La gula del autor
Resulta estimulante enfrentarse a directores que, con dos o tres películas, consiguen hacer oír su voz en propuestas con decisiones harto alocadas. Pienso, sobre todo, en ese estallido de referencias y grandilocuencias que es Richard Kelly (Donnie Darko, Southland Tales), pero posiblemente podríamos sumar a Jean-Marc Vallée a ese púlpito de quienes, como también hace Zack Snyder (Watchmen, Sucker Punch), desoye todo consejo de la sensatez / comercialidad / tradición (escojan el sustantivo que prefieran) para dar un doble salto mortal con su cine. Café de flore es, después de la insulsa y ¿alimenticia? La reina Victoria (2009), un veo-tu-apuesta-y-la-doblo del director de C.R.A.Z.Y. (2005), quien escribe, dirige y monta el metraje de esta singular película y quien, por tanto, ha considerado oportuno arriesgar el beneplácito del público / crítico para mantenerse fiel a su idea. Posiblemente por todo esto, a Vallée cabría llamarle Autor.
Café de flore es una película en binomio que con sus dos tramas busca subrayar la universalidad de su tema. Por un lado, estamos en los años sesenta y en Francia, y seguimos la repetitiva vida de una madre entregada a su hijo con síndrome de Down; por el otro, un DJ canadiense y padre de dos hijas, que acaba de separarse de su amor de juventud y está en plena convivencia con su nueva pareja. Dos historias aparentemente distintas que tienen como nexo de unión la canción que da título a la película y el gusto de ambos protagonistas masculinos por esta. Vallée avanza lentamente por sus tramas pero siempre mediante un montaje que se preocupa por destacar las similitudes de las historias y por buscar la harmonía entre ambas; como un DJ con dos temas musicales, el director usa los puntos de unión para alternar el seguimiento de las dos líneas temporales y propone así una interesante interpretación sobre los roles de sus personajes. Por así decirlo, juega a las simetrías en un espejo.
Sin embargo, el gran problema viene dado cuando, desconfiando de la pericia del espectador, Vallée siente la necesidad de unir esas dos historias y dar una respuesta frontal a lo que durante hora y media ha estado susurrando de manera tranquila, pausada y sutil. Así, dedica el tramo final de su película a unir dos tramas que, por la separación temporal y territorial, resultaban casi imposibles de hilvanar. El salto final requiere mucha fe y quizás responda a la decisión autoral de su responsable, pero la pregunta surge al ver cómo el castillo levantado con tanto trabajo es demolido por un enxaneta kamikaze, al fin y al cabo la película se centraba hasta entonces en el proceso de reconfiguración vital de sus personajes, algo que queda olvidado ante el intento de seguir esa norma no escrita que parece obligar a cruzar las tramas de todos los personajes de una película. En resumidas cuentas, Vallée acaba siendo devorado por su ego-autor-escritor —como le ocurrió al Charlie Kaufman de Synecdoche, New York (2008)— y acaba su cinta recordándonos al amor de Iñárritu por los cruces de personajes.
Café de flore se disfruta en su libertad creativa y en el libre albedrío que Vallée otorga a sus personajes; enamora en la lentitud con que cuece su historia, que permite que nos hagamos un hueco en ese laberinto de sentimientos; se aprecia en la sensibilidad con que trata sus dilemas y en el cariño con que abraza a los dos personajes que finalmente se alzan como protagonistas (la madre y la ex esposa)… Y es que es precisamente ahí, en esas dos mujeres y su condición de aparentes secundarias, está el quid de la película. Café de flore trata de la pérdida de un amor y de cómo ello nos lleva a tener que reajustar nuestro papel en nuestras propias vidas, del vacío y del terror ante tal situación, y de cómo esa experiencia es aplicable al amor de una madre que ve cómo su hijo centra su interés en otra persona y al de una mujer que acaba de perder al que creía el amor de su vida. Supervivencia, al fin y al cabo. Ese era el nexo de unión de dos tramas que no requerían más para convivir, y con esa primera hora y media nos quedamos de la tercera película de Jean-Marc Vallée.