69 Mostra – Venecia 2012

Volumen 11: Despedida y palmarés

La 69ª edición de la Mostra de Venecia emborronó ayer, en su cúspide, un palmarés que hasta llegar a su premio más importante, el  León de Oro, parecía estar escrito con extraordinaria  y equilibrada orfebrería de amor al cine y de decisiones exquisitas. Fue entonces cuando Michael Mann anunció que la película que había merecido el máximo premio del festival era Pietà, de Kim Ki-duk, un despropósito mayúsculo porque el film no es ni tan siquiera una obcecación del realizador en su muy autoral caída al vacío de la última década, sino una sumamente conservadora decisión: la de plegar velas y recogerse en el cine dé género a la vista de lo cada vez más irrelevante de sus obras. Y lo que el coreano tenta en Pietà es una plenamente  fallida imitación, o mejor plagio, de los thrillers psicopáticos de su compatriota Park Chan-wook y su ya célebre trilogía de la venganza.

Para venganza, la de Mann y sus despiadados colegas para quienes asistimos durante once días a las proyecciones en el Lido para al final hacernos luz de gas con una de esas decisiones que parecen nacidas de alguna extraña iluminación ajena a la aplastante mayoría de quienes vimos y rechazamos el juego de trilero que Kim Ki-duk  trata de colar con Pietà y su mamma  terrible. Lo cierto es que, ayer, ya desde primera hora de la mañana comenzó a extenderse de manera persistente  el rumor de que al menos una parte del jurado se mostraba entusiasmada  con la nadería oportunista del coreano. Resulta evidente que los miembros del jurado que así se manifestaron son desconocedores de películas no precisamente minoritarias como Oldboy o, sobre todo, Sympathy for Lady Vengeance. Y no son conscientes de estar premiando una pésima falsificación de cine ya filmado a cargo de un pillo que se hizo con un León de Oro por copiar, mal, a un coetáneo, un vecino.

Lo que parece fuera de duda, observando el palmarés, es que debió de haber una abierta división en el jurado entre aquellos a los que se la coló Kim Ki-duk y los que defendían la evidencia de que en la competición habíamos asistido al nacimiento de una obra fascinante e inabarcable todavía en su alcance con The  Master, del norteamericano Paul Thomas Anderson. Son estos los que habrían forzado, a cambio de ceder el máximo premio a Pietà un equilibrio entre ambas películas, al salir reforzada The Master con un doble premio, el León de Plata al mejor director para Thomas Anderson y la loable capacidad de hacer que la Copa Volpi recayese exaequo en sus dos protagonistas, Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix, ya que en la inaprensible alquimia que mueve las relaciones de complicidad sutil entre ambos, en el enigma que ambos actores alimentan, reside una parte no pequeña de la grandeza de esta perturbadora ensoñación sobre el poder de la palabra, de la empatía, a través de una secta en la que muchos han querido ver un trasunto de Ron Hubbard y la Iglesia de la Cienciología.

Siguiendo con las decisiones de coraje y lucidez, que Michael Mann y sus colegas simultanearon con la desfachatez de lo de Kim Ki-duk, hay que reconocer el valor de que el Premio Especial del Jurado vaya al austriaco Ulrich Siedl, por Paradise: Faith, una visión entomológica de las patologías de la fe católica vivida como integrismo. Ya en Cannes, Seidl y su actriz merecieron, sin dudas, que se hubiese premiado Paradise: Love, su primera parte de lo que va a ser un tríptico descarnado e incómodo sobre el sexo y sus sublimaciones, molesto tanto estética como ideológicamente en el palmarés de un festival de categoría A. Para reconocer lo que es justo, en Cannes no se atrevieron con Seidl, y en Venecia sí lo han hecho. Se habría hecho justicia plena si, además de premiar al director, se avalase con un premio a la mejor actriz a la prueba de fuerza, la portentosa ausencia de pudor, con el que la veterana María Höfsttater se pone el cilicio, se aplica la fusta o alcanza el extasis con un crucifico entre sus muslos. No fue así y la Copa Volpi a la mejor interpretación femenina fue para la israelí Hadas Yaron,  hasta ahora desconocida protagonista de Fill the Void, en la que encarna  a la joven a la que su familia entrega como esposa al maduro viudo de su hermana. Lo mejor de este film estimable, pero preocupante por la normalidad con la que parece aceptar la sumisión de la mujer,es el ambiguo y medido registro de Hadas Yaron, con un soberbio plano final en donde su  expresivo rostro parece rebelarse ante su entrega pactada y poner así en cuestión las relaciones de dominio de la sociedad ortodoxa israelí.

El Premio al Mejor Guión para Oliver Assayas por su evocación exenta de paternalismos de los años en los que la juventud posterior al Mayo francés coqueteó con la lucha armada antes de dedicarse a las artes. En Après Mai, Assayas reafirma algo que ya estaba constatado: su sutileza en la escritura fílmica, incluso cuando como aquí se enfrenta al riesgo de contar hechos de su propia biografía emocional.

El Premio a la mejor interpretación de un actor o actriz emergente para el italiano Fabrizio Falco, por sus intervenciones insulsas en dos de las películas italianas en el concurso, Bella Addormentata, de Marco Bellocchio, y É estato il figlio, suena a decisión de conveniencia para premiar, de una tirada, a casi todo el cine nacional. No puedo dejar de pensar en la intensidad de Lola Creton, o de cualquiera de los jóvenes del reparto coral del ya citado Aprés Mai de Assayas.

Y  la sola mención del Premio a la Mejor Contribución Artística para el director italiano Daniele Ciprí por É stato il figlio me devuelve al estado de irritación que me provocó esta histriónica, literalmente insoportable, tragicomedia familiar enredada con la mafia.

Me parecen muy acertados, propios de un trabajo riguroso, los premios a la mejor opera prima para el film turco Kuf, y los de la prestigiosa sección paralela Orizzonti.  Es cierto que el nivel libertario y arriesgadísimo en las apuestas de Orizzonti parece haber dado un paso atrás en esta nueva etapa. Pero  las dos obras premiadas, la china Tres hermanas, del prestigioso documentalista Wang Bing y la belga Tango libre, en donde el nada prolífico Frederic Fonteyne (recuerden la  brillante Une liaison pornographique) vuelve a dar señales de su talento.

Hay una ausencia en el palmarés que lo ennoblece: merece una mención destacada la remisión de la nueva carta revelada de Terrence Malick, To the Wonder, al reconocimiento no oficial del Premio Signis, que otorga, como saben, un órgano de críticos católicos. Creo que es el mayor acto de justicia preclara de esta 69ª Mostra. Pone las cosas en su lugar, cuando la amenaza, por suerte esquivada, era que si el ejercicio de onanismo místico ganaba aquí, habría supuesto la conquista por el cineurgo-gurú de los  cuatro principales festivales categoría A en el panorama internacional. Y de ahí a su conversión en santo súbito o al totalitarismo a mitad de camino entre los Legionarios de Cristo y el culto New Age habría solo un paso.

Agradezcamos a Venecia que sus diques se resistiesen a la marea malickiana. Y animemos a que, después de esta amable, prudente primera edición del periodo Alberto Barbera, en donde se han remansado algunos excesos de la era Marco Müller, el próximo año la línea general de la programación se extienda hacia obras de mayor riesgo creativo.

Palmarés

  • León de Oro a la mejor película
    Pietà, de Kim ki-duk (Corea del sur)
  • León de Plata al mejor director
    Paul Thomas Anderson, por The Master (EE.UU.)
  • Premio Especial del Jurado
    Ulrich Seidl, por Paradise: Faith (Austria)
  • Copa Volpi al mejor actor:
    Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix por The Master
  • Copa Volpi a la mejor actriz
    Hadas Yarton por Fill the Void, de Rama Burshtein (Israel)
  • Premio Marcello Mastroianni a los actores emergentes
    Fabrizio Falco, por Bella Addormentata, de Marco Bellocchio y E estato il figlio de Daniele Cipri (Italia).
  • Osella a la mejor contribución técnica
    Daniele Cipri por E stato il figlio (Italia)
  • Osella al mejor guión
    Olivier Assayas, por Après Mai
  • Premio Luigi de Laurentiis a la mejor opera prima
    Kuf, de Ali Aydin (Turquía)

Volumen 10: 7 de Septiembre

El maestro Brian De Palma, del que esperabamos ansiosos señales de vida desde hace cinco años, fecha de estreno de Redacted precisamente en el Lido, salio en la última jornada de la competición al campo de juego veneciano. Pero antes nos hizo sufrir bastante. De hecho, no entró a jugar hasta pasada una hora del match. El pase de la película comenzó puntual, a las nueve de la mañana, pero en las imágenes que íbamos viendo de Passion no se sentía por ninguna parte distribuir juego al maestro. La historia discurría por los derroteros del thriller de duelo laboral en las oficinas de una empresa ubicada junto al sofisticado Sony Center berlinés. Pero yo casi estaría por prometerles que De Palma no ha pisado Berlin para este rodaje. O sea, que durante un tiempo, dejó que ejercieran por poderes.

