La patrulla de los inmorales

Pureza en los pantanos de la roña

Si bien es cierto que comienza a ser un lugar común considerar la etapa final de Robert Aldrich, quizá uno de los directores más furiosamente personales que diera el siglo XX, como la más brillante de toda su amplia filmografía, tampoco hay que olvidar que es cualidad y privilegio de unos pocos lograr en sus últimas películas una reformulación casi completa de todo un estilo, como si fueran precisamente sus esterterores los que dotaran de una nueva profundidad a una obra ya de por sí compleja y emocionante. Ejemplos hay como para detener varias diligencias: John Ford, por descontado; Don Siegel y John Huston, probablemente; discutible Peckinpah y Richard Brooks; Billy Wilder; y claro, también Minnelli y Hawks… En todos ellos, que fueron bien maduros casi desde sus primeros pasos, me gusta hablar más de una decadencia que de una madurez. Una decadencia que tiene más que ver con una mirada sobre el mundo y sobre el hombre —y en retrospectiva sobre la propia obra— que con una crisis de autoría o calidad. ¡Ya quisieran otros, tal vez más atinados en sus comienzos, poder presumir de una decadencia y una senectud tan poco senil, y desde luego, tan poco decadente, como la que, en el caso de Aldrich, diera lugar a joyas como The killing of sister George (1968), Destino fatal (Hustle, 1975), La leyenda de Lylah Clare (The legend of Lylah Clare, 1968) o, en menor medida, esta patrulla de los inmorales!

Centrémonos ahora en esta extraña, desigual y estimulante película. El hecho de que una de las claves de su obra sea la dicotomía entre la presión de la autoridad de las instituciones y la libertad personal nos da una idea aproximada de que una de policías dirigida por Aldrich sería como poco anticonvencional y nada complaciente. ¿Qué opinarían del papel de estos agentes de la ley y el orden personajes como el Burt Lancaster de Veracruz (Vera Cruz, 1954), el Peter Falk de Chicas con gancho (…All the marbles, 1981) o el Burt Reynolds de Rompehuesos (The longest yard, 1974)? Incluso cuando trabajan dentro de un engranaje jerarquizado y represivo en mayor o menor grado (por ejemplo, el ejército, como Michael Caine en Comando en el mar de China Too late the hero, 1970; o un cuerpo especial como el formado por los protagonistas de A diez segundos de la muerte Ten seconds to hell, 1959, título emblemático donde los haya), los (anti)héroes de Aldrich son críticos con lo establecido y profundamente individualistas, a medio camino entre la férrea moral del solitario y el cinismo del desencantado. En ocasiones, Aldrich lleva sus historias por unos derroteros tan sorprendentes y oscurecidos, que consigue sobrepasar de largo este aparente cinismo de sus personajes, y cargarlo al hombro como propio, como el filtro medular e insoslayable de una mirada.

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Con todo, el director de El emperador del Norte (Emperor of the North Pole, 1973), que al parecer no participó en el guión original, no escoge la novela de Joseph Wambaugh por casualidad, sino porque le otorga una buena oportunidad para desarrollar algunos de sus temas más recurrentes: el principal, el ambiguo papel de los agentes de la autoridad, ya citado más arriba, pero también el grupo humano como personaje, eje fundamental de la imprescindible Doce del patíbulo (The dirty dozen, 1967). En las primeras secuencias, vemos que sus policías se comportan como estereotipos de una comedia adolescente particularmente descebradada, lo que emparentaría lejanamente su película con otras comedias recientes como Kops (Kopps. Fares, 2003) o Supermaderos (Super Troopers. Broken Lizard, 2001). Sin embargo, con esto Aldrich sólo pretende decirnos que no nos va a contar una historia de enaltecimiento del mismo palo de Los nuevos centuriones (The new centurions. Fleischer, 1971), o más adelante, Distrito apache (Fort apache: the Bronx. Petrie, 1981). Ni remotamente, la verdad. Conforme avanza la acción, la atmósfera se enturbia, y el espectador puede llegar a pasarlo un poco mal debido al desconcierto que generan los cambios de tono. A veces, Aldrich parece ponerse grotescamente serio; otras, tiene pinceladas de brillantez en unos diálogos por lo general bastante afilados; regresa intermitentemente a la comedia para narrarnos situaciones disparatadas con un poso nada amable (la memorable escena nocturna con las prostitutas), pero también cae en la caricatura y en el gag excesivamente primario (el episodio con el marica del parque). Sus fieles saben de sobra que Aldrich nunca se carectizó por su sutileza, ni falta que le hizo, pero tras disfrutar de una obra tan irregular y descompensada como La patrulla de los inmorales, es posible concluir que tampoco se manejaba con soltura dentro de los límites del humor. Porque si su película acaba siendo interesante es precisamente por su frontal exhibicionismo y su innegable fuerza combativa; otra cosa muy distinta es decir que funciona como comedia, incluso cabría plantearse si su sustrato crítico pierde también gran parte de su fuelle ante la obvia ineficacia de muchos de sus supuestos gags.

Me gustaría poder terminar esta reseña, y de hecho así lo había pensando en su principio (antes, claro, del segundo visionado de la cosa, en el que el impacto inicial y la simpatía por la propuesta quedaron mucho más diluidos), afirmando que La patrulla de los inmorales es una obra tan madura como El juez de la horca (The life and time of judge Roy Bean. Huston, 1972), tan crepuscular como Hatari (Hawks, 1962), tan amarga y nostálgica como Pareja enloquecida busca madre de alquiler (Ozores, 1990) o tan rica en matices como La vida privada de Sherlock Holmes (The private life of Sherlock Holmes. Wilder, 1970). Pero lamentablemente no quiero engañar a nadie: los tiros, en esta ocasión, van por otro lado. Es, eso sí, una obra del todo coherente con los temas más queridos de Aldrich y por tanto un regalo para sus fans, o si se prefiere, el capricho de un gigante dentro de una trayectoria que siempre se carecterizó por la infatigable búsqueda de la pureza en los pantanos de la roña. A veces, los rostros de la bendita decadencia son tan numerosos y confusos como los del propio genio liberado.