Arquitectura de estados y atmósferas
La condena es una exhortación pesarosa, de trazo firme y enérgico, sobre la esencia del ser humano, sobre su desorientación moral y su naturaleza pesimista. El primer plano de la película es una buena muestra de ello. Melancólica y hermosa, se inicia con un largo plano —semilla del que años más tarde abrirá El hombre de Londres— en el que vemos el trasiego de un teleférico, del paso de sus cabinas de carga, sobre un paraje agreste. Bastará un travelling en retroceso, lento y minucioso, un simple reencuadre, para que todo cambie. La estampa paisajística se convierte en un espacio privado cuando la cámara, que no cesa en su movimiento lánguido, nos enmarque la escena a través de una ventana. Pero la cámara, como la vida, no deja de moverse, capturando todo lo que ocurre a su alrededor; y en su movimiento, en otro nuevo reencuadre, nos descubre a un hombre (Karrer), de espaldas, mirando a través de la ventana al fatigoso y torpe teleférico… Si en Nido familiar, Béla Tarr construye la película clausurando a los personajes en primeros planos, desechando prácticamente todo aquello que les envuelve y cargando el acento en la palabra y en los actores, en La condena, y en el resto de películas que el autor húngaro ha realizado hasta la fecha, éste transforma la fealdad del film de 1979 en imágenes de fuerte calado e impronta (visual y moral) ineludible. Como Lynch, Tarkovski o Wenders, Béla Tarr es un arquitecto de estados y atmósferas.
Seguramente Tarr no pasa muchas horas en la sala de montaje. No le resulta necesario. El director húngaro es capaz de comenzar una escena en un primer plano y terminarla con un plano general; como sucede, por ejemplo, en aquella en la que el protagonista de La condena espera en un descampado. Todo lo que sucede en la escena, ocurre dentro de la misma toma; el cine de Tarr es un ejemplo admirable de montaje interno. Tarr vilipendia el plano/contraplano, no lo necesita. Su puesta en escena es magistral, avezada en aprehender la existencia de los otros, parece poseer, al mismo tiempo, vida propia.
Se podría criticar el cine de Béla Tarr por su falta de ritmo pero eso sería un desafuero. Porque si algo desprenden los planos del director húngaro es una cadencia armoniosa que nos permite comulgar con la historia que nos cuenta, con los personajes de sus narraciones, con un mundo, en fin, que no es este en el que habitamos pero que parece fotografiar certeramente a aquel en el que vivimos.
Suelen ser los personajes principales de las películas de Béla Tarr, hombres de vida monótona. En general, castigados por las injusticias y la mala suerte, son devorados por la paranoia y la culpa. Como si fuese un personaje sacado de una novela de Kafka o Dostoievski, Karrer deambula su amor imposible por una caberetera, sabiendo a ciencia cierta que está condenado a un estrepitoso y doloroso fracaso. Lluvia torrencial; las puertas de un bar que anuncia su nombre con luces de neón, Titanik Bar; cuatro perros cruzan el plano de izquierda a derecha; la cámara de Tarr inicia un leve movimiento detrás de ellos, sin alcanzarles, hasta detenerse en el protagonista; Karrer, quieto y empapado por la tormenta, fuma un cigarrillo y espera; Tarr mantiene la cámara quieta; un coche aparca justo delante, entre el hombre y la puerta del bar; de él desciende otro hombre que rápidamente entre en el local; entonces la cámara vuelve a efectuar el mismo movimiento anterior, esta vez en sentido contrario, mientras Karrer camina, bajo la lluvia, hacia el interior del bar. Aparentemente, con muy pocos mimbres, Béla Tarr logra transmitir el esfuerzo de Karrer para arrastrar su propia culpa, la angustia de ser condenado por ser hombre. La música asoma desde el interior del Titanik Bar. El siguiente plano, otro lento travelling, nos muestra el interior del local; hombres solitarios, almas gemelas de Karrer, sentenciados a la soledad; la cámara se mueve al ritmo de una canción cantada por una mujer, como dejándose caer; y acaba en un primer plano de la cantante. Y entonces, la certeza de un destino aciago e infeliz se hace evidente, sin saber muy bien porqué.
Y es que el cine de Béla Tarr trasciende sus propias imágenes y, como sólo lo hacen los grandes, transfiere al espectador el deber de edificar por sí mismo el propio contenido semántico de los planos de sus películas.