Passion nos emplaza desde su comienzo a uno de esos tour de force de los de juegos de estrategia en los despachos, con una pugna entre Noomi Rapace y Rachel McAdams (en el debe recientísimo de esta ultima, la participación en el malvado engendro malickiano To the Wonder, tambien a competicion en esta Mostra). No voy a decir que las trazas de Passion, en su primera hora, sean las del Acoso de Barry Levinson, por poner un caso de pedestre thriller de mobbing . En cualquier caso si se percibe, en esa hora una planificación rala, una ausencia de toda seña de identidad de ésas que De Palma no se ha resistido nunca a desplegar desde el minuto uno. Eso sí, se aprecian elementos que van anunciando su llegada: el papel que juegan las nuevas tecnologías, el teléfono móvil, las c al servicio de la cámaras de seguridad de un garaje, como elementos del nuevo voyeurismo al servicio de la trama, siguiendo arriesgado hilo conductor de su anterior Redacted. Hay una relación de poder y sumisión, una jefa (McAdams) a la que tambien le gusta dominar en la cama, en juegos sadomasoquistas con caretas y pelucas. Y  Noomi Rapace, a la que quieren mas las mujeres que los hombres, es el botín de guerra, la victima, el patito feo, casi una Carrie en edad de ejecutiva de publicidad. Pero Carrie no tiene papá. Brian sigue sin llegar. Y la butaca se nos clava un poco en el alma minuto a minuto. Entre pillerías de oficina y suaves jueguecitos lésbicos, Passion quiere golfear pero lo hace con tibieza impropia del Gran Voyeur que es De Palma. Sí, Noomi Rapace pasa un susto en un ascensor. Es verdad, Rachel McAdams se masturba en la ducha. Pero cuando esperamos que salte al menos el guiño autoral tranquilizador del autor de Vestida para matar, la película sigue desnuda de fuerza. Cierto es que se preanuncia con redoble de percusión la existencia de una hermana gemela de Rachel McAdams, lo cual indica que ya debe de estar próximo el aterrizaje en plato del cineasta. Y es verdad que la banda sonora la firma Pino Donaggio, pero en esta orfandad que preside la primera parte de Passion, tampoco se la escucha con la propiedad de otras ocasiones. Y suena Donaggio tan desganado como el conjunto al que sirve.

Y entonces, cuando ya mirábamos la hora, se produce el vuelco. Argumentalmente, viene a coincidir con un asesinato. Éste lleva ya firma y rúbrica. Y a partir de ahí se abren los espacios. Y de qué manera. La ficción y la realidad comienzan a convulsionarse. La pantalla se parte en dos y, a la derecha, asistimos a una representación operística de La siesta de un  fauno, de Debussy, mientras en la otra esta a punto de sangrar la tela, el beso mortal. Ya llegó el maestro. Y la impresión de que en la pantalla, en el tiempo que le resta a la función, todo puede suceder, da paso al vértigo. De Palma mandó a parar. Se suceden los loopings de guion, de movimientos de cámara circenses, de bromas negrísimas, de vilezas exquisitas. Se abre el campo, la pantalla, se abren las aguas. Y Brian De Palma nos regala un concentrado de esencias de la casa. Menos mal, habrá pensado, que cuando me encargaron sacar adelante esta faena, al menos me dejaron sobre la mesa vacía de ideas una una careta y una peluca con la que comenzar la prestidigitación. Con razon en Cannes el film se anunció aún como proyecto que, con suerte llegaría a Roma, en noviembre. Qué nitida parece la impresión de que Brian de Palma nunca pisó Berlín, escenario natural de Passion. Qué casual un solo plano en exteriores alemanes.  Qué diabluras no hubiera hecho De Palma con la arquitectura high tech del Sony Center. Cómo se intuye lo que hay detrás de esa perezosa primera hora. Qué alucinatorio resulta saborear como el maestro esperó  casi hasta el descuento para construir, sobre esa cuadrícula de juego, un ejercicio de estilo barroco en el que hasta Pino Donaggio vuelve a sonar a si mismo y en donde la fotografía de José Luis Alcaine deja de parecer un remedo caprichoso de la atmosfera de La piel que habito para que la pantalla la habite, en un acto de mago del cine, de repentizador de pesadillas, de coloso del grandguinol, de taumaturgo supremo de las acrobacias en el alambre. el irrepetible maestro De Palma.

Tras esta exhibición, le tocó cerrar el concurso de esta 69ª Mostra a la tercera película italiana en competición, Un giorno especiale, de Cristina Comencini. No conozco en toda la insignificante filmografía de este autora un solo film que me haya dejado la menor huella. Con los años, no mejora. Su película, en una palabra, espantosa, cuenta el día que pasan juntos dos jóvenes en un automóvil: un chofer  y una aspirante a actriz que se dispone a pisar el despacho de un senador para, a cambio de algún favor conseguir que su carrera en la televisión prospere. Comencini filma ese día con tono de comedia romántica juvenil  primaria, con lo que se supone que su ñoñería insufrible estará destinada a un público al estilo Mario Casas. Por eso es despropósito aun mayor que, después de este día de turismo de telenovela, la muy inepta directora decida terminar la historia con un mal sabor de boca estilo Lewinsky. Dirán ustedes que poco pintará esta película en el palmarés que conoceremos hoy. Pero atención porque este festival tiene un Premio de Interpretación al mejor actor o actriz revelación. Y, como juegan en casa, entra en lo probable que sea para ese Mario Casas italiano, Filippo Scicchitano, o su compañera de viaje, Giulia Valentini.

En todas las quinielas para los premios grandes que hoy deciden Michael Mann, Pablo Trapero, Marina Abramovic, Laetitia Casta, Ho-Sun-Chan, Mateo Garrone, Ari Folman, Samantha Morton y Ursula Meier entra The Master, la subyugante pieza de Paul Thomas Anderson, que podría llevarse el León de Oro o el premio al mejor actor para Philip Seymour Hoffman o Joaquin Phoenix. A partir de ahí todo es posible, aunque parece que marco Bellocchio y su Bella addormentata no deberían de quedar fuera del reparto. Y sería un acto de coraje reconocer el trabajo de la actriz austriaca María Hoffstätter por su integrista de sexualidad sublimada entre cilicios y fustas con la que Ulrich Siedl, en su Paradise: Faith, vuelve a convertirse, como en Cannes, en el gran provocador del festival. Resta esperar que otro fundamentalismo, el malickiano, no se inflame aquí con un premio a To the Wonder que termine de originar el daño de aquella Palma de Oro new age a The Tree of Life.

Por lo que pueda suceder, les dejo una lista de lo que a este cronista ha parecido realmente relevante de una más que aceptable Mostra, en un rastreo que incluye tanto la sección oficial como las paralelas Orizzonti, Settimana de la Crítica y las Giornale degli Autori.

Recomendaciones de la programación de la 69ª Mostra:

1) The Master (Paul Thomas Anderson)
2) Passion (Brian de Palma)
3) O gebo e a sombra (Manoel de Oliveira)
4) Paradise: Faith (Ulrich Seidl)
5) O Luna inThailandia (Paul Negoescu)
6) Izmena (Kirill Serebrennikov)
7) Après mai (Olivier Assayas)
8) Lullaby to my Father (Amos Gitai)
9) Bella Addormentata (Marco Bellocchio)
10) Pietro Ingrao: Non me avete convinto (Filippo Vendemiatti)

Volumen 9: 6 de Septiembre

Hace ya mucho tiempo, infinitamente más del que se pudiera pensar en una primera impresión, que Robert Redford fue dejando  languidecer su carrera tanto como actor, espacio en el cual alcanzó el top durante la década de los 70 y luego, ocasionalmente, con Memorias de África, como en su faceta autoral tras la camara, en la que arrancó con fuerza en 1980 con Ordinary people para luego irse diluyendo hasta el punto de que solo hay bajo su firma otra obra incontestable, Quiz Show, filmada ya en 1994. El último film de Redford estrenado en salas, The Conspirator, tenía formas de película televisiva de la HBO y, de hecho, su repercusión fue poco menos que nula. Es más que probable que en todo ello tenga que ver su diletante tarea al frente de las diferentes instituciones que dependen de Sundance, esa republica indie cada día menos sugestiva y todos cuyos resortes parece (lean el libro de Peter Biskind al respecto) que Redford semeja obsesionado por controlar como una reina madre, sin hacer ni dejar que otros hagan.

El hecho es que este estreno mundial de su más reciente película en la Mostra, aunque sea fuera de concurso, parece suponer para Redford mucho más que una gira promocional. Un relevante test para analizar en que medida mantiene el pulso en la dirección y el tirón como protagonista absoluto, después de muchos años en los que parecía esconderse en proyectos de otros y no responsabilizarse luego de sus pésimas elecciones.

The Company you Keep tenía un excelente aspecto sobre el papel: ese argumento en el cual a mas de cuarenta años de su desaparición vuelven a salir a la luz pública las actuaciones de Weather Underground, una organización de extrema izquierda que llevo las protestas contra la invasión de Vietnam mas allá de la legalidad y llego a la lucha armada en acciones como el atraco a un banco y la muerte de un agente. Sus antiguos militantes, totalmente reinsertados en la vida pública, son sometidos a caza y captura por el FBI. Y Redford vuelve al papel del hombre en la trampa, en una escapada con reminiscencias en su filmografía como La jauría humana y, más claramente, Los tres dias del cóndor, el thriller conspiranoico de Sidney Pollack que el tiempo ha elevado a modelo en su género. Habría que ver que porcentaje de la motivación del actor y director a la hora de elegir este proyecto reside en una toma de relevo del desaparecido Pollack, con el cual llego a formar un tándem central en la carrera de ambos.

Estamos en 2012 y el FBI comienza a impacientarse cuando un periodista (Shia LaBeouf) de un diario de provincias rescata del olvido el caso de Weather Undergound y el de sus militantes con delitos de sangre que se han difuminado sin purgar sus actuaciones. Ante este material dramático de valor insólito en un país tan poco dado a indagar en las zonas de sombra de su democracia, The Company you Keep  podría haberse ofrecido como una impagable indagación en la memoria histórica de un estado que funda su fulgor imperial sobre la amnesia.

