Entre el cielo y el suelo (hay algo)
Hablar de Resnais a estas alturas es como indignarse ante los recortes y los rescates: necesario pero infructuoso, verdadero pero inverosímil. Silbar de pe a pa, de do a si, de tal vez hasta no, puede prolongar o devastar la flora intestinal (o la fauna biliar) del más (piri)pintado. Sometamos a votación el método, derramemos en derredor los años anteriores al mes pasado en Marienbad y sus aledaños, abracemos Argelia en los 773 planos de Muriel antes que termine la guerra en Providence. De la alta cultura al pastiche popular, de la revolución airosa de los 68 y los 59, a las larvas (sedosas, impacientes) mecidas a posteriori por el musical colorista y arty de andar por casa. Si tu casa está en París, claro. De fumar en los sitios prohibidos y de escupir a los que fuman en las zonas comunes (nunca en los lugares), de lo privado y de lo público. Del cómic a lo cómico, de la novela revolucionaria a lo teatral, pasando por/sacando de las casillas de algún error, ciento seis bostezos y diferentes etapas atípicas y utópicas. Por eso Resnais es el representante de nuestros pasos en lo que la posmodernidad puede querer llamar hiperrealidad. Yo le llamo bebop y lo bailo entre el cielo y el suelo (donde hay algo) mientras intento afeitar la tierra caprichosa.
Porque de un incisivo relato de Christian Gailly (del que recuerdo con satisfacción una novelita enorme llamada Una noche en el club) y del capricho de un estilo certero pero huidizo y volátil de un casi nonegenario Resnais, nace una experiencia intermitente, lúcida, atronadora, delicada, vigorosa y febril como Las malas hierbas, una comedia triste que sugiere tragedias y dispara hilarantes melodramas mediante vuelos rasantes de irreverencia. Porque una historia de amor puede ser odiar casi todo el tiempo. Porque nadie sabe mejor que el que no nos conoce cuánto tardaremos en presentar nuestras peores almas. La última propuesta del maestro bretón incide (y reincide) en la extrañeza, en la sutil manera de encogernos de hombros antes los vaivenes inesperados, aunque anunciados, de la vida, en como nos empeñamos en sobrevivir al otoño de nuestras intenciones, cuando las hojas y los ojos se nos caen al suelo sin remisión ni recompensa. En pequeños atisbos de locura que nos hace tener los pies en el suelo y la cabeza bajo/entre las nubes y no al revés. Un bolso que vuela, una cartera que repta, teléfonos, cartas, notas, ruedas, buzones, presagios, certezas, contradicciones, contraindicaciones, diabluras. Retazos de cine clásico embutidos en la hojarasca de una novela moderna donde no sabemos si el narrador es omnisciente o esquizofrénico.
Resnais no ha venido a aclararnos las dudas porque hace años que vive y se alimenta en ellas. Él nos enseña la piedra y nos tira la mano. Y también nos enseña un neón en un dormitorio y un casco con gafas que no sabemos que demonios tiene que ver con ninguna de las otras dos cosas. Nos muestra esos demonios, los de un señor que tiene recuerdos de cuando (no) era psicópata y los de una dentista que quiso volar ante las miradas furtivas y los premolares desgastados de los demás. Nos enseña las sonrisas de los policías, los temores de las guapas, las familias que no salen de cena y los ladrones que van al centro comercial tras el trabajo. Menos serio que Rivette, menos cansado que Godard, Resnais nos enseña los entresijos de una Europa moderna que solo baila cuando va al cine a ver películas americanas antiguas, que está hecha de personas mayores que se comportan como niños por miedo a morirse sin haberse llevado algo de los demás por delante. Las malas hierbas no son malas, pero no saben ser buenas. Y eso que lo intentan y a veces parece que lo consiguen.
Lo que no consigue Resnais es mantener la intensidad en todo el trayecto, en algún momento lo inextricable torna en monótono y nuestro asombro en leve desinterés. No es fácil construir sobre las dudas (que decíamos más arriba) de quien construye y de los que habitan. No es que haya cosas que no se entiendan o que se enrevesen o contradigan (que eso mola mil y flipa pepinillos) es que digamos vale, venga va, otra. Yo que soy de Resnais como se es del Liverpool o de los Phoenix Suns, desde la lejanía del tiempo, del espacio y de las verdaderas pasiones más irracionales, veo en sus juguetonas derivas el mismo brillo que veo en sus ojos en las entrevistas. Pero ya sabemos que en estos días de danzas triviales ante cualquier fuego que más que nos caliente nos proteja (de nosotros mismos inclusive) no es complicado que mirar a los ojos o jugar con nuestra inconsistencia (la de George Palet, la de Margarite Muir, la de Resnais, la tuya, la mía, la de nuestros jefes) sea algo que queramos dejar mejor para mañana. Cuando se tiene 90 años y un talento demostrado en un atrevimiento, ideológico y formal, histórico andar descalzo sobre nuestras hierbas salvajes (los cambios de humor, los de amor) es indispensable.