A propósito de Béla Tarr

A propósito de Béla Tarr

A David Muela, compañero de viaje y enfermo de cine, por descubrirme a Béla Tarr.

1 El poemario de José María Fonollosa Destrucción de la mañana nos acerca a un pequeño apocalipsis individual: el itinerario de un ciudadano anónimo desde que se levanta hasta que, al llegar a casa veinticuatro horas después, se corta las venas. Estos versos concluyen el libro: «Les sonrío a mis manos. / Las levanto y las uno. / Las siento desvalidas. / Y atisbo como repta sigiloso / ese zumo tan rojo de la vida.» Cuando amigos y familiares, comprensiblemente alarmados, le preguntaban por el crudo desenlace, él contestaba sin ánimo de frivolizar que su libro era fundamentalmente optimista: el narrador siempre estaría a tiempo de reaccionar, detener la hemorragia y recapacitar sobre su vida pasada. Algo parecido ocurre con las películas de Béla Tarr, habitadas por familias disfuncionales enfrentadas a causa de problemas irresolubles y perdedores exiliados de sí mismos y sin otro asidero que un puñado de efímeras ilusiones que se disuelven en cuanto dejan de creer en ellas. Frente a estas observaciones, Tarr contesta que su cine no sucumbe en ningún momento ante el derrotismo y que no deja de ser un llamamiento a la reacción contra el atroz paisaje humano trazado. Ciertamente, y como ocurre con Fonollosa, sus personajes siguen viviendo al finalizar la narración; su trayecto vital no termina con el cese del relato cinematográfico. Incluso en una historia sobre el fin del mundo como El caballo de Turín (A torinói ló, 2011) no llegamos a ser testigos de ese séptimo día fatal, consecuentemente elidido. «¡Aún estamos a tiempo!», parece clamar. Por ello cabe afirmar que nos encontramos ante un cine de resistencia que escruta con insistencia la verdad que reside en las caras y los cuerpos de los eternamente humillados y ofendidos. Empleando a menudo actores no profesionales y con un estilo poderosamente formalista, Tarr interviene el lenguaje cinematográfico para desviarlo de sus vías convencionales, lo cual supone una alteración o modificación de la realidad —en tanto que su cine está poéticamente ligado a la misma—; en este punto podríamos hablar del carácter militante de su actividad cinematográfica —que comienza en el momento en que decide plasmar, en una serie de irregulares pero estimulantes dramas sociales, la vida de las familias desfavorecidas de Budapest, con las que tenía un estrecho contacto debido a sus años de trabajo como estibador—, ya que Tarr no deja de ser un artificiero llamado a desactivar las trampas ideológicas que oculta la gramática del cine industrial.

2 Desde la primera secuencia de The Outsider (Szabadgyalog, 1981), con el desaliñado violinista tocando el instrumento para los pacientes de un psiquiátrico, la música ocupa un lugar preminente en la carrera fílmica de Béla Tarr: en Gente prefabricada  (Panelkapcsloat, 1982) una banda de músicos callejeros abre el relato ejecutando una alegre melodía en un miserable barrio de Budapest; en La condena (Kárhozat, 1988), el modesto recital en un pub sirve para que un anónimo personaje improvise su absurdo intento de claqué bajo la lluvia; pero muy probablemente podamos vislumbrar la auténtica clave del sentido de la musicalidad en sus películas —tratándose habitualmente de composiciones de Mihály Vig— en Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000), que ya desde su título hace referencia a un célebre músico barroco. Y es que, en una escena capital de esta obra, entenderemos que la música es la herramienta que mejor puede ayudarnos a domesticar y modelar con nuestras manos el tiempo, despertando en nosotros la intuición de una realidad metafísica racionalmente precaria, de un paisaje atemporal que acaso pueda liberarnos momentáneamente de la angustia que despierta la conciencia de la propia finitud y de ese hastío que cerca sus manos en torno a nuestras gargantas.   

