La Europa inaprensible
Mientras escribo estas líneas, el Banco Central Europeo se compromete a participar en un fondo económico de emergencia que, al parecer, además de salvar la decreciente cotización del euro, garantizará la liquidez de los países más débiles de la comunidad (España, Grecia, Portugal…) y ayudará a sortear el estado de crisis actual. Desconozco hasta dónde llegará esta medida extrema (ustedes mismos lo intuirán cuando lean este artículo) que algunos califican de histórica, pero lo cierto es que este gesto bancario bien merece una reflexión sobre la idea de Europa —sintetizada, por ahora, en los 27 estados que conforman la Unión Europea— que tantos ríos de tinta ha hecho correr en los últimos años. No pretendo ejercer de analista político, pero mucho me temo que, aunque se insufle optimismo a los mercados bursátiles, Bruselas seguirá quedando muy lejos del ciudadano de a pie y difícilmente podremos competir en la misma liga que Estados Unidos o China.
Una lástima. Porque algunos políticos —quizá remontándose a un pasado pretérito, quizá valorando los logros tras la Segunda Guerra Mundial, quizá imaginando que lo del esperanto sólo fue un desliz— aún confían en hallar (o construir) una añorada identidad europea que nos una, en vez de separarnos. No cuela. Y menos en tiempos de mestizaje, de tránsito hacia algo que se nos escapa, de fusión. Lejos de despachos ovales, de batallas retransmitidas por televisión y de cuentos multiculturales, la guerra continúa. Y es más cruenta que nunca. Los inmigrantes, claro, son los nuevos soldados. Los que, allí por donde vamos, intentan encontrarse a sí mismos mientras escapan del inagotable miedo al Otro; aquel al que tememos porque no comprendemos.
Por ello, aunque en los delirios de su protagonista lo parezca, Transe no puede ser un cuento de hadas. Sino más bien un vía crucis que, tal como le gusta decir a su directora, nos hace pensar en el Infierno, descrito por una Santa Teresa de Jesús que en sus vivencias nada entiende de políticas de inmigración bienintencionadas. «Tengo miedo de morir y que nadie lo sepa», exclama Sonia (Ana Moreira) mientras se prepara para dejar San Petersburgo y emprender su viaje hacia el Frente (hacia más allá de la frontera). No hay vuelta atrás y lo sabe. Pero merece la pena intentarlo. Procurar ser alguien. Aunque su recorrido por las carreteras secundarias del continente, resulte un salto al vacío. Sin red ni uniforme.
En su memoria, un pasado mítico. En su mochila, un visado. En su horizonte, lo desconocido. En su sueño, un príncipe de una Rusia que ya no existe. Alrededor, un bosque que se extiende, un viento que sopla y una placa de hielo que se resquebraja. Blancas, tan blancas como la nieve, son las primeras imágenes de un filme que, al igual que los más inaprensibles títulos contemporáneos —de Demonlover (Olivier Assayas, 2002) a Inland Empire (David Lynch, 2006)—, se nos escapa de las manos y nos cala los sentidos, arrastrándonos por un universo sin referencias geográficas, por distintas estancias donde el personaje (nuestro guía) se siente perdido, abolido por el espacio circundante. ¿Qué hacer? ¿Cómo escapar del laberinto? La cineasta portuguesa no nos lo pone fácil. El suyo es un cine de mutantes, de seres excluidos por la sociedad, de tipos que deben adaptarse para sobrevivir. Es también un microcosmos de miradas gélidas, planos sosegados y tramas elididas. Quizá Moreira, nuestra frágil e irrepetible Sonia, se las apañara en Vidas rotas (Os Mutantes, Teresa Villaverde, 1998), pero aquí el pastel es mucho mayor. Poco se puede hacer ante quien controla tus movimientos, tu cuerpo, tu precio. El mundo (tu mundo) se hunde. Y vamos a ser testigos de ello, sin concesiones.
Una imagen sintetiza tu tragedia. Estás sentada en un burdel. Te han maquillado y adornado con un vestido oscuro. Eres un objeto de deseo y la iluminación del local parece saberlo. Nada, sin embargo, logra engañarnos. Ni la festiva melodía que oímos de fondo. Ni tu belleza atroz. Tu rostro está absorto, ausente. Ya te has visto anulada como ser. Apenas sientes y ya no eres. Y por mucho que luego te mires en el espejo, ya no puedes reconocerte. El tuyo ha sido, quizás, un trayecto tremendista, si acaso extremo. Imposible para todos, pero posible para algunos. La fábula, aún más dolorosa, vuelve a asomar en tu final. Sabemos que has ido de Rusia a Portugal. Pero sólo has logrado vislumbrar un espejismo. Una imagen que no es sólo la de tu disolución sino también la de una Europa que, aunque la hayas cruzado, nunca ha existido como tal. Un continente que ahora, más que nunca, es tan sólo una ilusión. Un holograma —bien promocionado— en tu miseria diaria.