Un punto de inflexión
Hay películas que, dentro de la filmografía completa de un autor, se revelan como puntos de inflexión, como películas que marcan un antes y un después dentro de la obra de un cineasta. Öszi almanach es, sin duda, dentro de la obra del cineasta húngaro Bela Tarr, la que considero como fundamental en su evolución.
Las razones son temáticas y estéticas y, atendiendo a su filmografía, deducimos que Tarr tuvo tiempo para meditar ese cambio, pues su siguiente trabajo, Kárhozat, rodado en 1988, difiere mucho de lo que había planteado su director hasta ahora. Öszi almanach será, en primer lugar, su último guión en solitario, emprendiendo una fructífera asociación con el guionista y novelista László Krasznahorkai, que le abrirá nuevas perspectivas, nuevas preocupaciones; en segundo lugar, con esta película, abandonará el uso del color —a pesar de que es éste uno de los aspectos más cuidados e interesantes de la película— que acompaña, en tercer lugar, con una puesta en escena donde ensayará y perfeccionará el uso del plano secuencia como objeto modulador de realidad y tiempo, pero lejos todavía de maestros en este campo como su compatriota Miklós Jancsó o el griego Theo Angelopoulos. Aún así, y siendo sinceros, me parece una de sus películas menos satisfactorias.
Cinco personajes encerrados en una casa, relaciones dolorosas entre ellos —la enferma madre, Hèdi y propietaria del piso, su hijo, la enfermera, su novio y un profesor—, filmados en conversaciones dos a dos, en donde el espacio revela cualidades brechtianas, en un nivel de abstracción que se revela como el desconocimiento de la realidad mostrada y que, solo al final, creemos reconocer parte de la misma; un uso estilizado del color, ese rojo y azul que desbordan el encuadre de la primera secuencia y que se repiten con variaciones en otras posteriores, pero más allá de ésta hay una cromatismo muy rico en toda la película; un cuidado pictórico que ya será constante con posterioridad una vez abandonado el color y abrazado el blanco y negro; una cámara que plasma la desesperanza de los personajes, su penosa ambición, la falta de perspectivas de unas figuras embalsamadas, que viven un purgatorio sin referencias de lo que pueda suceder fuera de esas paredes, sin que sepamos (ni ellos lo sepan) si hay vida más allá de las mismas, sombras de una caverna, como la que vivían hasta la caída del muro de Berlín; luego vinieron otras sombras que no veía todavía Tarr, aunque nada bueno presagiaba con ese final tan sarcástico, en donde la madre entona «Que será, será…».
Todavía hay aquí planos de una artificialidad extrema, que revelan ese proceso de estudio, de acercamiento a la realidad tan propio del director húngaro y que tendrá su plenitud en la década de los noventa. Pero, por desgracia, aquí todavía tenemos que ver un plano que recuerda a Hitchcock en El enemigo de las rubias; me refiero a aquel que que la cámara filma desde la planta de abajo lo que sucede la de arriba, una pelea de la que vemos las piernas y poco más a través de un falso techo de cristal. Por lo menos Hitchcock tenía un argumento sólido para rodarlo de esa forma y solo así, pero en el caso de Tarr, parece más una opción que recalque la jaula en la que están todos los personajes y con ellos la cámara que comparte con ellos la misma insidia.
Con sus muchas imperfecciones, Bela Tarr muestra aquí, mucho más que en sus películas anteriores, una capacidad para oprimir al espectador a través de una puesta en escena conscientemente carcelaria, incluso cuando abandona momentáneamente a sus personajes para ofrecer panorámicas distanciadoras; incluso aquí, la sensación percibida, como espectador, es que nadie puede salir de la casa de Hèdi, que nadie puede escapar. ¿De dónde?, nos preguntamos.