mundo antes que reconocerse como la víctima de la muerte de Lylah; antes de atender al reflejo monstruoso que le devuelven sus mezquinas acciones. Es su característica: no vale la pena asumir las culpas cuando el mundo es una mezcla de podredumbre, miseria y sentimientos artificiales que devastan cualquier signo de bondad. Por ello, mejor convertirte en un indeseable o vivir como un recluso que evita el contacto con una realidad deforme.
Hojas de otoño es un drama íntimo entre dos náufragos que se encuentran en medio de una pesadilla, cuya única preocupación es temer que al despertar a la vida su amor deje de significar lo mismo, porque ha nacido en la peor de las circunstancias posibles. En este sentido, su final —inscrito en la tradición de grandes finales del cine de Aldrich— lo deja claro: el amor sólo puede existir en una realidad especial, en la fuga de una sociedad parasitaria y constrictiva. El beso final en el jardín del manicomio es la expresión del deseo de un par de locos por escapar de un entorno, tan real como pesadillesco, en el que su amor nunca podrá suceder. Ni siquiera ellos.