En la medida en la que Redford, quien aunque no firma el guion es claro que controló, esta vez sí, el proyecto en todas sus fases, se hubiese atrevido a echar el pulso en serio al sistema y sus amplios tabúes, su thriller se podría haber ganado un lugar de singularidad y de coraje dentro del género del thriller político. Pero viendo el desarrollo de The Company you Keep, muy pronto entendemos que el atrevido cóctel se va a aguar. Que Redford es un pactista. O que no tiene ganas de embarcarse, en un momento no precisamente de fuerza dentro de la industria, en un film que hiera muchas sensibilidades y le genere problemas. Que su perfil, en definitiva, no es el de Warren Beatty, quien con una edad parecida a la de Redford aposto el todo por el todo en un film maldito pero ya de culto, Bulworth (1999) con el que lanzaba un órdago al sistema y ponía en tela de juicio la esencia misma de la democracia norteamericana.

La apuesta de Redford, pese a las expectativas de su arranque, en el cual Susan Sarandon defiende la legitimidad de la lucha armada en determinadas situaciones, va de farol. De farol elegante, con un diseño de producción elegante, unas apariencias de thriller aseado y uno de los repartos del año, con Sarandon, Julie Christie, Nick Nolte,  Shia LeBouf, Richard Jenkins, Chris Cooper y Stanley Tucci en su cartel. Pero digamos que juega sobre seguro. Las amarras soltadas con ese sobrevuelo sobre una historia oculta, la de la subversión izquierdista en los 70, van plegando velas cuando paso a paso, e introduciendo elementos de melodrama familiar que chirrían al insertarse en el thriller con la única función de remansarlo hacia un discurso correcto. Pensado de modo reflexivo, por otra parte, resultaría casi estrafalario el que Robert Redford se hubiese lanzado a estas alturas contra los elementos del establishment político. La veterana estrella tuvo una acogida de lujo en el Lido, coincidió casualmente con el presidente de la República, el excomunista Giorgio Napolitano, y la foto estaba en las primeras de toda la prensa italiana.

Ese eco de la star retro hizo sombra a las dos películas en concurso, sin que tampoco hiciesen mérito ninguna de ambas para obtener especial aparataje de focos. El filipino Brillante Mendoza es un habitual de los festivales internacionales. Disputó ese puesto, en su momento, con otros dos cineastas de su país, los menos manejables Raya Martin y Lav Díaz. Y una vez que lo ganó con su presencia dos años en Cannes, primero con Serbis y luego con Kinatay, que le valió el Premio a la mejor dirección en la Croisette, no hay año que no haya película suya en las pasarelas. Este 2012, incluso, por partida doble, porque en febrero llevó a Berlín Captive, en la que se movió de su formula de cine de contenidos sociales y actores filipinos para coquetear con la industria y dirigir a Isabelle Húppert, y ahora vuelve en Venecia al redil localista con Sinapupunan. Dejando a un lado las dudas que despierte ese posible oportunismo de Mendoza con el star-system europeo, saldado sin éxito, lo cierto es que Sinapupunan es perfectamente reconocible dentro del sello de su autor: un asunto costumbrista, con toques sociales (un matrimonio que, ante la esterilidad de ella, busca una segunda esposa), una cámara oscilante que se atreve hasta con planos bajo el agua que parecen un homenaje a Piraña 3D, una morosidad acorde con lo sucinto de su trama, y un resultado tan previsible como correcto.

La que desgraciadamente no es ni previsible ni correcta es la cinta belga La cinquième saison, dirigida por Peter Brosens y Jessica Woodsworth. Quiere ser un originalísimo cuento de terror apocalíptico sobre la rebelión de la naturaleza en el paisaje hosco de las Ardenas.  Una sucesión de situaciones surreales, primero en tono cómico, donde los hombres hablan con sus aves de corral y las vacas se vuelven insumisas. De ese humor zoofílico, Brosens y Woodsworth van dando paso, con el paso de las estaciones a momentos cada vez más morbosos. El gallo con el que el dueño bromeaba termina decapitado. Es casi lo que recuerdo con más intensidad de este puro delirio que me provoca cabreo y hastío y con el cual sus directores quieren llegar a una progresión que anuncia el fin del mundo. O sea, como Bèla Tarr pero con capón en vez de caballo y, obviamente, sin la capacidad envolvente del genio húngaro.

Volumen 8: 5 de Septiembre

Quedan solo dos días para que esta 69ª edición de la Mostra de Venecia entregue sus premios y tan sólo tres autores, Brillante Mendoza, Francesca Comencini y el largamente aguardado Brian de Palma por postularse para un palmarés en el cual las dos películas que suenan de momento como favoritas son The Master, de Paul Thomas Anderson, y Aprés Mai, de Olivier Assayas.

Esta mañana se esperaba con expectación, en una Mostra que ha sido seguramente la más parca en cuanto a desembarco del star-system norteamericano de los últimos años, la llegada de Robert Redford quien, tras varios tropezones que amenazaban con retirarlo del cine de manera prematura (tiene 76 años) dirige y protagoniza The Company You Keep un thriller de aspecto a priori epatante, en un casting en el que le acompañan Shia LeBouf, Julie Christie, Nick Nolte, Susan Sarandon y  Brendan Gleeson. Es poco fundado pensar que Redford vaya a provocar a la entrada del Lido la que hasta ahora ha sido mayor locura colectiva de los fans y cazadores de autógrafos de esta Mostra: ayer les hablaba de un infumable producto que iba de gamberro y transgresor, Spring Breakers, dirigida por Harmony Korine. Lo que estaba fuera de mi entendimiento es que el reparto de chicas malas que fuman en todo menos en pipa en este bodrio improcedente, Selena Gomez, Vanessa Hudgens y Ashley Benson iba a derivar en el más desbordante fenómeno  de idolatría en su aparición en el Lido. Como entra en mi deber informar de a qué se debe este hecho, paso acta de que las tres jóvenes proceden de la cantera televisiva de productos tan artist como Glee, Los magos de Waverly Place, Hannah Montana o High School Musical, en donde compartía cartel Zac Efron, la otra celebración histérica en la alfombra roja del Lido en esta edición.

O sea , que en esta semana por esa misma alfombra han ido pasando Ben Affleck, Winona Ryder, Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman, Spike Lee, Pierce Brosnan, Kate Hudson o Claudia Cardinale, pero quienes de verdad generan entusiasmos son Zac Efron y las hannas montanas. No es necesario explicarles que el star-system ha muerto, que lo que ahora domina Hollywood es algo así como el Club Disney. Y  que dentro de poco las críticas de cine deberán hacerlas menores de quince años como los que abarrotaban ayer el Lido.

Entiendo que estas hordas griten al paso de las teenagers de Spring Breakers, y no vayan detrás de dos señores que unas pocas horas antes en esa misma sala ofrecían sendas lecciones de cine mayúsculo, dos realizadores de 73 y 103 años, Marco Bellocchio y Manoel de Oliveira (ausente porque su salud, después de un susto en julio, aún debe estar resentida). Que los clubes de fans persiguiesen a Oliveira o a Bellocchio sería un surreal acto de gerontofilia. Pero ese contraste brutal, el hecho de que las multitudes se concentren en torno a la silicona y el acné y ésa sea la foto del día mientras dos genios vivos del arte mayor cinematográfico estiran su talento digno de veneración es otra prueba de lo asilvestrado de esta sociedad que rinde culto a la horterada y se desentiende de la belleza de la lucidez.

Pues, pese a eso, el miércoles fue un día de celebración para el cine de hondísimo calado. No se trataba de un tour de force provocado, pero esa coincidencia en la misma jornada, y en pases simultáneos, de Bella addormentada, de Bellocchio, que compite por el León de Oro, y O gebo e a sombra, de Oliveira, presentada fuera de concurso, convirtió la mañana en una glorificación civil del cine develador de la naturaleza humana. Porque en profundos caladeros de esa búsqueda se sumergen tanto el italiano como el portugués.

Con Bella addormentata, Marco Bellocchio aborda la cuestión de la eutanasia a partir del caso real de Eluana Englaro, una joven que llevaba varios años en coma y  en el cual, en el invierno de 2009, mientras trataba de desviar la atención de los escándalos de sus velinas y sus trapisondas, el entonces primer ministro Berlusconi hincó el diente para defender “la causa de la vida”, sin importarle un encarnizamiento obsceno con el dolor de aquella mujer que su actitud contribuyó a generar. Bellocchio, quintaesencia del cineasta con arrojo extremo para agitar conciencias (suyas son algunos de los hitos de mayor coraje cívico y político del cine europeo como Las manos en los bolsillos, La China é vicina, En el nombre del padre y, más recientemente, La sonrisa de mi madre, Buenos días, noche y Vincere) opta como en él es norma por huir de la grandilocuencia o de la consigna ideológica evidente. Deja que sea el espectador el que extraiga sus conclusiones sobre la sordidez del “caso Eluana” a través de los diversos frentes narrativos que abre para escapar del panfleto: el de un diputado de la mayoría berlusconiana que quiere votar en conciencia a favor de dejar descansar a la mujer y con eso hunde su carrera política y el de la propia familia de Eluana, con una Isabelle Huppert que, en un acto de generosidad, no se arroga protagonismos y, en su rol de madre integrista de la joven en coma, funciona como un elemento más de esa amplitud de frentes argumentales. Hay en Bella addormentata una secuencia, la desarrollada en la sauna privada donde vemos  las cabezas de los senadores asomando como cetáceos de un sistema político varado en el saqueo y la impunidad, que sin duda, marca la capacidad de significación política del cine de Bellocchio sin resultar nunca enfático. Es posible que, en tiempo de indignaciones, eso lo que buena parte de la audiencia le pedía a Bellocchio, cine enfático, engolado, mitinero, de aplauso fácil. Y quizás al no encontrarlo, la acogida a la eminente Bella addormentata fue algo más tibia de lo esperado.