3 Todo estatismo en las películas de Béla Tarr resulta aparente o transitorio. En Nido familiar, The Outsider y Gente prefabricada la cámara, trémula e inquieta, sondea los rostros y las fisonomías de hombres y mujeres aletargados por un tedio que sólo parece quebrarse con las frecuentísimas fricciones entre ellos y un entorno —familiar o laboral— que se niega siquiera a tolerarlos. El autoproclamado minimalismo de las películas metafísicas de Tarr queda en entredicho debido tanto a la monumentalidad de su concepción visual como a los movimientos de la cámara, «el primer signo de acción humana (…) que comienza un ritual de movimiento tan imperceptible como incansable» (Sergi Fabregat, Todo es tiempo: el travelling en Béla Tarr), que en La condena oscila como si se tratase de un metrónomo que marca el tempo y el compás que determinará el ritmo interno del plano. Los ojos del cineasta —y son también los nuestros— acompañan generalmente las interminables caminatas de los personajes o hacen desfilar ante sí sus tristes facciones, sus ojos acuosos y sus gestos torcidos en un intento de comprender sus experiencias, como sucede, por ejemplo, en el prólogo de Visions of Europe (2004). No estamos frente a un cine de montaje: «el ritmo cinematográfico está determinado no por la duración de los planos montados, sino por la tensión del tiempo que transcurre en ellos» (Andrei Tarkovski, en Esculpir en el tiempo). Esa danza cadenciosa y aristocráticamente estilizada de la cámara es la particular liturgia del letargo del cineasta: un ejercicio de hipnosis que acopla la mente del espectador a la alucinada percepción del tiempo de los personajes, que pese al recurrente tic-tac (¿Se trata de sonidos diegéticos o extradiegéticos? ¿Dónde están los relojes?), los hechos parecen ocurrir en una especie de abstracta monotonía. Los segundos, los minutos y las horas son una pesada carga sobre los hombros del rollizo médico de Sátántangó (1994). En un momento esencial de El caballo de Turín la cámara opta por la quietud ante el desplazamiento de los personajes: el anciano y su hija huyen en medio de la tempestad buscando un nuevo refugio, pero la cámara permanece impávida: sabe que no pueden ir a ningún sitio y que, tarde o temprano, habrán de regresar.       

4 Una anécdota personal relacionada con mi primer visionado de la opera prima del director da cuenta de la hondura del pesimismo que atraviesa su melancólica filmografía. Es significativo que el único momento en que los grisáceos y mezquinos protagonistas de Nido familiar (Családi tüzfészek, 1979) llegaron a conmoverme fue justo en el epílogo, cuando el joven marido asegura que nunca ha golpeado a su mujer, incluso cuando ha tenido razones para hacerlo. Es lo más dulce y agradable que escucharemos. A excepción de János Valuska (Lars Rudolph) y György Eszter (Peter Fitz) en Armonías de Werckmeister, los seres humanos cuyas vivencias son la carne y el alma de las películas de Tarr resultan más bien insignificantes, rozando lo anodino. «Toda historia narra la desintegración de su héroe; todo relato es un relato de descomposición», medita Karrer (Miklos Szekely) en La condena. La integridad de los héroes se ve sometida a un proceso de degradación al que, en el mejor de los casos, apenas sobrevive una pizca de digna humanidad, como sucede en El hombre de Londres con aquel protagonista que opta por devolver un maletín lleno de dinero que bien podría haber salvado a su familia de la ruina económica. En ocasiones, ni siquiera la música es capaz de expulsar el mediocre devenir del día a día: en Sátántangó, durante más de quince minutos, el acordeón insiste repitiendo una y otra vez los mismos acordes mientras la decadente ebriedad de los asistentes se va acentuando. Y la lluvia embarra, desorienta y enferma a unos seres cuya brújula interior quedó desimantada tiempo atrás. En el monográfico dedicado a Tarr dentro del espacio radiofónico El rayo verde (21.12.11), Diego Salgado define al cineasta como un «Tarkovski para tiempos de no creencia». Si los perros vagabundos tenían mucho que ver, en las películas del soviético, con una Humanidad incapaz de encontrar a Dios, en la filmografía del artista que nos ocupa no son sino seres extraviados en un mundo sin Dios. Karrer concluye su abrupta caída en desgracia asumiendo su propia bestialidad: en la última secuencia aparece a cuatro patas ladrando en un vertedero colmado de inútiles desechos orgánicos y artificiales.   

5 Aunque el cineasta húngaro lo haya negado recientemente, los rumores acerca de su definitiva separación del mundo del cine no nos resultan sorprendentes tras asistir al apocalíptico espectáculo que ofrece la apabullante El caballo de Turín. Ya la anécdota que sirve de detonante para el filme nos habla de la clausura de una forma de entender la Modernidad; pero la amargura de Tarr sacude y hace tambalearse igualmente su fe en el alcance del lenguaje cinematográfico. El antaño imbatible caballo de Muybridge ahora se niega a trabajar e incluso rechaza todo tipo de alimentación mientras contempla, agotado e impotente, cómo las sombras se ciernen sobre el mundo circundante. El fin de la luz. El fin de la vida. El fin del cine.