El caballo de Turín

Madre, somos idiotas

Durante la década pasada el nombre de Béla Tarr se escuchaba en los mentideros cinéfilos en forma de resonancia: el eco de un cineasta tras la reinvención de Gus Van Sant en su trilogía de la muerte, un territorio trazado mediante largos planos secuencia, diálogos mínimos y personajes asomados a un abismo existencial. Los vagabundeos entre la hojarasca del balbuciente Blake en Last Days (2005), rodados sin apenas concesiones diegéticas, devinieron reclamo definitivo para acercarse al mentor húngaro de Van Sant, de quien éste había importado tan llamativos rasgos de estilo a su filmografía. Por supuesto, quedaba excluido de tal aventura el público incapaz de tolerar el lenguaje desbrozado de la nueva sensación festivalera; e incluso entre el resto, aquellos poco dispuestos a vérselas con un monstruo de más de siete horas titulado Sátántangó (1994), el buque de guerra con que Tarr se aprestó a rescatar el cine europeo de los noventa de su vampirización hollywoodense.

No obstante, los turistas embelesados por la postal de Van Sant descubren un monumento muy diferente al que remite. Según nos acercamos, por encima de la del autor de Paranoid Park oímos la voz de Bresson, Dreyer y sus epígonos del cine trascendente; y cuando finalmente entramos en el cine de Tarr, lo percibimos como un manto de silencio que se cierne desde más arriba. En oposición a los citados, el director construye lo que Tony McKibbin llama un «cine de la condenación», caracterizado por un subrayado de lo mundano sobre cualquier principio espiritual. Acorde a una línea de pensamiento que podría trazarse desde Heráclito a Abrams, la realidad se expande vía una hipernarrativa que privilegia los detalles respecto a la tramoya argumental, suprimiendo las elipsis y demás atajos con el fin de expresar un flujo constante de acontecimientos. «No pienso en nada, solo contemplo la lluvia», explica un personaje de Damnation (1988) como quien se recrea en los barrotes de su celda. Este barroquismo de lo material, en absoluto contemplativo, no deja ni siquiera hueco para un vacío como el que asedia a los héroes de Van Sant, y los planos secuencia —tan prostituidos por autores como Philippe Grandrieux o Tsai Ming-liang— parecen emanar de una fuerza primigenia anterior a cualquier orden natural, menos aún estético.

Considero este repaso necesario para entender por qué el El caballo de Turín supera lo que se tomaba por un discurso fílmico ya de por sí radical.  Detallada en el prólogo, la propuesta se basa en una anécdota de la vida de Nietzsche, según la cual el filósofo se sumió en el silencio después de ser  testigo del apaleamiento de un caballo por su cochero, no sin antes pronunciar unas últimas palabras: «Mutter, ich bin dumm!» («¡Madre, soy idiota!»). La película sigue la andadura del caballo y sus dueños, un anciano manco (János Derzsi) y su hija, interpretada por una Erika Bók de la que Tarr extrae una vez más (es su tercera colaboración) esa pátina de inmisericordia que deja el mundo en todos nosotros. Aislados en su cabaña en medio de un páramo azotado por el viento, luchan a diario por la supervivencia… hasta que un día el animal deja de comer sin motivo aparente.

Desde la sencilla premisa Tarr deshace el intrincado tejido fenoménico de su última etapa, invitando a asomarse entre las pocas hebras de ficción entreveradas que conforman el metraje. ¿Cómo interpretar la flaqueza de un pensador? ¿Por qué la montura deja de obedecer hasta a su instinto de supervivencia? No faltan explicaciones: un personaje se enreda en una perorata sobre la inexistencia de Dios y demás nobles principios, otro se vuelca en la lectura de un libro religioso que el azar pone a su alcance. Sin embargo, ambas acciones quedan desatendidas a un nivel narrativo y resultan inconsecuentes, sirva de aviso al espectador. 

Por calado intelectual que podamos hallarle al guión de Laszló Krasznahorkai, Tarr lo relativiza mediante una planificación invasiva, compuesta por encuadres de tan larga duración que vacían de contenido lo representado. En un contexto de abuso generalizado de la filmación sin cortes, desde videoinstaladores hasta campeones del balconing, El caballo de Turín se desmarca por la precisa articulación de este recurso respecto a los demás en escena. Su efecto puede equipararse al rayonnant en la arquitectura gótica, un potente matiz expresivo que animaba toda una estructura estética, asegurando su impronta en el visitante. La banda sonora del colaborador habitual de Tarr Mihály Vig —una ominosa composición de órgano y cuerda que preside la cíclica rutina de los personajes— constituye uno de los pilares de tal esquema, así como la sobrecogedora fotografía en blanco y negro del también recurrente Fred Keleman. La riqueza de texturas ancla las imágenes al mundo físico en detrimento de lecturas simbólicas y metafóricas, respecto a las cuales Tarr comparte aversión, curiosamente, con Tarkovski, icono del cine trascendente. Momentos como la irrupción en el encuadre del padre tullido hacha en mano, espantando con amenazas a una familia gitana, se pliegan a una supremacía de lo corpóreo más propia de Mad Max que de un éxtasis dreyeriano.

Una vez asentada la ley de la gravedad, el director nos muestra el precipicio. Dentro de la cosmología de lo tangible erigida sobre tan sólidos cimientos estéticos, el plano secuencia se transforma en «plano materia», trasladando así el significado (el apocalipsis) al propio vehículo formal. A semejanza de Michael Haneke cuando exploró la representación de la ausencia de moral más allá de la imagen en La cinta blanca (Das weiße Band, 2009), Tarr nos enfrenta a la paradoja de una Nada trascendente, la cual gobierna incluso la acción de la carcoma que cesa. Se produce así el primer encuentro verdadero con aquel cine del vacío al que aludíamos al comienzo, lo que nos permite observar cómo ciertos rasgos de autoría comunes configuran bien un universo sin Dios (Tarr), bien sus ramificaciones existenciales (Van Sant).

Si no existe Dios ni la vida que regaló a los humanos y a las demás criaturas, ¿qué significado puede haber en una mirada? Libre de ataduras semióticas, la cámara se pasea por sus dominios para volverse puntualmente hacia un rostro que contempla el erial desde su ventana, quizá a la espera de un hombre santo como el joven János de Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000). Y Zarathustra callado como un muerto.