Posesión infernal (1981)

La destrucción del género

Resulta intrascendente abordar una película tan canónica como Posesión Infernal (Evil Dead, 1981) desde la ortodoxia de nuestros planteamientos, porque el film seminal de Sam Raimi pertenece a esa élite audiovisual formada por un conjunto de obras cuya importancia no puede cifrarse por sus simples valores, sino por la adecuación de estos a su contexto, su génesis independiente y ajena a los vaivenes del sistema, y la libertad creativa que desprende. La película de Raimi se suma así a otras obras como La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead; George A. Romero, 1968), La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre; Tobe Hooper, 1974), La última casa a la izquierda (The Last House on the Left; Wes Craven, 1972), Vinieron de dentro de… (Shivers; David Cronenberg, 1975), El diablo sobre ruedas (Duel; Steven Spielberg, 1971), o más recientemente Insidious (James Wan; 2010), o The Lords of Salem (Rob Zombie; 2012), largometrajes que debido a su carácter independiente suponen el reflejo de una inquietud latente y adelantada a su época, capaz de invocar de manera subrepticia el desgarro del inconsciente porque están constituidos por un material que el ente mayoritario difícilmente podrá descifrar.

Podríamos hablar entonces de una doble vía de actuación: en primer lugar, el remake de Posesión Infernal firmado por Fede Álvarez, un producto cifrado en el corazón de la industria que representa el pensamiento dominante y alivia un malestar contemporáneo. Una nueva versión que viene a aplacar la ansiedad de nuestro presente por la vía del exceso como respuesta al relativismo del found footage, y cuyos materiales (perfectamente medidos y dosificados) pretenden saciar nuestra necesidad de pertenecer al mundo y de mitigar sus neurosis a través de la ficción. En cierto modo la Posesión Infernal de 2013 es (buen) horror para un público generalista que maneja sus referentes y sabe perfectamente como posicionarse ante lo que representa.

En segundo lugar, la Posesión Infernal de Sam Raimi, una obra que no busca aliviar nada, porque su estructura y composición (amateur, desequilibrada, libérrima, por momentos indescifrable) ataca directamente miedos no elaborados, horrores a los que todavía debemos poner rostro. La película de Raimi no aborda un terreno superficial sino que escarba en zonas oscuras a las que tenemos que empezar a dar forma. De ahí la desazón que provoca, la sensación de repulsa que pivota entre el horror y la comedia, dos sentimientos que aquí se confunden y se mezclan sin pudor porque en el fondo son tan hermanos como el llanto y la rabia. Y ante ello solo hay dos respuestas: el rechazo a lo desconocido o la aceptación de que no estamos todavía preparados para ella.

Un puente visionario

Como comenta Tonio L. Alarcón en esta misma revista, Posesión Infernal es un «auténtico film bisagra entre la estética protodocumental del cine de terror de los años 70 y la tendencia al festín gore, al humor negro, que arraigaría en los 80». No sólo eso, sino que la película de Raimi toma la base conceptual y estética de los films de horror de los 70 para destrozarla a todos los niveles. Raimi se desentiende del espíritu liberal y político de la década anterior para derribar sus estructuras. En este sentido, podría decirse que el cine de terror de los 70 destacó por sacar a la luz en clave metafórica el sentimiento de malestar social de su época, poniendo en primer plano horrores que el público podía ligar con la situación de su presente. En cambio, la política conservadora de los años 80 provocó que el cine de género tuviera que volver a esconderse bajo el manto de la normalidad. Si en el cine de los 70 el horror estaba en la superficie siendo perfectamente visible, en los 80 éste se esconde debajo de nuestros hogares —Poltergeist (Tobe Hooper, 1982)—, en las cenizas del pasado atacando desde el inconsciente —Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street; Wes Craven, 1984)— o adquiere la apariencia de nuestro saludable vecino –Noche de miedo (Fright Night; Tom Holland,1985)- . Se trata de películas que nos avisan que, bajo la supuesta recuperación de unos valores que posibilitarían un nuevo estado de las cosas, dormita toda la ponzoña que nos ha conducido hasta el caos. Vamos, que hemos emprendido una huida hacia adelante sin sacar previamente la basura.

Posesión Infernal se adelanta a estos postulados sin erigirse como metáfora de nada porque no lo es ni lo pretende, descansando sobre esa ambigüedad su valía, ya que en cierto modo, es una hoja en blanco que permite muchos tipos de escritura. La película se abre con unos planos subjetivos que parecen levitar por el bosque mientras un grupo de jóvenes acceden a una cabaña con el propósito de pasar unos días. El descubrimiento de un libro encontrado en el sótano y su posterior lectura (de nuevo la dialéctica entre lo observable y lo oculto; el sótano como estancia prohibida), despiertan a una fuerza primigenia que irá poseyendo progresivamente a los personajes. A partir de aquí, Raimi convierte dicha cabaña y sus alrededores en una orgía de sangre, líquidos viscosos y miembros cercenados, propiciada por la histeria y las múltiples mutilaciones que los poseídos emprenden contra sí mismos y contra el resto de personajes.

Lo que en un principio parece mostrar una cierta coherencia, deviene en un nonsense genérico donde todo tiene cabida. Como advertía Carlos Losilla, «el todo vale formal acaba superponiéndose al ideológico nada vale (la pena), es decir, la apelación constante al público a través de todos los mecanismos cinematográficos y narrativos posibles». A través de este procedimiento, donde nada tiene sentido, Raimi destroza la coherencia del cine de horror de los 70, cuya vanguardia estaba ligada a un concepto riguroso de la moral; y al mismo tiempo lanza a la cara del espectador en clave de vísceras aquello en lo que se convertiría la siguiente década: una farsa sociopolítica erigida sobre los valores del consumismo como suplantación de la moral, el cultivo de lo superficial, y la campaña de infantilización emprendida por la cultura del entretenimiento. Incluso su segunda parte/remake, Terroríficamente muertos (Evil Dead 2. Sam Raimi, 1987), ya abrazaría directamente el humor como reflejo de la idiocracia y Raimi se convertiría en un cineasta limítrofe, siempre bajo sospecha.

El crítico Stephen Hunter comentaba que Posesion Infernal «es tan primitiva que es esencialmente una película casera (…) no tiene una idea en absoluta, no tiene una idea central». Precisamente estos aspectos, la abstracción hacia la que se precipita una película que por momentos pierde su hilo narrativo entrando en un bucle infinito de violencia granguiñolesca, la convierte en esa obra posmoderna que devuelve la angustia derivada del derrumbe de las utopías sociales de los años 70. La estética de la película, ese todo vale al que hemos hecho referencia previamente, la proyecta como un objeto impredecible donde la elegancia y la atmósfera mutan en torpeza e impureza; donde el macabro sentido del humor brota de la sensación de incomodidad por no poder acceder a un texto que no existe. Raimi transforma una cabaña en una continua exhibición de atrocidades, en un patio de recreo para el espectador que funciona como vertedero de residuos de un horror que se extinguiría para dar paso a un falso período de reconstrucción social. Volviendo a Carlos Losilla, Posesión Infernal constata «el fracaso de cualquier tipo de intento evolutivo, el convencimiento de que cualquier utopía sociopolítica o estética está condenada de antemano a su propia autodestrucción». Un espectáculo donde la única coherencia, la única certeza, es la presencia inequívoca y omnipresente del Mal.