Quien de nuevo sorprendió, desafiando a toda norma biológica, fue Manoel de Oliveira, O gebo e a sombra había sido rechazada en Cannes (de cuyo director, Thierry Fremaux es conocido su desapego hacia la longevidad del cine de Oliveira) y el hecho de que en Venecia pasase fuera de concurso llevaba a intuir que, tal vez, se trataba de una obra que mostrase (y decir esto parece una ironía si hablamos de los casi 104 años del portugués) la erosión del tiempo. El proceso es inverso. O gebo e a sombra es, posiblemente, el film más sereno y lúcido de toda esta Mostra. Su planificación radical, con planos cuya duración extraordinariamente larga no son sino el arma para que Oliveira, sobre todo a través de ese actor de madurez colosal que es Michael Lonsdale, se explaye en un discurso de apabullante coherencia en torno a la crisis económica, la pérdida de referencias morales, la usura de los poderosos o la jibarización de los políticos. Y cada uno de esos planos, y de los diálogos y silencios dentro de ellos, compone una película ante la cual la admiración no puede ser mayor. Un film al que, seguramente, pasado el tiempo, habrá que recurrir para entender cuándo se nos jodió Europa, con una explicación reposada y sabia de un cineasta para todas las estaciones.

Volumen 7: 4 de Septiembre

Linhas de Wellington es una coproducción luso-francesa que vio la luz casi como un parto por cesárea. El proyecto de construir un drama coral en torno a la resistencia de los portugueses, apoyados por fuerzas británicas, a la invasión napoleónica, era una idea del fallecido hace ahora un año Raoul Ruiz. El cineasta chileno vivía un esplendor artístico en medio de la agonía biológica, y de él salieron dos piezas magistrales, Misterios de Lisboa y La noche de enfrente, estrenada ya de modo póstumo en el pasado festival de Cannes. La viabilidad de Linhas de Wellington, ante la desaparición de Ruiz, tuvo dos pilares: uno, el de la viuda del director, montadora habitual de sus películas y también realizadora, Valeria Sarmiento. El otro, el apoyo incondicional de Paulo Branco, amigo y productor fiel de Raoul Ruiz. Branco no sólo sustentó la posibilidad de que Valeria Sarmiento sacase adelante la película, sino que reclutó a algunos de sus amigos, como Catherine Deneuve, Michel Piccoli, Isabelle Húppert o Chiara Mastroianni, que muestran su complicidad apareciendo con sus respectivos cameos en Linhas de Wellington. El cretino de costumbre se refiere hoy mismo a Branco como temible. Evidentemente, Branco no ha dedicado su vida a producir cosas como el Sherlock y Watson madrileño de José Luis Garci ni a pensar que el cine realmente emotivo desapareció con el siglo XX y todo lo que viene después son excentricidades que los modernos dicen disfrutar. Muy al contrario, Paulo Branco es el productor, entre otros muchos, de Alain Tanner, Wim Wenders, Peter Handke, Pedro Costa, David Cronenberg  o Manoel de Oliveira, quien sigue haciendo cine en pleno siglo XXI y hoy mismo va a presentar en Venecia, con 103 años,  O gebo e a sombra.

Linhas de Wellington se presenta, pues, como un hermoso proceso de supervivencia del cine como arte solidario, empujado por Paulo Branco, por Valeria Sarmiento, por todos los que quisieron a aquel cineasta indomeñable y libertario llamado Raoul Ruiz. Qué mas da que algún desalmado no entienda de esas cosas llamadas lealtades.

Decía su directora en la rueda de prensa posterior al pase del film, que seguramente Raoul Ruiz habría hecho otra película, que duraría seis horas y no dos y media. Es verdad que la versión cinematográfica, que es la que concursa en Venecia, tiene ese metraje. Pero el apoyo del canal francés Arte (imagino que también temido por el reptil de Prisa) ha permitido que Linhas de Wellington, en su concepción como serie televisiva, dure cuatro horas y como tal se vaya a exhibir en unos días en el festival de San Sebastián.

No es anecdótica esta circunstancia porque en el curso narrativo de la película de Valeria Sarmiento, una obra de fortaleza épica coral solo comparable a lo rico de sus numerosos episodios personales, se percibe, pese al trabajado montaje de Sarmiento, que hay oquedades, historias a las que se les echa en falta su desarrollo que, sin lugar a dudas, verá la luz cuando se contemple el metraje restante.

Aún con ese hándicap, Linhas de Wellington brilla como resonante friso histórico de un momento clave en el devenir del siglo XIX, el de la derrota de las tropas de Napoleón en Portugal. Y fulgura en los matices de los numerosos afluentes argumentales con los que la película se va abriendo a los singularizados dramas, casi todos ellos protagonizados por un elenco de actrices portuguesas eminente, junto a nuestra Marisa Paredes, otra cómplice en el curso del tiempo, tanto de Ruiz como de Branco, y a las presencias de John Malkovich (él encarna al general Wellington), Melvin Popaud, Vincent Perez y Mathieu Amalric. Es una obra, en su concepción de cine de conflicto bélico desnudo de efectos especiales, ciertamente atípica para el tiempo que vive a industria del cine. Y  su emocionalidad poderosa nace, no del artificio, sino del trabajo de composición del plano y del tratamiento de la luz casi pictórico. Y de la autenticidad que brota de los meandros que encuentran siempre interpretaciones medidas y que se armonizan en ese film esperanzador para quienes creen en el cine sin trampantojos.

Frente a la sinceridad como arma desencadenante de la sensibilidad de la película de Valerie Sarmiento, tuvimos luego en la competición veneciana la ducha fría de impostura, de desesperada necesidad de epatar a costa de recursos infantiles, escatológicos, sobre los que da tumbos Harmony Korine en la detestable (no es irritante: no alcanzan para ello sus manguerazos de excrecencias varias) Spring Breakers. Korine se hizo un espacio en el corazón de algunos con un filme freakie, Gummo, que es para esas personas parte de su respetable educación sentimental. Y abundó en ese freakismo con Mister Lonely, un disparate inofensivo sobre imitadores del Papa, de Michael Jackson o de Marilyn Monroe, que se presentó en Cannes 2009.

Spring Breakers parecía ser muy esperada por las tribus bizarras que confían en que Harmony Korine se suelte como Gran Provocador. Y en el pase de la noche había un aire en las butacas casi más cercano al de una proyección de The Rocky Horror Picture Show que al de una película se la sección oficial de la Mostra. Muy pronto se resolvió la duda. Korine apunta un esqueleto argumental delirante, según el cual unas quinceañeras rebeldes deciden abandonar su pueblo y largarse a California en unas largas vacaciones de primavera en las que, en una especia de guateque oligofrénico  se lo montan de bikineras exhibicionistas, organizan cándidos numeritos lésbicos, orinan en público, se emborrachan bebiendo lo que les echen de una manguera, esnifan y aspiran lo que les pongan por delante… Todo con una  entidad cinematográfica y un empaque que, por puro contraste, convertiría a Russ Meyer en Luchino Visconti. Esta abierta memez, que incluye una imitación de Britney Spears que fue, paradójicamente, lo más celebrado por los fans de Harmony Korine, de un sexismo insultante y un humor que haría que Porky’s a pareciese The Last Picture Show me lleva a preguntarme qué habría tomado el comité de selección de este festival cuando decidió que Spring Breakers merecía estar en la lucha por el León de Oro. Qué bizarros. También me pregunto quién habrá convencido a James Franco para que se embarcase en el engendro, como el Doctor No que se enfrenta a estos ángeles de Charlie en fase anal. Al menos me tranquilizó algo ver que, al final de la proyección, los entusiastas de Harmony Korine salieron de la sala con una emoción perfectamente descriptible.

Volumen 6: 3 de Septiembre

Un peso pesado del cine europeo, el francés Olivier Assayas, ofreció ayer, en Aprés Mai, una lección de honestidad personal y cinematográfica en el Lido al volver sobre sus años de joven estudiante revolucionario en la Francia de 1971 y desplegar su mirada, en buen parte autobiográfica, sin asomo de maniqueísmos ni de vindicaciones a tiempo pasado. La lucha política no había ocupado un lugar para nada relevante en la muy notable filmografía de Assayas hasta que hace dos años éste emprendió la arriesgada empresa de contar quién fue Carlos Ilich Ramírez, personaje central de la década del terrorismo internacionalizado, los años de plomo de las Brigadas Rojas, la Baader Meinhoff, el Ejercito Rojo japonés, y sus apoyos en el entonces aún vigente bloque del Este y sus derivaciones en Argelia, Libia o Yemen. Con Carlos (2010), producida como serie para la televisión de pago, Olivier Assayas asumía la complejísima misión de reconstruir las posiciones de la lucha armada y ubicarlas en tiempo y lugar, en el marco de la guerra fría, sin dejarse llevar por idealizaciones fuera de lugar ni por la más sencilla demonización de una actividad focalizada en la violencia como instrumento para remover los escenarios políticos. Y el mérito no menor, y creo que no suficientemente reconocido por la crítica de esa película de seis horas es el de manejar con hondo equilibrio intuitivo la humanización y, de su mano, la desmitificación sin trazos gruesos del hombre cuyo rostro y actuaciones  en escenarios de medio planeta fueron la imagen de la Internacional del Terror.

Es oportuno ese recuerdo del trabajo anterior de Assayas, que le ocupó dos años, porque en la película presentada en Venecia, Aprés Mai, los protagonistas son unos jóvenes, los estudiantes de grupos de la izquierda revolucionaria en el París que se agitaba sobre los rescoldos del Mayo Francés al que alude el propio título del filme y que en algún caso muy bien pudieran haber sido alevines de las diferentes organizaciones que hacían aparición en el riguroso mural histórico de Carlos.

