Anna Karenina

Experimentalismo de qualité

Sin duda, el plano-secuencia que visualiza la evacuación de las tropas británicas de las playas de Dunkerque se ha convertido en el momento más recordado de Expiación. Más allá de la pasión (Atonement. Joe Wright. 2007). Viendo Anna Karenina, la última película de Joe Wright, viene a la memoria ese plano, esa secuencia que más que resultado de una puesta en escena que se expresa, que encuentra su forma idónea, a través del plano secuencia, constituía en realidad la puesta en escena de un plano-secuencia, o dicho de otra forma, la narcisista exposición de su presunta brillantez. Y es que los motivos que estaban detrás de las elecciones formales de esa secuencia parecían provenir menos del deseo de realzar el contenido del plano y multiplicar sus sugerencias que de la intención de que aquel fuera la excusa para su propia exhibición; un plano que parecía querer expiar, ofuscándola, la convencionalidad narrativa y la insustancialidad formal de todo el relato con un falaz morceau de bravoure. En fin, mero gesto de cara a la galería que, como suele suceder, solo escondía rutina y adocenamiento.

Similares sensaciones a las generadas por ese plano-secuencia suscita la última película de Joe Wright, ahora en su totalidad. Esta nueva adaptación cinematográfica de Anna Karenina procura por todos los medios exacerbar la teatralidad de su puesta en escena, explicitar los mecanismos que sustentan la representación, de modo que se nos permite asistir a la evolución de las aventuras y desventuras de Anna Karenina —y muy superficialmente de los demás personajes que alrededor de ella se mueven [1]— y paralelamente a la narración de la escenificación de esa historia. Y si esto, teóricamente, podría ser interesante —aunque no novedoso: lo único que hace una película como Anna Karenina es integrar, banalizándolos, algunos de los recursos de cierto cine rupturista, de ánimo autoconsciente, en el interior de una película “de prestigio” para todos los públicos, como ya se ha hecho en numerosas ocasiones a lo largo de la historia del cine—, pues, además, en principio —siempre en principio—, la opción narrativa adoptada por Wright no podía ser más congruente con la obra de que parte, habida cuenta de que la novela de Tolstói retrata un mundo que es en sí mismo una representación —lo que en alguna ocasión se subraya también en los diálogos de la película, nueva muestra de su falta de sutileza, de su falsa audacia—, en la realidad de la película solo es un gesto de autocomplacencia prolongado exasperantemente durante más de dos horas. Es así como Anna Karenina se constituye en uno de los más elocuentes exponentes de un rasgo que se puede rastrear en algunas de las películas de prestigio de los últimos tiempos: el cine de qualité ha pasado de unos años a esta parte de aparentar ser literario y respetable a todo lo contrario, a aparentar ser moderno y antiacadémico [2]. Pero en el fondo es lo mismo: meras apariencias.

Y es que, ¿acaso no es el rasgo esencial de la teatralidad de ese mundo —de la de cualquier mundo, incluso de la de cada uno de nosotros— su capacidad de confundirse con una realidad “no construida”, el hecho de ser asumida por todos como el estado natural de las cosas… la mutua permeabilidad entre la vida y sus ficciones? ¿Acaso no reside su efectividad en su carácter encubierto y con frecuencia indescifrable? Contrariamente, Wright exacerba esa teatralidad y, aún en mayor grado, la de las escenas que transcurren en espacios públicos, lugares proclives a la representación —pensemos en las escenas desarrolladas en el hipódromo o en la ópera—, anulando así, paradójicamente, la perversidad de esa continua representación que se hace pasar por real.

Sin embargo, hemos de concluir admitiendo que la elección de Keira Knightley para protagonizar la película es plenamente coherente con las auténticas intenciones de esta: una actriz pésima, cuyos gestos y movimientos transmiten siempre una sensación de impostura, una actriz que posa más que actúa, dominando una película que es toda ella una impostura —algo muy diferente a una película sobre la impostura—, una película continuamente sobreactuada, que más que innovar entrega una imagen aceptable, superficial, de la innovación, que más que un trabajo formal riguroso y audaz ofrece su pose. En fin, la novela de Tolstói es una obra sobre la hipocresía, la película dirigida por Wright es una película hipócrita.


[1] Una escena parece, tal vez involuntariamente, apropiada síntesis de lo que es toda la película: Anna y Vronsky bailan en un elegante salón, y el resto de las parejas, inmóviles, solo reanudan su baile al paso de la pareja protagonista: el retrato de un mundo abigarrado, complejo, de la obra original, transformado en un paisaje de figuras decorativas que solo adquieren vida para coreografiar a la pareja de enamorados.

[2] Habremos de reconocer, eso sí, que este cine es muy representativo de nuestra época: no hay nada mejor que simular la transgresión para que nada se transgreda, agitar continuamente la superficie para que el fondo del agua no se vea.