Cinco minutos de gloria

Enemigo mío, enemigo nuestro

El ser humano tiene una curiosa relación con la muerte. Y no lo digo porque nuestra sociedad intente olvidarse de ella, apartándola de nuestra vida cotidiana como si no fuera con nosotros. Me refiero a la irritante tendencia que tenemos a separar fallecidos importantes de otros menos importantes, como cuando nos preocupamos por los damnificados de un desastre natural mediático, mientras al mismo tiempo obviamos el sufrimiento y hambruna que azota otros continentes. Ahí radica, de hecho, una de las razones de la pervivencia del fenómeno del terrorismo, recrudecido en los últimos años a través de su vertiente islamista: en el egoísmo y la miopía que supone darle más valor a unas vidas que a otras. En torno a ese tema gira Cinco minutos de gloria (Five Minutes of Heaven, 2009), que parte de un hecho real: el asesinato de Jimmy Griffin frente a su hermano, Joe, a manos de un joven miembro de la Fuerza Voluntaria del Ulster (UVF), Alistair Little. Mediante las entrevistas realizadas por el guionista Guy Hibbert tanto a Little como a Griffin, el film de Olivier Hirschbiegel explora, mediante las contrapartidas ficcionales de ambos que interpretan Liam Neeson y James Nesbitt, las consecuencias de un acto de violencia tan gratuito y tan innecesario. Lo dramático del planteamiento que hace la película al respecto es que no hay solución sencilla al mismo: como indica el personaje de Neeson, tras todo el sufrimiento y el dolor causados, la reconciliación no es posible.

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Podemos, claro está, tener en cuenta las palabras de Albert Camus respecto a las masacres nazis, y afirmar ante nuestros enemigos que vamos a respetar en ellos lo que no respetaron en nosotros. Pero la realidad es que nuestra tendencia natural como seres humanos no es la de trabajar el perdón. Nuestros impulsos son los mismos que arrastran a Nesbitt durante la mayor parte del metraje: el bíblico ojo por ojo, diente por diente, que no tiene en cuenta ni las cosas que han podido cambiar con el paso de los años, ni las circunstancias que pudieron matizar lo ocurrido. De ahí el contraste que Hirschbiegel establece entre ambos personajes. En Little, suma a la triste serenidad de la interpretación de Neeson un trabajo de cámara mucho más reposado y tranquilo. Sin embargo, Griffin, al que su intérprete dota de un nerviosismo que roza la crisis de ansiedad, suele aparecer en encuadres mucho más fragmentados, gran parte de ellos cámara al hombro.

De la misma forma, el primero, aunque sea a nivel inconsciente, parece esperar la muerte para dejar de sufrir por su sentimiento de culpa. En cambio, el segundo se deja arrastrar por la rabia y el dolor acumulados durante los 33 años transcurridos, dispuesto a compensar la infelicidad provocada por la muerte de su hermano a través de la más pura y dura venganza. Un enfrentamiento en el que pesa mucho lo verbal, si bien el director alemán no deja que caiga en la teatralidad, pues multiplica las sugerencias de cada línea de guión con la habilidad de la que ya había hecho gala en El experimento (Das Experiment, 2001) y El hundimiento (Der Untergang, 2004). La importancia dramática que le da a cada pequeño detalle, ya sea en el encuadre, la interpretación o la banda de sonido, convierte sus ajustadísimos 89 minutos en una intensísima experiencia. Sólo hay que ver la forma en que relaciona el sonido del reloj del hogar de Little con su acción terrorista, y cómo hace reaparecer idéntico «tic-tac» para marcar los momentos en los que vuelve a recordar lo que hizo.

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El rodaje en 16 mm le da a las imágenes de Cinco minutos de gloria una textura granulada, que recuerda al aire documental que ya tenía la anterior exploración del conflicto irlandés en la que intervino Hibbert como guionista, Omagh (Id.; Pete Travis, 2004). Característica heredada, por otro lado, de Bloody Sunday (Id.; Paul Greengrass, 2002), en la que, casualidad o no, Nesbitt también era protagonista. En todo caso, ayuda a darle una mayor crudeza a la reconstrucción del asesinato de Jimmy Griffin, que sigue aterrando por mucho que el espectador ya sepa lo que va a ocurrir. El manejo de la tensión que despliega Hirschbiegel es magnífico, utilizando la fragmentación de las secuencias y el potencial del sonido ambiente con una tremenda eficacia, lo que le permite crear una atmósfera de desastre inevitable, que explota con brusca intensidad en el tiroteo. El director es muy consciente de que el momento debe ser lo bastante fuerte como para que el espectador, impactado, pueda creerse el conflicto que tiene que producirse entre los personajes en las escenas ambientadas en el presente. De ahí que, sin necesidad de recurrir a golpes de efecto ni sobradas gore, sea capaz de legar una secuencia plagada de imágenes de impacto, escalofriantes. Sin ir más lejos, la visión de Jimmy ensangrentado resulta más terrorífica por el ruido de su respiración que por sus fluidos orgánicos.

La película supone, sin duda, toda una reivindicación artística por parte de Hirschbiegel, después de haber salido escaldado de la industria de Hollywood con la nefasta experiencia que supuso Invasión (The Invasion, 2007). Y es que, gracias a ella, ha podido demostrar que, por más que Joel Silver y sus acólitos pensaran lo contrario, no ha perdido ni el pulso ni la capacidad de acercarse desde un punto de vista cinematográfico a la complejidad de la psique humana.