Y de nuevo Assayas encuentra la capacidad de distanciamiento (ya está dicho que uno de los personajes de este marco para la revuelta está tomada de su propia experiencia personal) para que el cuadro coral de jóvenes que han comprobado que la resistencia cultural del 68 no es un instrumento de cambio y que por eso militan en organizaciones que apuestan por la acción directa no responda en modo alguno a clichés simplificadores. Venimos de un tiempo en el cual esa fraccionalización de la izquierda de los 70 en trotskistas, leninistas, maoístas, libertarios, situacionistas… se ha ridiculizado con facilidad bajo la etiqueta del infantilismo del sarampión izquierdista o el ninguneo a los llamados “tigres de papel”.

En Aprés Mai, los tigres no son tales sino que cada uno responde a una peculiaridad más o menos fiera, y en vez de papel lo que late en la puesta en escena de Assayas, y en los pliegues del guión de François Renaud-Labarthe, es un esfuerzo denodado por humanizar las razones de cada uno para situarse en la trinchera. Hay, además, en Aprés Mai, un acercamiento a esta juventud airada que va mucho más allá de su rol político. La evolución emocional, los encuentros y desencuentros amorosos en plena revolución también sexual, y las pulsiones creativas de los protagonistas, contribuyen a que Assayas permita que su película encuentre respiraderos a través de los cuales mostrar con extrema sensibilidad, con una ternura depurada de cualquier asomo de paternalismo, el motor de idealismo y de implicación de un cuadro de personajes  (en el que destaca el magnetismo ávido de Lola Créton, protagonista de Un amour de jeunesse) de que, en ese tranche de vie que explora la película, nos muestran cómo decidir cruzar el puente mucho antes de llegar al río no supone necesariamente responder a unos estereotipos de cretinismo político o de espíritu naïf con el que casi siempre se ha abordado esta situación en el cine reciente.

Aprés Mai  tiene, así, algo de reivindicación generacional  (no gratuita en pleno debate sobre los indignados) y, en el equilibrio de la balanza, unas dosis de bien medidos mordiscos de realidad que evaporan cualquier tentación de soflama y que contribuyen a que, a través del dolor y las contradicciones, los personajes encaucen el camino hacia la maduración personal (los viajes a Italia o a Londres) y hacia la salida, con el desencanto solo intuido, de primer plano de la lucha por transformar el mundo. Es la de Assayas obra de exquisita textura y de honradez intelectual a prueba de cócteles molotov. Y, por lo visto hasta ahora, debería de tener lugar en el palmarés del jurado que preside un Michael Mann a quien un film como éste debe de sonarle a apología del terrorismo.

El segundo autor con nombre relevante (cada vez menos: sus acciones se han devaluado en la última década hasta situarlo para muchos, tal vez para él mismo, al borde de la irrelevancia) fue ayer el del coreano Kim-Ki-duk. La caída en barrena de este director ha sido motivo de muchos comentarios sarcásticos (incluso suyos, cuando se flagelaba ante la cámara por no ser un buen director en un hilarante momento de su documental ombliguista Arirang) y el último escalón en ese descenso fue su presencia en la competición de San Sebastián en la edición de 2011 con un espanto fatuo e insufrible titulado Amén.

Por eso, cuando antes de los créditos iniciales de su película veneciana, Pietá, se sobreimpresionó en pantalla de manera inopinada una frase escueta, “la película nº 18 de Kim Ki-duk”, la crítica especializada se expandió en una carcajada sin saber si tomarse el dato en bruto como una amenaza o como una reafirmación de autoestima del últimamente bastante apaleado director. Lo cierto es que en lo que más o menos había coincidencia era en que esta presencia del coreano de nuevo en un festival privilegiado como Venecia, tras años fuera de esa primera línea, sólo podía servir para dar un impulso a su situación creativa de más que aparente callejón sin salida o para asestarle la puntilla y remitirlo a la categoría de efímero autor oriental de cuyo nombre ya nadie va apenas a acordarse.

Pietá, precedida de cierta expectación por la situación límite comentada, sí ratifica una cosa: el estado de desconcierto de Kim Ki-duk, quien viéndose acorralado ha decidido salir de la esquina con un bizarro cambio de tercio. Era inesperado que la elección del coreano para esta emergencia fuese la de optar por un film de género casi en estado puro, un thriller psicopático alejado por completo de su universo fílmico. Superada la sorpresa, hay que decir que Pietá muestra en su arranque bastantes reflejos para descolocar, que su protagonista, un rompehuesos a sueldo, dedicado a cobrar a medias el seguro médico de los tipos a los que deja para el arrastre logra de primera intención inquietarme y desear no encontrármelo nunca en una esquina oscura. Pero, a medida que el guión va introduciendo elementos freudianos, finalmente materializados en una mamá terrible, Pietá va asemejándose progresivamente a una  ramificación imperfecta de los thrillers de Park Chan-wook. Y, claro está, la incapacidad que denota Kim Ki-duk para ir abriendo y despejando incógnitas no tienen nada que ver con la precisión de cirujano del autor de Old Boy o Sympathy for Lady Vengeance. De esa forma, en Pietá, rematada de mala manera, con flagrantes incoherencias de guión y nulo sentido del climax del suspense, Kim Ki-duk concluye pidiendo la hora. Y pese a la generosa ovación de un público de pase nocturno que se supone predispuesto a apoyar la causa, queda en el aire si el autor de La isla permanece o no en el who is who de autores de la serie A. O sea, si la película nº 19 de Kim Ki-duk se estrenará en el Lido o en el Fantasporto.

Volumen 5: 2 de Septiembre

Lo presenciado ayer en el Lido, el acto de megalomanía que, en mi opinión, llega hasta la falta de respeto al espectador y que firma Terrence Malick como To the Wonder es una de las experiencias más irreales que este crítico haya vivido en un festival de cine en cerca de tres décadas. Visionaba en  su pase matinal el caleidoscopio de imágenes de este acto de arrogancia totalitaria y me sentía progresivamente ofendido, en la medida en la que mi impresión es la de que se estaba atentando contra mi inteligencia, seguramente corta de miras para alcanzar a comprender algo de esa función de no-cine que entra más en el terreno de la crónica de sucesos que en de la crítica cinematográfica.

Considero inmanejable realizar una catalogación artística, ni siquiera somera, de algo que no puede ponerse bajo esa lupa porque su propia inexistencia como obra fílmica la sitúa más cerca de la necesidad de un análisis patológico que de las bondades o deficiencias de una película.

Trataré de explicarme: algo hay de anómalo en el, llamémosle así, fenómeno Malick, cuando a la hora de valorar una de sus creaciones, quien lo hace parezca sentirse intimidado para expresar el rechazo y la repugnancia ética que, en mi caso, su deriva me provoca, porque existe la sensación de que con ello no se está el cronista limitando a analizar un filme sino a atacar la sensibilidad de las personas que sí disfrutan y aureolean lo que últimamente filma este hombre.

Por remontarme al origen del problema, no tengo ninguna duda de que estos lodos provienen de aquellas poluciones  de adoración nocturna de un amanecer en Cannes de 2011, cuando nació Tree of Life. No creo ser subjetivo si afirmo que la suerte de aquella proyección se jugó en un terreno enfangado por el maximalismo, en una tensión tauromáquica o incluso de credos, que dio lugar a una religión, muy respetable, y a una heterodoxia para la que no hubo hoguera pero no por falta de ganas.

A mí Tree of Life me provocó un distanciamiento marciano, un malestar creciente en mi consideración de que se me quería colar de matute como obra trascendente una empalagosa impostura. Pero, dentro de mi disconformidad, que expresé de manera sonora como otros muchos  cuando Malick ascendió a los cielos con los créditos finales, creo que en esa película existían elementos para el debate.  Igualmente opino que del debate oficial, el del jurado de Cannes, salió una decisión libre, la de conceder la Palma de Oro a la película, en la que se catapultó la bola de fuego que es la que nos ha llevado a que en la mañana del domingo, en el Lido, pudiésemos vivir una situación del disparatado calibre de avalancha del nonsense que es  To the Wonder.

En sus casi dos horas de metraje, Terrence Malick hilvana una sucesión de planos en donde aparecen, de  manera esencial, una pareja, Ben Affleck y Olga Kurylenko, y un cura, Javier Bardem. De ese continuum de imágenes deducimos que Affleck y Kurylenko sufren una crisis y una ruptura, y que él encuentra el consuelo junto a una amiga de la infancia. También sabemos, porque Bardem nos lo afirma, que “a la derecha está dios, a la izquierda está dios, arriba está dios, abajo está dios”(sic). En este remix tan sutil de la yenka y de Barrio Sésamo van a confluir buena parte de las lanzadas irónicas que tenga que sufrir, que está padeciendo ya, el mártir y cineurgo Malick. Pero a mí no me molesta que To the Wonder alcance esas cumbres para la chanza; aún más, me preocupa que esas verdades de Juan Palomo oculten la gravedad real de la patología Malick. Bajo el discurso de depurar la progresión antinarrativa hasta hacer desaparecer por completo cualquier atisbo de relato, yo lo que atisbo es que, con los 112 minutos de To the Wonder, en una sala de montaje cualquiera de nosotros sería capaz de desestructurar 56 spots publicitarios de: Yves St Laurent, Evax, Meeting, Myrurgia, Durex Extrasensitivo, Danacol, Radio María, Hablar por hablar, Sanex, Seguros Santa Lucía, Bofrost, Mitsubishi Pajero… y corto, porque si quieren más consejos publicitarios no tienen más que pasarse por taquilla cuando alguien se atreva a estrenar en sus cines To the Wonder y escuchar atentamente los consejos de Javier Bardem: a la derecha está dios…

Mi impresión ayer noche en Venecia, después de que To the Wonder hubiese atentado con  tres pases para la crítica y la industria, encierra un optimismo antropológico. La impresión, o tal vez sea el wishful thinking, de que Terrence Malick puede haberse sometido ayer a una autoinmolación. Este cronista firmaría a ciegas hacerle a Malick un hueco en el santoral siempre que me garantizasen que este clima insano que en mi opinión provocan sus guapas alucinaciones ha llegado al non plus ultra con la ofensiva italiana.

