28 días después

Hombres matando hombres

Si Danny Boyle fuera un futbolista sería Royston Drenthe. Capaz de recorrer el campo de lado a lado a toda velocidad y dar un espectacular pase de gol de 30 metros y, al minuto siguiente, fallar un remate cantado a puerta vacía; siempre a muchas revoluciones por encima de lo necesario. Sus mayores virtudes y defectos se resumen perfectamente en 28 días después, el último film reseñable de una carrera en irreversible retroceso desde su mismo principio con Trainspotting (1998). Sin embargo, las bondades de esta película se deben en gran parte al guión cocinado por él junto al escritor Alex Garland, que pone las bases para conseguir que la angustiosa odisea postapocalíptica de Jim (Cillian Murphy) sea la primera gran película de zombis de la década.

Para empezar, que los causantes de la propagación del virus sean unos activistas proderechos de los animales ya tiene bastante guasa. El guiño evidente a Doce monos y a La naranja mecánica, con los chimpancés como víctimas de un experimento que les expone a todo tipo de violencia y crueldades humanas a través de imágenes de telediarios, deja claro que los intereses de la dupla Boyle/Garland van más allá del mero espectáculo gore. A nivel visual, las cosas también quedan claras desde el inicio: Boyle decidió rodar en formato DV por razones estéticas y logísticas. Por un lado se trataba de rodar como si quien llevara la cámara fuera uno más de los supervivientes y, por otro, aprovechar al máximo la ligereza que aporta el rodaje en digital. No fue una decisión baladí, visto el resultado, y bastante influyente en el género, teniendo en cuenta lo que hizo Zack Snyder en Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 2004) y, sobre todo, el pionero George A. Romero en Diario de los muertos (Diary of the Dead, 2008), en la que el discurso digital está ya completamente integrado en la propia estructura narrativa de la película.

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El comienzo de 28 días después obtiene toda su fuerza de una contundente elipsis. El intervalo temporal que señala el título es el que Jim ha pasado inconsciente en un hospital. Su despertar en un Londres desierto es una de las imágenes más poderosas de la película: el mundo tal y como lo conocía se acabó mientras dormía. No es nada nuevo, proviene de La semilla del espacio (The Day Of The Triffids, Steve Sekely, 1962), pero está tan bien adaptado que sólo podemos aplaudir: gran jugada personal de Drenthe, que acaba con un remate al palo. Lo que va ocurriendo se aleja bastante de la estructura marcada por los anteriores hitos del género (los pergeñados por George A. Romero, principalmente), aunque pueda parecer lo contrario. No hay crítica alguna a la sociedad consumista, sino que el verdadero objetivo de la trama es analizar la propia naturaleza humana, iracunda y salvaje con sus propios congéneres cuando entra en juego la supervivencia. Se hace un especial énfasis en que lo que convierte a humanos en zombis es un virus, en un mundo con permanente miedo al ébola, el ántrax o el SIDA, y que se contagia a través de la sangre. Los infectados parecen velocistas, muy lejos del deambular parsimonioso del zombi clásico, y no persiguen comerse los cerebros de los no infectados, sino más bien propagar el virus. Las secuencias de acción son breves y cortantes como un machetazo, con decenas de planos por minuto hasta llegar a la confusión total de la acción (ahí aparece Drenthe subiendo la banda, tropezando con sus propios pies y perdiendo el balón) y de una violencia impactante, más realista de lo habitual en el género. Boyle va dejando caer pistas de sus verdaderas intenciones —el personaje principal bateando con saña la cabeza de un niño infectado— y cambiando el tono según avanzan los minutos y aparecen nuevos personajes: la superviviente nata Selena (Naomie Harris), el bondadoso Frank (Brendan Gleeson) y su inocente hija Hannah (Megan Burns). Ellos tres y Jim inician una huida hacia una posible salvación, agarrándose a las últimas gotas de esperanza que les quedan. Así es como llegan al verdadero infierno: una mansión en la campiña defendida por un grupo de militares que, supuestamente, les salvarán de las hordas de infectados.

En ese último y angustioso tramo de la película,  Boyle explicita el auténtico leit motiv del guión, a través del discurso del comandante Henry West (Christopher Ecclestone): “Esto es lo que he visto en las cuatro semanas desde la infección. Hombres matando hombres. Que es todo lo que pude ver en las cuatro semanas antes de la infección, y las cuatro semanas antes de eso, y antes de eso, y tan lejos como puedo recordar. Hombres matando hombres”. El subrayado no es accidental: Boyle y Garland equiparan el ansia asesina de los zombis con el histórico desprecio del género humano por la vida ajena, a través de este explícito diálogo y de la expresión de placer en el rostro de Jim mientras hunde sus dedos en las cuencas de los ojos de uno de los soldados. ¡Gol de Drenthe!

El epílogo suena a final feliz, pero queda abierto a la libre interpretación del espectador. Los peor pensados aciertan: las cosas pueden ponerse mucho peor, como demuestra 28 semanas después (28 weeks later, 2006), una interesante secuela a la que Juan Carlos Fresnadillo supo aportar nuevas e inquietantes realidades como la guerra de Irak.