El artista y la modelo

La Mujer como una de las Bellas Artes

A estas alturas de su filmografía resulta complicado encuadrar a Fernando Trueba en ese selecto grupo de autores poseedores de una mirada propia y relevante, por más que en los últimos años el director madrileño parezca empeñado en alcanzar una mayor autoconciencia de su aporte como cineasta, con la consiguiente perdida de frescura de las películas resultantes. Tampoco es que la inclusión en tan selecta nómina tenga interés más allá del supuesto prestigio que conlleva, pero esté o no entre las motivaciones del cineasta a la hora de poner en marcha un proyecto, resulta evidente que las adaptaciones cinematográficas de El embrujo de Shanghai (2002) y El baile de la victoria (2009) se veían aquejadas de una decepcionante literalidad, fuera por una excesiva fidelidad a sus respectivos originales literarios, fuera por la imposibilidad de llevar ambos filmes al terreno en el que ha dado muestras de sentirse más cómodo: la comedia —coral— de costumbres, más o menos nostálgica. Entre medias, un documental de impronta musical brasileiraEl milagro de Candeal (2004)— y, se diría que para recuperarse de los esfuerzos llevados a cabo en la mencionada El baile de la victoria, una deliciosa película de animación realizada junto a Javier Mariscal que constituye ante todo un sentido homenaje a un tiempo pasado y tristemente irrecuperable, evocado desde el cromatismo y el swing.

Chico y Rita (2010) guarda no pocas similitudes con El artista y la modelo (L’artiste et son modèle. 2012), por más que su acabado estético no pueda resultar más antagónico; ambos títulos se plantean el desarrollo de una historia de amor condicionada por las circunstancias vitales de sus respectivas parejas protagonistas, y sobre todo rendir pleitesía a la belleza femenina conceptualizada como un absoluto temático, mediante la vinculación del amante a una disciplina artística —la música para Chico, la escultura para Marc— que convierte a su objeto de deseo, por añadidura, en musa e inspiradora. Siendo la entente entre mujer y creación uno de los temas más identificativos de la filmografía de Trueba, no ha sido hasta El artista y la modelo que le ha otorgado la completa centralidad de la narración, relegando los restantes leit motiv habituales —protagonismo coral, compromiso con los valores ético-políticos de izquierdas, apuntes cómicos— a un segundísimo segundo plano, del que sólo afloran en momentos puntuales, entorpeciendo además el cadencioso fluir del foco de la historia. Se diría que, de alguna manera, el otoñal artista que encarna con magistral convicción Jean Rochefort retoma al inolvidable colega que interpretará Fernando Fernán-Gómez en Belle époque (1992) —con mucho la obra más emblemática, y lograda, de su director— si este hubiera tenido tiempo de recluirse en su estudio y substraerse a tanta cuita amorosa como tenía lugar a su alrededor.

Pero este ajado escultor se sabe en el último tramo de su existencia, y quiere legar una última obra para la posteridad, por mucho que Francia esté invadida por los Nazis y los ecos de la represión franquista resuenen, lejanos, al otro lado de la frontera. El encuentro con la exiliada Mercè (Aida Folch), modelo a su pesar, y los días de reclusión voluntaria en el estudio van cincelando una pieza de cámara que encuentra su razón de ser en la meritoria visualización del proceso creativo, sin descuidar los cauces emocionales que se abren entre dos personas destinadas a quererse pese a partir de posiciones vitales tan dispares. El mérito de Fernando Trueba —y Jean-Claude Carriere— consiste en haber logrado que lo uno retroalimente lo otro, apoyado en una puesta en escena cadenciosa y medida, pictórica en el mejor sentido de la palabra, que permite al espectador asistir al complejo alumbramiento de una obra de arte; la pleitesía con la que filma las manos de Rochefort dando forma a la arcilla es la misma con la que la cámara recorre las bellas sinuosidades del cuerpo de Folch, en secuencias cuyo erotismo, de haberlo, se desprende de la contemplación desprejuiciada del cuerpo humano más que como objeto de deseo como sustento del hecho artístico.

Que el anciano Marc se enamore —y no platónicamente— de la joven Mercè está en el subtexto de un filme de estas características, resultando del todo previsible; pero la manera en que ella se va mostrando poco a poco más libre y complacida frente a su mirada escrutadora, primero de una forma sutil y progresivamente más franca y sensual, es mérito de un planteamiento fílmico que favorece la generación de un espacio interpersonal íntimo, y por descontado del espléndido trabajo de Aida Folch, todo naturalidad y arrojo; derivado de ello una decisión a priori tan arbitraria como fotografiar en blanco y negro alcanza pleno sentido, y ciertas divagaciones sobre el Arte y la Mujer remarcan, por la vía de la palabra, lo mostrado previamente. Pero como apuntábamos previamente la contextualización de todo ello en ese bucólico pueblecito francés de la Francia ocupada adolece dramáticamente de interés, resultando de lo más estereotipado. Y por mucho que se agradezca ver lo bien que ha envejecido Claudia Cardinale en la pantalla, ni ella ni ninguno de los restantes personajes secundarios tienen entidad propia más allá del esbozo de una visión de conjunto que el tema desarrollado no demandaba en absoluto; a falta de ver si Trueba prosigue con su apuesta por el cine importante o vuelve por sus fueros, El artista y la modelo aporta en sus mejores pasajes una sentida elegía a mayor gloria del artista, la belleza femenina… y el aceite de oliva.