Por si la jornada no hubiese ya dado de sí para todos los decibelios del cabreo (se hizo bien sonoro el abucheo en el pase matinal del Lido), llegó Takeshi Kitano y se marcó una pájara. Realmente no es ya cosa de última hora. Hace ya tiempo, sin duda al menos desde que Kitano se sintió Fellini por un día y se filmó en aquel narcisismo parvo llamado Takeshis, que el japonés venía dando síntomas de agotamiento. Lejanos ya los días de salvajismo naïf de Sonatine y también aquel periodo en que maduró, se hizo adulto y ofreció tres obras tan diversas y poderosas como Hanna-Bi, Kikujiro y Zatoichi, el más reciente trabajo de Kitano antes de Venecia, Outrage, dejaba intuir ya un cansancio de sí mismo, algo así como esos cómicos televisivos (de ahí viene el origen de Kitano) que en su día bordaron las faenas pero que, con los años, salen ya al escenario desaliñados y como en play-back. Pues en Outrage Beyond, que es la película que el autor trajo a la Mostra, lo que huele como la sangre es que Kitano no está ya cansado, es que tiene hartazgo de su sombra. Y así, su thriller de yakuzas, que formalmente es una secuela de su film anterior, en realidad se plasma en un desganado remedo de lo que fue el género en sus manos. Apena ver a Kitano sesteando dentro de la pantalla y tras las cámaras, como hilvanando una de esas recopilaciones de grandes éxitos maleadas no ya por el autor original sino por una chapucera orquesta de música para elevadores. Outrage Beyond es torpe, su pereza es tal que da la sensación de carecer de guión, toda la estructura parece entregada a un mecanicismo soporífero y ni siquiera  la composición de los planos de violencia, otras veces tan bien coreografiada, se salvan de esa postura descuidada, ratonera, de vagancia exasperante que preside el film. Y como queda claro que Kitano no se soporta a si mismo, parece razonable sugerir que tampoco nos haga a los cronistas sufrir su pereza  y que, a falta de nada mejor, se acomode de tumbao en su cacareada office.

Volumen 4: 1 de Septiembre

Asistimos ayer a uno de esos casos en los que una película, por si sola, justifica y convierte en referencial toda una edición de un festival de cine. Tantas eran las expectativas generadas desde hace meses con The Master que la jornada de ayer debió de ser vivida por  su director Paul Thomas Anderson como un match point en Roland Garros o como una de esas reválidas con las que amenaza con revivificar el ministro Wert. Toda la campaña que rodeó el estreno de la película, incluidos de manera destacada los motivos extracinematográficos, la polémica generada por  los supuestos ataques al creador de la Iglesia de la Cienciología, Ron Hubbard, y el enfado de Tom Cruise cuando Paul Thomas Anderson le dejó el guión, quedaron  ayer laminados por la abrumadora grandeza de The Master, obra que entró ayer en la vida a través del Lido, y que tiene trazas de perpetuarse de manera perenne en el tiempo como película sobre la cual habrá que volver una y otra vez para dejarse envolver  de nuevo por su opulencia de estilo y por la alquimia, solo al alcance de los más grandes narradores visuales, que preside estos 137 minutos de indagación en las zonas más sombrías de la naturaleza humana y de elíptico y, al mismo tiempo, avasallador estudio de las relaciones de poder entendidas a partir del dominio de las mentes.

Y es que los hilos que mueve como nadie a la hora de generar operaciones de propaganda de apariencia espontánea  Harvey Weinstein (productor de la película después de que Universal hiciese el favor de renunciar a su financiación, se supone que por presiones del ya citado Tom Cruise) son ya pura anécdota cuando tenemos ya, sobre el mapa dela pantalla del Lido, las imágenes de esta pieza cumbre del cine de nuestro tiempo. Lo de menos son los efectos que sobre las recaudaciones tenga el efecto Weinstein; es más, tengo la asentada impresión  de que, pese a que (diga lo que diga el jurado de la Mostra dentro de una semana) la película salga aureolada de Venecia por todos los superlativos que se merece, su carrera comercial será pobre en el mejor de los casos y puro veneno para  la taquilla de manera más que probable.

Porque las imágenes sobre las que Paul Thomas Anderson fragua esta historia intencionadamente inarticulada están concebidas desde una falta de concesiones que va a expulsar al público mayoritario en cuanto éste cruce un par de  dinteles de este encadenado de puertas hacia la sabiduría llamado The Master y encuentre que no hay asideros a los que aferrarse.

El viaje que Thomas Anderson propone prescinde de divisiones entre lo onírico y lo real, entre personajes con los que empatizar y otros a los que sentir detestables. De ahí, entre otras cosas, el pueril y por completo errado reduccionismo de quienes quieren situar este film como una película sobre la Cienciología o aún sobre sectas en general, porque el itinerario perturbador e impredecible de The Master prescinde de brújulas, de ideas de tiempo o espacio, y brinda una apabullante excurso, sin hoja de ruta, por los tortuosos laberintos  de la mente, de la manipulación, del sentido de grupo. Es un juego de espejos suprarreal, lisérgico, en donde cabe acordarse de William Blake, de Sigmund Freud, de H. G. Wells, de Harold Pinter, nombres con los cuales Paul Thomas Anderson puede debatir en su apabullante exposición de las percepciones de lo real  y lo imaginado, del deseo y de su sublimación, de las relaciones de dominio como base de la condición humana.

Ese desarraigado veterano de guerra que encarna con formidable sequedad en los límites de la cordura y del nihilismo  Joaquin Phoenix (actor al que Hollywood había desterrado por payaso y que Anderson rescata para que sea su Prometeo) es el personaje vehicular que nos conduce de la ficticia Norteamérica de la década de felicidad bovina y falsa de los 50 a un ensueño/pesadilla que, como guiado por un Deus ex machina, lo lleva a conocer e integrarse en el grupo familiar de un sanador de mentes y cuerpos, un visionario al que Philip Seymour Hoffman dota de unos perfiles que contribuirán, de seguro, a la leyenda de esta película. El rol del líder de la secta Lancaster Todd, que invitaba al exceso y era un camino casi seguro hacia del despeñadero para cualquier actor que no supiese trascender  la gestualidad histriónica que parecería pedir, sabe Philip Seymour Hoffman leerlo, interiorizar su hiperrealismo y ofrecernos de esa depurada genialidad de actor colosal un centro de la diana en el que puede irse asemejando, sucesivamente al sombrerero de Alicia, al Mefistófeles de Murnau o a uno de las caricaturas salidas del colocón de ácido de una obra de Dennis Potter, de quien Paul Thomas Anderson bebe también en los momentos de desatado onirismo de su periplo.

Sobre esa prodigiosa interacción de Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman, que es una relación difuminada, contradictoria, indefinida,  uno de los agujeros negros intencionados que hacen más inquietante la historia, bascula el peso específico de The Master. Y de sus trasfondos, casi desde el fuera de plano (aunque hay uno muy concreto, diáfano, aterrador, que desvela que Hoffman, el gurú, tiene detrás un ventrílocuo) surgen los chispazos que hacen progresar esta expedición más allá del valle de las sombras. Nada es lo que parece en este relato sobre la inexistencia de verdades a las que agarrarse. Ni siquiera la música, que cuando más parece acariciar, con el swing de una balada de Cole Porter, anuncia otro zarpazo de irrealidad espectral, de esos que van convirtiendo esta irrepetible travesía, esta proeza cinematográfica, en un desasosegante viaje al corazón del desconcierto.

Ni todos los días, ni aún todos los años, una película tiene la mala fortuna de coincidir en la misma jornada competitiva de un festival (esto es, de colalpsar y, directamente  desintegrarse) con algo de las dimensiones de The master. En esta Mostra ese papel le tocó a una de las presencias italianas en el cartel, la opera bufa, titulada É estato il figlio y dirigida por Daniele Ciprí. Bien mirado lo mejor que podía ocurrirle a esta zafia comedia pseudoparódica sobre una familia de los suburbios de Palermo y su relación con la mafia, con niveles de humor rastrero y gritón dignos de la peor televisión-basura del emporio de Berlusconi, es pasar así, oculta por el transatlántico de Thomas Anderson. Yo confieso que apenas sufrí su chabacanería, la entreví con el piloto automático mientras en mi mente comenzaban a dar vueltas torbellinos de imágenes de The Master. Y para el gran aplauso final ya estaba el público de casa, indiscutiblemente patriótico.

Tambien pasó ayer en la sección oficial la israelí Lemale Et Ha Chalal, de Rama Bursthein. Es una tragicomedia centrada en una familia de judíos ortodoxos y sus endogámicas bodas de conveniencia donde los intereses de la mujer parecen secundarios. Está dirigido con corrección y, a ratos, elegancia. Dedicarle cinco líneas a ese academicismo estimable, en un día de revoluciones fílmicas, es lo menos que se merece.

