“El film, un mundo que se organiza bajo la forma de un relato”
La historia que nos propone Un profeta (Un prophète, 2009) nos es de sobra conocida, casi un lugar común. La hemos visto con anterioridad en numerosas ocasiones: la iniciación de un delincuente común, desvalido en apariencia, su aprendizaje en el mundo del crimen, etc. Este es el caso de Malik El Djebena (Tahar Rahim), un joven analfabeto árabe que pasa de ser el chico-de-los-recados del todopoderoso capo corso César Luciani (Nils Arestrup) a convertirse en el nuevo rey del hampa. Todo ello descansa evidentemente en la convención del cine de gángsters y en su esquema dominante clásico: Ascenso/apogeo/caída (aunque en este caso ésta no se nos muestre), de Hampa dorada (Little Caesar, 1931) a American Gangster (2007). Pues bien, la primera virtud de Un profeta radica en el hecho de que Audiard y Thomas Bidegain, su colaborador en el guión, han evitado conscientemente caer en la reutilización fácil de los topoi propios del subgénero penitenciario [1]. En esta misma línea, el director ha declarado en numerosas entrevistas su intención de que Un profeta fuese una suerte de anti-Scarface, es decir, que la película se alejase de un tipo de figura criminal muy precisa (un delincuente profesional, violento, de comportamiento psicopático…) para abordar otras cuestiones: “Lo que me interesaba era tratar la prisión como una metáfora de la sociedad. En un instante, el interior y el exterior de la cárcel se convierten en la misma cosa, y lo que aprendes dentro te sirve fuera”. Por ello Un profeta es mucho más que un simple polar. En el film conviven, a un tiempo, el film noir, con un cierto realismo semi-documental como corolario (coincidimos con Stéphane Delorme en que éste es el aspecto menos conseguido de la película), el relato de iniciación, la parábola social y una especie de realismo mágico. Precisamente es a este último, al que, en mi opinión, pertenecen muchos de los momentos más memorables del film (las secuencias entre Malik y la aparición fantasmal de Reyeb, su primera víctima mortal; las escenas del protagonista sólo en su celda, que poseen una serenidad y una fuerza meditativa muy hermosas; la premonición del accidente en el coche…). Todos estos momentos son los que le aportan a la película una dimensión espiritual:. Y es que, en prisión, para escapar al tedio y al paso implacable del tiempo, no existe camino que no pase por la reflexión y la introspección [2]. Así, las escenas oníricas y fantásticas (es decir, todo lo relativo a la fantásmatica de su protagonista, ese profeta del título) le permiten a Audiard insuflar una vida interior casi insondable al personaje de Malik (apoyada en el rostro y en la gestualidad de Rahim), algo realmente inusual en la mayoría de las obras del género.
Por otra parte, otro de los elementos que más llaman la atención de Un profeta es su dominio escrupuloso de la narrativa cinematográfica, su precisión (melvilliana, podríamos decir, en su gusto por el detalle) y su riqueza a la hora de desarrollar no solo unos personajes (Malik y César, desde luego, pero también Reyeb, Ryad, Vettori…) sino de entretejer una red de interrelaciones entre ellos tan compleja como la vida misma. En estas mismas páginas, Manuel Ortega ha escrito al respecto que, en ella, “No hay nada casual ni superfluo”. Algo absolutamente cierto. A medida que avanza el film, cuyo relato nos captura sin estridencias, vamos rindiéndonos progresiva e incondicionalmente a él. Somos víctimas de una especie de fascinación por su trama. Y es que Audiard es ante todo un guionista, algo que resulta evidente repasando su filmografía. Su cine está concebido a partir de un respeto absoluto al guion (eso que ha dado en denominarse guion de hierro). Ahora bien, esto no tiene porque ser algo necesariamente negativo [3]. Los guiones de Audiard nos remiten a otra forma de artesanía cinematográfica. De ahí el sentido de la frase de Jean Mitry utilizada como título del presente artículo. Para él sus películas son, antes que cualquier otra cosa (una determinada búsqueda estética, una puesta en escena), “un mundo que se organiza bajo la forma de un relato”. Su perfección, en tanto que narrador, descansa en una visión del cine como pièce bien fait (lo que entronca decididamente con su gusto por el cine norteamericano). Precisamente es este último aspecto, y pese a que la suya es una figura un tanto inusual dentro del cine francés, el que le aproxima a cierta tradición del cine de qualité, desde luego en el sentido más noble del término. Él bien podría ser un equivalente contemporáneo de los Alain Corneau, Bertrand Tavernier o Claude Miller, por citar tan solo algunos cineastas que han trabajado también el cine negro, e incluso, seguramente, es más hábil que ellos en tanto que guionista. Si a ese gusto suyo por lo que podríamos denominar un acabado formal le sumamos, además, el que Audiard es un gran conocedor de los mecanismos del polar, un género que ha abordado tanto en su labor como guionista ―El profesional (Le professionnel, 1981), de Georges Lautner, o Mortelle randonée (1983), de Claude Miller― como en su posterior obra como realizador ―Regarde les hommes tomber (1994), Lee mis labios (Sur mes lèvres, 2001), De latir, mi corazón se ha parado (De battre mon coeur s’est arrété, 2005)―, el resultado es una película rica, ágil, brillantemente estructurada y desarrollada, y libre de las habituales convenciones genéricas. Sin duda, un film destinado a convertirse en un clásico.
[1] No es extraño por lo tanto que el cineasta haya declarado que, con su película, pretendía voluntariamente alejarse del “documental con vertiente social, cosa que no me interesaba, y de la influencia de las imágenes de la prisión derivadas de las series americanas, con arquetipos que no nos pertenecen”.
[2] Ver al respecto la brillante crítica del film escrita por Alain Masson en Cahiers du cinéma nº 648, septiembre 2009, p. 14.
[3] Aunque según mi parecer, tampoco debe entenderse, tal y como ha escrito el compañero de esta revista anteriormente citado, como una “puesta en duda del carácter cerrado y anquilosado de la puesta en escena como proyecto de futuro”. Con la historia del cine de nuestra parte, resulta ya evidente que no existe ninguna relación jerárquica entre Argumentos y Formas: “no existe contenido que sea independiente de la forma a través de la cual se expresa” (Aumont, J. y Marie, M.: Análisis del film, Barcelona, Paidos, 1999, p. 132).