Un profeta

De jaulas y peceras

Está claro que el hombre es un hombre para el hombre (ya no te cuento para el lobo y para las demás especies en extinción). No sé si lo dijo alguien antes o lo dirá alguien después, pero cada vez es más meridiano que es el signo de nuestro tiempo y de los espacios. Los comunes y los privados, para el hombre libre y para los que viven encerrados, en los lugares dispuestos o en los que se inventa el poder, al hombre (y a la mujer, es obvio) no le queda más remedio que adaptarse al medio de la manera más rápida y eficiente que conozca. La ley no es más que otra señal de tráfico, la frontera un estado mental transitorio y nómada de sí mismo, las rejas son caminos paralelos a los caminos del aíre.

Un profeta

Por eso no hay tanta diferencia entre Thomas Seyr y Malik, los protagonistas de las dos últimas películas de Jacques Audiard. Uno era a un mafioso de medio pelo (como su padre) que intentaba hallar el control y ser una persona normal y sensible mediante la práctica (imposible) del piano. Otro es un joven árabe, analfabeto funcional y delincuente común, que ingresa en la cárcel casi por destino natural y allí encuentra el control mediante el aprendizaje de su maldad. Son dos personas abocadas por el destino a lo que son, dos hombres atrapados por el determinismo que reaccionan de dos maneras muy distintas: el rechazo a esa realidad en De latir, mi corazón se ha parado (De battre mon coeur s’est arrêt, 2005) y la aceptación en Un profeta. Ambos trayectos irán guiados por dos fantasmas precursores para los protagonistas; uno de carne y hueso hereditario (la figura del padre presente para Thomas Seyr) y otro espectral y de apariciones caprichosas (la figura ausente de Reyeb, el primer hombre asesinado por Malik). El futuro viene marcado en ambas ocasiones por un pasado demasiado reciente.

Un profeta no se queda en la superficie y por eso no escatima nada (y cuando digo nada es eso mismo) para llegar a un cometido que no es otro que hacer una película. Porque la última producción de Audiard es uno de los mayores monumentos al hecho cinematográfico de los últimos quince años, una fábula compleja que se despliega mediante la narración pura y que se esparce con la contundencia grácil de su propio mecanismo. No hay nada que sea casual ni superfluo (en 155 minutos), no hay una referencia gratuita ni un capricho injustificado, no hay otra cosa que no sea la demostración del poder absoluto del lenguaje cinematográfico a la hora de hacer partícipe al espectador de todos los engranajes de la historia y de las historia que con ella van naciendo. Entre Peter Weir y Martin Scorsese, entre Jean Pierre Melville y Sidney Lumet, Un profeta es el triunfo de la coherencia y la sublimación de la cohesión, la demostración matemática de las propias matemáticas y la puesta en duda del carácter cerrado y anquilosado de la puesta en escena como proyecto de futuro. Porque Audiard demuestra que aquello que escribía la profesora de inglés de Banda Aparte (Bande à part, Jean-Luc Godard, 1964) en la pizarra (Modernidad=Tradición) sigue siendo un axioma que el cine debe de conservar e incentivar.

Un profeta

Uno de los factores que normalmente nos suele avisar de que no nos hallamos ante una película más es la incomodidad de la propuesta. Un profeta es a ratos incomoda de ver y nos sirve de ejemplos las dos mejores escenas de la película: la del ensayo del asesinato de Reyeb, que incluso se torna más dura que el propio asesinato, y otra la del atraco a la furgoneta donde viaja el jefe italiano, una escena que nos trae a la cabeza irremisiblemente a El padrino (The Godfather, Francis F. Coppola, 1972) inmediatamente. Ambas secuencias son susceptibles de ver con los ojos tapados porque la concepción hiperrealista de las acciones van acompañadas a su vez por la incomodidad ante los mecanismos de los procesos mentales que las llevan a cabo. Pero a esa incomodidad del visionado se le puede sumar una incomodidad mayor y que pervive muchas horas después. El sentimiento moral de la deconstrucción de la ética (propia y general) se puede instalar con nosotros por un tiempo (cosas que pasan con el buen cine). Audiard le da la vuelta a la interesante propuesta de Cantet, La clase, pero afinando la puntería y cuestionando la propia dimensión de la creencia en la educación como algo bueno. En un mundo donde muchas universidades y las prestigiosas MBA construyen, mediante la educación, a verdaderos monstruos para el ser humano, Audiard demuestra que el acceso al conocimiento en un ambiente podrido puede convertir a un delincuente común en un malvado excepcional. En un político, en un director de banco, en un profeta. El tratamiento de la atmósfera nos corta la respiración y eso también delimita nuestra libertad como espectador. Te sientes como en esa prisión, te asustas cada vez que Malik sale a la calle. No siempre se tiene la certeza (y el respeto) de estar ante una obra maestra contemporánea.

La libertad individual es imposible en una sociedad que entiende ese sintagma como una atadura más. Una sociedad que es una jaula para los peces y una pecera para los pájaros.