Volumen 3: 31 de agosto

Nunca me canso de lamentar la inactividad de los cineastas cuya obra me ha hecho sentir  en el curso del tiempo una empatía con sus universos, sus personajes, sus reivindicaciones, sus fobias,  sus escapadas, sus paraísos perdidos o artificiales. Me pasa con el protagonista del tributo del segundo día de esta Mostra de Venecia, Michael Cimino, el ángel caído de una generación de cineastas de talento prodigioso, la norteamericana nacida en los rescoldos de las revoluciones del 68, la que llegó a conquistar Hollywood antes de irse casi todos al diablo. Un sentimiento no exactamente igual pero igualmente melancólico me provocó la disipación de la carrera de Spike Lee. Creo que nunca se han valorado en su justa medida las dimensiones de su obra, desde Do the Right Thing hasta la formidable y casi clandestina El verano de Sam, que hace detonar en pantalla la que creo que es mejor crónica filmada en Estados Unidos de la turbulenta, ciclotímica y nada prodigiosa década de los 70. Cómo echo de menos la airada coherencia de Spike Lee, cuyo cine reciente en ocasiones no llega ni a estrenarse en nuestro país (su interesante incursión en el cine bélico Milagro en Santa Ana).

Algo así debe de haber pensado el director de la Mostra, Alberto Barbera, cuando decidió que el cine también estaba en deuda con el director afroamericano y que el festival veneciano iba a homenajearlo. No sé si en ese momento contaban con que Lee tuviese finalizado su remake de la soberbia cinta coreana Old Boy. El hecho es que como la película no llegó a tiempo se ha echado mano de un documental hagiográfico, Bad 25, que Spike Lee acaba de dedicar a su gran amigo Michael Jackson. Prefiero no pensar mucho en los lazos que unían al cineasta negro que ha cargado con el pesado estigma de luchador radical por los derechos de su raza y al cantante pop que vendió su alma al star-system  siendo aún niño. Lo único que me interesa de Bad 25 es esa cita de Scorsese en torno a la incredulidad de Michael Jackson cuando al recorrer con él algunas malas calles de New York preguntó incrédulo si alguien podía vivir allí. En esas calderas de exclusión y melting pot en las que precisamente Spike Lee incubó su mejor cine.

En un viernes casi de ayuno en el programa (casi parecía una carta abierta de Alberto Barbera para que los que poblamos la isla del Lido por diez días nos escapasemos por unas horas de este territorio semivirtual), tuvimos la fortuna de contar con la nueva película de un autor al que se le nota la tan infrecuente hambre de filmar. El austríaco Ulrich Seidl logró una de las cimas de la pasada edición de Cannes con Paradise:Love, una descarnada descripción de cómo una matrona centroeuropea puede irse transformando en depredador de carne en el mundo macho del Africa subsahariana. Aquella excursión impúdica y despiadada al safari non-stop que las mujeres entradas en años de la mitteleuropa celebran en la búsqueda de sexo que reciben como pieza de caza irritó muchas sensibilidades y se fue de Cannes sin llevarse ni las gracias, cuando hubiese merecido casi todo.

Paradise: Love se anunció como primera parte de una trilogía de Ulrich Seidl en torno a tres mujeres de una misma familia. Paradise: Faith, segunda entrega del tríptico, se centra en la hermana, también  sobrepasada la cincuentena, de la memorable turista sexual en África. En esta ocasión, Seidl vuelve a hablarnos de una mujer marcada por su insatisfacción afectiva. Pero lo que la protagonista de la primera entrega resolvía buscando sexo de alquiler en Kenia, la de esta segunda lo revierte en sublimación de eso llamado amor divino,  que va desde el uso de cilicios y fustas para el autoflagelo  hasta masturbaciones de madera muy poco católica.

Si ya Paradise: Love indignó a los biempensantes y a algún espíritu de boquilla pseudosensible, este Paradise: Faith que, como la anterior, se va a estrenar en España, es probable que provoque convocatorias de protesta de oyentes de Radio María. Seidl planifica su opus dei  fílmico a base de una liturgia intencionadamente repetitiva: las mismas acciones, la misma neurosis, que se suceden en una falsa monotonía que lleva dentro un sutil crescendo: los castigos autoinfligidos, las visitas a domicilio para el proselitismo religioso, y la guerra consigo misma y con su marido, musulmán, inválido, pero no inapetente, dentro de una casa que juega su rol de escenario claustrofóbico, de guerra de crucifijos, de represión desequilibrante. Más allá de la aparente superficialidad de sus profanaciones (muy celebradas en un sector de la sala, sobre todo en una secuencia en la que una lata de cerveza se estrella contra el marco de una foto de Ratzinger), Ulrich Seidl, que hace tiempo que ha dejado de ser solo un provocador para elevar su cine a códigos de mayor altura, construye el círculo que se va cerrando sobre su nueva contraheroína, al mismo tiempo que su patología la asfixia.

No tiene sentido entrar a debatir sobre si esta trilogía de Ulrich Seidl ganaría un premio a la simpatía o al buenrollismo, ése que tanto sobra también en el cine supuestamente autoral y comprometido. Miren: yo tampoco me iría a tomar unas cervezas con Ulrich Seidl y, a tenor de lo que apunta su cine, subir con él en un ascensor debe de ser tan inquietante como lo sería el hacerlo con Bruno Dumont, Gaspar Noé u otras criaturas del averno cinematográfico. Pero aprecio que el estilete de este director austriaco para hurgar en las insanias de una sociedad carcomida por las enfermizas  del nuevo orden neocon se va afilando, y ya se metaboliza en la mirada implacable de uno de los nuevos grandes directores de la escuela de la crueldad.

Volumen 2: 30 de Agosto

Segunda jornada en el Lido con un nivel que va sembrando algunas dudas sobre el a priori colosal nivel de la sección oficial. Fría acogida tuvo la primera de las dos películas de la competición procedentes de Francia, y que venía precedido de un rum-rum que apuntaba que era mejor que algunas de las cintas francesas presentadas en Cannes. Falso rumor. Superstar viene firmada por Xavier Giannoli, chico mimado de la crítica francesa y autor de dos films vistos en Cannes, Los cuerpos impacientes y A’l origine  que recuerdo tan vagamente que casi resbalaron por mis retinas.  Superstar es lo menos pretencioso de la breve filmografía de Giannoli. Obra  pequeña pero honesta, que indaga en los peligros del salto de un desconocido al estrellato mediático. Hace tres meses pasaba en Cannes Reality, de Mateo Garrone, con la cual el film de Giannoli tiene una base argumental  en apariencia similar pero que parte de premisas opuestas. Reality mostraba el sueño de un tipo vulgar por alcanzar la fama presentándose a Gran Hermano. Superstar revela la pesadilla de un hombre banal que, contra su ferrea voluntad, el circo de los mass-media y las redes sociales convierte de manera instantánea en  la figura del año. Hay que decir en favor del film de Giannoli que sabe bien que transita por un terreno, el  de la manera en la que la carpa de la televisión-basura crea, deglute y excreta ídolos,  que otros ya pisaron de modo visionario hace casi cuarenta años (Sidney Lumet, en esa obra colosal y premonitoria que es Network). Por eso, es verdad que Superstar suena a algo ya visto y mucho mejor contado (sin ir más lejos, en el film de Woody Allen que se estrena este mes), pero tampoco Giannoli carga las tintas en intentar hacer cine de tesis. Por debajo de su superficie tópica, archisabida, sobre los monstruos que crea la fama en la era del Youtube, Superstar va esbozando, en la periferia de su algarabía mediática, un tierno retrato de perdedores, de callejón de las almas perdidas donde van a parar los juguetes rotos de la fama. Y ahí brilla especialmente el talento de Kad Merad y de Cecile de France. Seguro que ese doble fondo donde Superstar encierra esencias estimables quedará ahogado por la idea-fuerza de que esta película la hemos visto ya un centenar de veces  lo cual es, en buena medida, cierto, pero no abarca la totalidad de un film que mejora y se crece fuera del aparato foco central donde danzan los trileros del negocio televisivo.

También se esperaba mucho de una película de cine negro y violencia extrema, The Iceman, que dirige un joven de origen israelí, Ariel Vromen, con un insoportable aire de primero de la clase. The Iceman, basado en la figura de uno de los más prolíficos liquidadores del crimen organizado, da toda la impresión de ser un vehículo para el lucimiento de Michael Shannon, actor emergente que bordaba su brote paranoico en Take Shelter, y al que se ve que ya han encumbrado haciéndole flaco favor. El registro de Shannon como hombre de dos caras, asesino serial desalmado y nihilista, y amantísimo esposo y padre de familia digno del show de Te quiero, Lucy es tan desangelado y mecánico como el propio guión de la película, cuya subtrama de juego de tronos entre gangs de mafiosos  se percibe revenido, indolente, plano. Me fatiga la violencia rala de The Iceman, que es como una apisonadora sin sentido del ritmo. Celebro el renacimiento de Winona Ryder, constatado ya en Cisne negro. Cada vez que ella aparece en la pantalla, y eso que el papel que le toca en suerte es el arquetipo de comprensiva esposa de un liquidador, desaparecen del plano Michael Shannon y su banda de matarifes. Y Winona pone sordina a esa metálica rutina de metralla y nos busca un respiradero por  el que huir de tanto ruido y tanta furia estulta como la que hace insufrible The Iceman.

