Resplandor secreto
Se equivoca el cineasta Lee Chang-dong cuando afirma que en nuestra época “la poesía está en decadencia […] y el cine seriamente amenazado”. Muy al contrario. Como ha escrito José Emilio Pacheco, «hay demasiados versos en el mundo». Demasiados poemas en el aire, sí. Demasiadas películas. Y demasiadas críticas de cine. El mundo ha devenido una cornucopia de manifestaciones intelectuales, lúdicas y artísticas. Y con cada nueva oleada de infelices egotistas que nos sumamos al clamor, la necesidad y el sentido de hacerlo va diluyéndose, hasta carecer de cualquier valor. Nunca hemos tenido tanta libertad ni tanta facilidad para expresarnos como hoy; nunca eso ha dejado menos huella en la gestión ladina y mezquina de nuestro día a día. «Cuando los versos se acercan a las personas», concluye certeramente Pacheco, «estas hacen como si los versos no existieran».
En su quinto largometraje, Lee tiene al menos la honestidad de debatir consigo mismo la pertinencia de continuar entregándose a actividades creativas que, si uno es listo, cierto que todavía funcionan como máscaras enaltecedoras y autojustificativas que nos distinguen frente al entorno. Pero que, si se es inteligente —y Lee no ha podido evitar serlo— suscitan más bien tortuosas cavilaciones en torno a la posibilidad o no de expresar lo único importante: lo inefable; los sentimientos, las emociones y las percepciones invisibles, que el artista digno de tal nombre está obligado a invocar si quiere propiciar en el ánimo del público epifanías sobre lo real.
Por eso, en Poesía hay dos películas. La menos interesante, un melodrama de corte naturalista y crítico acerca de una mujer al borde de la demencia senil pero elegante, discreta, sacrificada, y empeñada en componer un poema que la reconcilie con quien nunca se atrevió a ser y con la criatura alienada en que se ha refugiado.
Una película que, sin duda, será tachada de entrañable, emotiva, intimista y sensible. En suma, de poética, tal y como se entiende convencionalmente el término. Aunque las tretas dramáticas y sociológicas que Lee emplea para conjugar esa lírica obsequiosa de figura noble y crepuscular con desolado paisaje contemporáneo al fondo, sean tan burdas que podrían deberse a Antonio Mercero o Clint Eastwood.
De ahí que resulte incomprensible el premio en la última edición del Festival de Cannes para el guión de Poesía. Porque el campo de batalla, como siempre debiera ocurrir, en el que Lee se atreve a perfilar un rumbo más trascendente para la poesía, su cine, el cine, es el de la puesta en escena, en la que el artista pugna por ganarle la partida al humanista. Una puesta en escena capaz de hacer más vívidas las muchas ausencias sugeridas en el relato que las presencias, hasta iluminar finalmente la pantalla con ese resplandor secreto del que también nos hablaba su anterior película, Secret Sunshine (Milyang, 2007).
En la presente, Lee deja claro ya en los títulos de crédito iniciales dónde reside verdaderamente la poesía. Lástima que sus estrategias narrativas, lejos de propiciar como escribía Álvaro Peña a propósito de Secret Sunshine «la apertura a otros territorios psicológicos», la entorpezcan en ocasiones. Cree uno en cualquier caso que, a través de la resolución formal de Poesía y de su elusiva protagonista —que, como la de Secret Sunshine, se mantiene «en la inestabilidad y el vacío más insondable y profundo que se pueda imaginar», en palabras de Beatriz Martínez—, el guionista y director surcoreano se muestra como ya hemos apuntado consciente del obstáculo, hasta el punto de hacer de su superación el fundamento apasionante de la película.