Posesión infernal (Evil Dead)

Esta tarde vi llover (sangre)

Hay películas que revolucionan el cine, porque hacen avanzar el lenguaje narrativo o la forma de tratar un género. Y hay otras que parecen revolucionarlo, porque se estrenan en el momento adecuado, o porque saben tocan unas determinadas teclas fílmicas que estimulan a cierta cinefilia. En este segundo grupo entra Posesión infernal (Evil Dead; Sam Raimi, 1981), auténtico film bisagra entre la estética protodocumental del cine de terror de los años 70 y la tendencia al festín gore, al humor negro, que arraigaría en los 80, y cuya pervivencia como opus magna de terror habría que reevaluar de forma urgente, sin entusiasmos friquis ni condicionamientos previos. La eficacia de esa característica mezcla de simplicidad y exceso visual, que tantas alabanzas cosechó en el momento de su estreno —y que le dieron un estatus de culto que todavía marca su valoración crítica—, se tambalea vista desde la actualidad. Su mayor valor, hoy en día, radica en la certera radiografía que ofrece, sin darse cuenta por entonces su propio autor, del tránsito de la sociedad americana desde el oscurantismo seventies hacia el optimismo reaganiano, caracterizado, más allá de por su conservadurismo moral —algo de ello hay en la ausencia de pretensión reflexiva en el trabajo de Raimi: desecha toda posibilidad de aprovechar el potencial metafórico del género—, por su tendencia al exceso, a la diversión hedonista.

También el remake, actualización o reconceptualización de la misma que ha urdido Fede Álvarez, Posesión infernal (Evil Dead) (Evil Dead, 2013), tiene la doble intención de convertirse en obra de culto instantánea y de, al mismo tiempo, reflejar a través de sus imágenes el estado actual de las cosas. El problema es que llega a destiempo, con el paso cambiado y, lo que es aún peor, con más falta de convicción de la que quiere dejar entrever su (supuesta) filiación hacia el gore más extremo. Porque, si bien es cierto que su apuesta por una regresión evidente a una cierta estética seventies, tanto en el tratamiento de la fotografía como en la estética de la imagen, retrata con acierto la actual situación social —estamos mucho más cerca de la turbiedad de los años 70 que del entusiasmo consumista de los 80—, ya hace prácticamente una década que autores como Rob Zombie o Alexandre Aja empezaron a utilizar ese mismo tipo de texturas en el cine de terror, marcando una cierta escuela que parece haberse diluido con la mainstreamización que ha vivido el género en los últimos años. No obstante, lo peor no es eso, sino la irremediable sensación de incongruencia que transmite el largometraje: a pesar de que la idea central de la película es, al menos sobre el papel, interesante —justificar la estancia de los personajes en la cabaña para que uno de ellos se desenganche de las drogas, lo que también amplía la posibilidad de leer la historia en clave de alucinación metafórica—, jamás llega a cuajar porque Álvarez no consigue sentirse cómodo con su propio material. Por más que intente guiñarle el ojo no sólo a Raimi, sino a muchos otros filmes esenciales del género —por momentos, parece más un remake de El exorcista (The Exorcist; William Friedkin, 1973) que de Posesión infernal—, no lo hace con convencimiento, sino que diríase que con obligación, porque es lo que toca, pulsando los resortes genéricos con un aire mecánico que recuerda al J.A. Bayona de El orfanato (2007).

Porque, permítame el lector ser claro, no basta con utilizar cientos de miles de litros de sangre artificial para resultar transgresor, ni siquiera para incomodar al espectador. Los efectos gore no son eficaces per se, sino en combinación con un uso inteligente de los efectos sonoros, del montaje y, sobre todo, de la (turbia) imaginación del espectador —ahí está el ejemplo de La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre; Tobe Hooper, 1974), que acostumbra a recordarse como más brutal de lo que es por su inteligente uso del fuera de campo—, y eso es algo que Álvarez, resulta evidente, no domina. Es el problema de tomarse en serio una diversión desenfrenada como Posesión infernal: lo que en Raimi funciona por acumulación cartoon, por un sentido del humor negro muy pasado de vueltas, en esta relectura se encalla en la imposibilidad de conciliar, debido a la falta de habilidad narrativa de su máximo responsable, su ambición mainstream con sus ansias de provocar. Cada vez que el relato se adentra en lo fantástico, la cámara se torna mucho más nerviosa, y el montaje se precipita hasta el punto de, en algunos de los momentos más violentos, imposibilitar que se vea con claridad la masacre que ocurre ante la pantalla. ¿Por qué, entonces, recurrir al gore, si Álvarez siempre acaba renunciando a mostrarlo en primer plano —y cuando lo hace, es cuando mejor funciona la película: cfr. la secuencia en que el personaje de Elizabeth Blackmore, con dos muñones de los que chorrean sangre, se acerca suplicante a su pareja, Shiloh Fernandez—? Porque en Posesión infernal (Evil Dead) se trata de una mera postura estética, no del convencimiento de un creador.

En esta época en que se diría que es más importante el hype que provoca una película que el propio largometraje en sí —y tanto el propio Raimi como TriStar/Sony se han encargado de potenciarlo al máximo, estrenando el filme en exclusiva ante un público tan predispuesto como el del festival South by Southwest—, es imposible quitarse la sensación de que la propuesta de Álvarez tiene más de producto que de película. De hecho, su estudiado equilibrio entre los guiños a la trilogía original —cfr. la presencia del Oldsmobile Delta 88 del 73 en el arranque del metraje, incluso demasiado remarcada por si alguien se la pierde— y las ideas nuevas resulta tan extremadamente frío, tan calculado, que si el film funciona ante los fans es más por nostalgia de la original, por fidelidad a la misma, que por su propia solidez. Por algo esa concesión poscréditos a los aficionados a la franquicia: no sea que alguien se olvide de quién es el auténtico protagonista de la misma…