La tercera película a concurso del día tiene delito. Se titula At any Price y resulta inexplicable su presencia en el Lido y, para mayor desconcierto, compitiendo con lo más reciente de Malick, De Palma o Paul Thomas Anderson. Sus maneras son de tv-movie de la vieja escuela, aunque su director sea un joven, Ramin Bahrani, que se ve que artísticamente ya ha nacido fiambre. Se trata de una tragicomedia de ambiente rural, en la América Profunda, centrada en una familia de vendedores de semillas que preside con malas mañas Dennis Quaid. Tal vez el hecho de que su hijo díscolo sea el icono teenager  Zac Efron pueda explicar la existencia de este despropósito en donde, en medio de trifulcas menores, de infidelidades que activa la siempre genuina Heather Graham, de gamberradas pueblerinas, se cuela de pronto un asesinato. No pasa nada. El muerto (a martillazos) al hoyo y la familia de Dennis Quaid (pobre hombre, qué racha; así se explica su perpetua  sonrisa de cartón) a servir barbacoas en este engendro que, por contraste, podría lograr que Rústicos en Dinerolandia pasase por un melodrama de Douglas Sirk.

La leyenda de Michel Cimino

Esta Mostra vivió ayer uno de esos momentos de celebración del cine en forma de tributo a un autor gloriosamente maldito. Michael Cimino fue uno de los talentos mayúsculos de aquella generación de cineastas de los 70 tan atinadamente recordada en un ensayo de Peter Biskind. Cimino estrenó en 1978 El cazador y Hollywood se rindió a sus pies. El director no se quedó corto y se propuso poner en pie un western novecentista, un friso histórico de western con resonancias que iban de Visconti a Peckinpah, pasando por Walsh. Aquel film, Heaven´s Gate, pasaría en efecto a la historia pero no por su gigantesco nivel creativo (negado en su estreno) sino por hundir económicamente unos estudios, la United Artist. Lo que se hizo con Heaven´s Gate es una de esas páginas negras del negocio del cine. La versión del director, de 215 minutos, se redujo a un metraje de 138 y se estrenó así, truncada, incomprensible, sepultada durante décadas. Va a hacer treinta años de aquella masacre artística. En ese tiempo, Cimino, tocado ya del ala, fue de fracaso en fracaso hasta desaparecer en 1996 despues de rodar Sunchaser. Y solo salió a la luz hace muy poco, con una imagen transexualizada, como si el tifón que supuso ese fenómeno de la naturaleza hecho cineasta, precisase de una reinvención hasta en lo más íntimo.

Su reaparición ayer en el Lido, con el estreno de la versión restaurada de esa obra maestra absoluta, desmedida, homérica, que es Heaven´s Gate, con todo su metraje al completo, dio lugar a un acto de reparación histórica con una ovación cercana a los diez minutos ante la que Cimino, se emocionó visiblemente. Seguro que en su fuero interno pensaría en la paradoja de esta rara Europa que viene ahora a entronizarlo por algo por lo que en Hollywood fue poco menos que lapidado. Pero la leyenda, con Kris Kristofferson bailando un vals junto a Isabelle Huppert, con Jeff Bridges y Christopher Walken rememorando el tal como éramos, se imprimió por fin en la pantalla del Lido. Heaven’s Gate ocupa ya su lugar entre los hitos de la creación cinematográfica universal y, en unos meses, cada aficionado podrá rememorar ese momento en la anunciada edición en DVD de la restauración de una de las mayores heridas infligidas por Hollywood a uno de sus hijos.

Volumen 1: 29 de Agosto

Esta 69ª edición de la Mostra de Venecia se aguardaba con especial expectación por  motivo doble: uno, el del retorno a la dirección del festival de Alberto Barbera, tras la tan exitosa como caótica etapa del Heliogábalo cinéfago Marco Müller; y la causa más evidente,  el espectacular  cartel  de su sección oficial, en donde compiten cineastas convertidos en deidades aún en plena actividad, casos de Terrence Malick, Brian de Palma o Paul Thomas Anderson, junto a realizadores  con los que cualquier festival de categoría A soñaría con incluir en su cuadro: Olivier Assayas, Ulrich Seidl, Marco Bellocchio, Valeria Sarmiento, Takeshi Kitano, Harmony Korine,  Aleksey Balabanov, Robert Redford o, estos dos últimos a la baja, Brillante Mendoza o Kim Ki-duk.  No son minoría entre la industria y la crítica quienes piensan que este cartel de la Mostra es superior en empaque al de la edición de Cannes del pasado mayo. Diez días quedan por delante para ir valorando el desfile de autores de la élite por el Lido.

Para la gala inaugural, Alberto Barbera no ha querido quemar demasiada pólvora. Y es que la película elegida, El fundamentalista reluctante, de la india afincada en Hollywood Mira Nair es, de manera evidente, un preludio menor. Eso sí, decorado por las presencias en la pasarela de algunos de sus protagonistas norteamericanos, Kate Hudson o Liev Schreiber.  El film cuenta, en sucesivos flash-backs, la evolución de un pakistaní que se sube en la cresta del sueño americano y se convierte en alevín de tiburón empresarial en la Nueva York inmediatamente anterior al 11-S. El proceso por el cual este triunfador del capitalismo de casino deviene idólatra del integrismo islámico lo aborda Mira Nair con la sutileza política de una ostra. El fundamentalista reluctante es tan hueca y aparente como su rebuscado título.  Un falso laberinto del que se puede predecir tanto  la casilla de entrada como la salida de incendios desde las primeras secuencias. Nair aliña una colección de lugares comunes, un encadenado de situaciones perfectamente previsibles, para conducirnos a un pretendido climax de thriller chapucero que se desmorona como un soufflé porque en todo momento la acción se percibe impostada, asistida por la respiración artificial de un supuesto toque de denuncia que no  es más que grosero culto a lo políticamente correcto. Esa equidistancia del cine blockbuster del cual Mira Bair es curtida especialista en afeites.

No se puede negar que la engañifa viene bien empaquetada, algo también habitual en el cine de la realizadora de origen indio. Una idea del montaje y la planificación eficiente, algún señuelo dramático que cuela como de matute… Pero en un film que se supone que va a analizar las complejidades del germen del integrismo islámico en el corazón de Manhattan, lo único a lo que aspira Mira Nair es a darnos gato por liebre en un bien dudoso cuento moral con cien recetas para no mojarse en asunto tan espinoso. Puro dontancredismo ideológico que cabrea por el grosor de su trazo.

El que sí se moja, y a fondo, es el ruso Kiril Serebrennikov en  Betrayal (Traición), primera de las películas de la competición. Su acercamiento a lo que podría parecer material para un culebrón (un hombre y una mujer que descubren que sus respectivas parejas viven una pasión a sus espaldas acaban por vivir su propia aventura) lo deriva Serebrennikov hacia un territorio presidido por la violencia y la insania. Y, aún más, huyendo de cualquier concesión al melodrama, Traición avanza en su osada apuesta por los senderos escabrosos del delirio obsesivo, la sublimación de la realidad y, finalmente, la fantasmagoría, punto cenital en el cual su película desarma y atenaza porque resulta de todo punto impredecible saber hacia que páramos va a tomar dirección en su exaltación no ya del amour fou sino de la infidelidad como motor de vida abisal. Es una lástima que en esa fascinante exploración de la irracionalidad, su director no se atreva a llevar hasta el final su pulso. Y que el film retroceda en su último tramo sobre sus pasos y vuelva al terreno de lo convencional, lo que nos priva de hablar de una obra mayor, pero no impide que esta Traición de Kiril Serebrennikov  se celebre como ejercicio de cine singular, insólito, de la casta de las obras que se atreven a desafiar a la cordura para internarse, sin miedo al descalabro, en el perturbador espacio de la fantasmagoría y la subversión del orden racional.

Dentro de ese caos monicelliano que es, como de costumbre el Lido, esta nueva etapa Barbera en la dirección de la Mostra apunta ya un indudable redimensionamiento de la oferta. De aquella pantagruélica e inabarcable parrilla de películas de la era Müller pasamos a un festival que, solo por comparación con lo anterior, parece jibarizado. Y quienes parecen haberse llevado la peor parte en el recorte son secciones paralelas como las Giornate degli autori y, singularmente,  la Orizzonti, que alcanzó singular prestigio por su heterodoxia bajo la dirección de Müller.

De esa programación paralela en este arranque merece mención muy especial la resurrección de Fréderic Fontayne, autor poco prolífico al que dio visibilidad este festival cuando en 1999 estrenó la memorable Une liaison pornographique  y premió a Nathalie Baye por aquellas citas pasionales que sostenía con Sergi Lopez. Desde aquella obra de insólita madurez, Fontayne había desaparecido del radar cinematográfico hasta que, semiescondido en la seción Orizzonti, reaparece en Venecia con una obra, Tango libre, en la que repite con Sergi Lopez, aunque el protagonismo esencial aquí es de Anne Paulicevic, una de esas bellezas convulsas, picassianas, que parecen responder al universo de Fréderic Fontayne. Pero es que, además de encarnar a la mujer sobre la que se polarizan todos los vectores de la trama, Anne Paulicevic es también autora de la historia (un turbio drama pasional con triángulos amorosos, delitos de sangre, una cárcel nada estereotipada) y del guión adaptado de un filme en el que Fontayne vuelve a tocar fibras emocionales tan sensibles como incómodas y ratifica el deseo de que pase de ser un cineasta topo, que reaparece cada quince años, a un autor más activo, que nos revele una sensibilidad transgresora con denominación de origen.

Dejar constancia también de que Sarah Polley, la actriz-fetiche de Isabel Coixet y alumna aventajada de la misma, a tenor de su trabajo en la dirección de la bastante mema Take This Waltz, considera de interés deconstruir la vida de sus padres en la vida real, a partir de una serie de home-movies  que conforman Stories we Tell. Sarah Polley se muestra sin duda, contenida, pudorosa, honesta. Para ella debe tener un interés supremo mostrarnos a sus papis y sus pecadillos de juventud (resulta que Polley, finalmente, no es hija de su padre). A mí me aburrió infinitamente este delicado ombliguismo de la colega de Coixet.