Llorar no sirve de nada
En estos tiempos de crisis estamos acostumbrándonos demasiado a que nos cuenten cuentos, uno detrás de otro. Estos cuentos, lejos de ayudarnos a conciliar el sueño, no nos dejan pegar ojo, y es que siempre acaban con un cliffhanger que al día siguiente empeora aún más la situación en lugar de normalizarla hasta que llegue el siguiente giro argumental. Por eso se agradece que Aki Kaurismäki decida contarnos un cuento como El Havre. Necesitábamos esa ilusión que no nos dan otros contadores de historias.
El Havre, una ciudad portuaria francesa que podría ser Helsinki, como ya lo fue en su día Londres (Contraté a un asesino a sueldo, 1990), es el punto escogido por el realizador finés para seguir con la saga sobre los desposeídos que comenzó varios años atrás. Si en Nubes pasajeras (1996) nos hablaba de la tragedia del desempleo, en Un hombre sin pasado (2002) de la falta de hogar, y en Luces al atardecer (2006), de la soledad o falta de amor, de compañía, ahora en 2011, en El Havre el punto de mira se centra en la falta de una patria, y también de todo lo demás, por extensión.
Marcel Marx es la persona que todos deberíamos ser, es el que le da un bocadillo y diez euros (que para él, limpiabotas, suponen seguramente más que para muchos de nosotros) a un desconocido que parece necesitarlo, sin mirar hacia otro lado, sin excusarse (en pensar que seguro que lo querrá para drogarse, o en que debería buscar trabajo en lugar de ponerse a pedir por la calle, o…) en pos de una conciencia tranquila.
Pero hoy, visto que Marx no sirve de nada, que lo que hay que hacer es consumir por el simple hecho de hacerlo y preocuparse de uno mismo mientras los demás se revuelcan en sus propias miserias, El Havre es una película a reivindicar por muchas razones. Porque al margen de que sea cine social del que no da vergüenza ajena (que de ese ya hay mucho), o de que la esperanza y las botellas que aparecen no nos hacen asustar como las que salen en Telemadrid, es la vuelta de uno de los mejores directores en activo después de más de cinco años tras su anterior Luces al atardecer.
Y su vuelta nos trae un cine comprometido socialmente, pero del mismo modo que lo ha hecho siempre, no se está apuntando un tanto, ni a una moda, que de eso siempre ha habido también. Aquí los únicos que apuntan son los tenderos del barrio en la cuenta de Marcel. Su regreso también nos trae una visión del mundo nostálgica anclada en el pasado, donde lo digital no existe, se puede fumar en los lugares cerrados, donde se bebe mucho, donde los bares tienen sus parroquianos, un pasado que, ahora empezamos a darnos cuenta, quizá siempre fue mejor. Un pasado que da la sensación que para Kaurismäki siempre ha sido, es, y será su presente.
Nos trae de regreso a Kati Outinen (Arletty), musa de casi toda su cinematografía, que en Luces al atardecer solo intervenía brevemente como cajera y ya se la echaba en falta, y a otros actores que ha frecuentado como a Elina Salo (Claire) e incluso a Jean-Pierre Léaud, en el papel de malo malísimo. Y claro, también a André Wilms, como Marcel Marx. Y sí, todos ellos hablan un muy buen francés, no como en películas que transcurren en Alemania y hablan en inglés o aquellas que pasan en España y los protagonistas se comunican con acento de Querétaro…
Dentro de la filmografía kaurismática, compuesta por ecos de unas películas sobre otras, El Havre no es una excepción: El concierto benéfico de Little Bob nos recuerda al del ejercito de salvación en Un hombre sin pasado, el personaje del comisario Monet encarnado por Jean-Pierre Darroussin, al asalariado ejecutor de Contraté a un asesino a sueldo, como podemos encontrar en el feliz desenlace similitudes con otros cierres de algunas de sus películas. Quizá en los ochenta o en los noventa tuviesen más sentido otro tipo de finales, más desoladores, a pesar de algún rayo de esperanza disperso, intentando despertar conciencias dejando entrever lo que podría ocurrir, pero ahora que ya es tarde para eso, lo que necesitamos para dormir tranquilos es algo así, ver lo que podría ocurrir ahora, en sentido inverso. Pero para dormir tranquilos de verdad hay que llevarlo a la práctica. Llorar, como le dice Marcel al pequeño Idrissa, no sirve de nada. Pero quejarse tampoco es la solución. El movimiento se demuestra andando y si no podemos hacer cosas a gran escala (a esto se le llama realismo), habrá que empezar por ayudar a los que tenemos al lado.