Intimidad
Como cada mañana, Adèle sale de casa camino del instituto. Mientras corre hacia el autobús, se ajusta unos vaqueros que le quedan un poco bajos de tiro. En clase, entre el tedio y el tímido interés, leen a Ponge y a Marivaux, hablan del vicio natural y de unas sensaciones —la pérdida, la necesidad, el arrepentimiento— que todavía no han incorporado en sus vidas, que apenas empiezan a intuir. Todo hasta ese momento son miradas furtivas, palabras gruesas, jugar distraídos con algún mechón de pelo o consumir entre amigos el primer cigarrillo del recreo. Un universo de gestos adolescentes que Abdellatif Kechiche filma incansablemente, desde la barbilla de Adèle manchada de salsa de tomate durante una de las cenas familiares hasta su cuerpo, dormido e inocente, acostado de cualquier manera sobre la cama deshecha. La ternura del cineasta, que otorga tanta importancia al análisis de Antígona como a una merienda en un kebab, se corresponde con esa época de inseguridades en la que nos encontramos a medio camino de todo, cuando empezamos a atisbar el significado de algunas palabras.
La adolescencia de Adèle comienza a esfumarse cuando descubre su intimidad, esa que ya no puedes compartir así como así, con la misma franqueza con la que dejas caer lo que piensas alrededor de tu grupo de amigos. Su esporádica relación con Thomas es tan frontal como fugaz, apenas unas líneas de texto o un borrón en su diario personal. Kechiche la observa, atento a ese instante en el que, tarde o temprano, Adèle tiene que empezar a buscar su lugar en el mundo. Un instante, como un parpadeo en la imagen, donde nada vuelve a ser lo mismo. Mientras se dirige a una cita en un parque de Lille, Adèle se cruza con Emma, una muchacha de pelo azul que pasea en dirección contraria con su novia. De repente, algo se rompe por dentro, estalla y arrasa con todo. Muere la adolescencia, nace lo íntimo; la necesidad y el deseo. Todo aquello que Adèle escribía en su diario explota en la imagen, como una búsqueda compartida: el pelo de Emma surca su barbilla mientras las manos acarician su vientre, sus pechos, sus muslos… toda ella.
Del sueño a la realidad median solo unos pasos, los que separan el muro de hormigón del instituto del árbol donde la espera Emma, de ese árbol plantado en mitad del cemento a ese otro que sirve de cobijo en su primer encuentro. En una hermosa escena, Kechiche muestra a través de la comida, un almuerzo frugal sobre la hierba, las emociones de sus criaturas: la glotonería infantil de Adèle, la franca sensibilidad de Emma, las dificultades para emprender ese primer paso, el deseo que empieza a arder en la boca del estómago… esa combinación de sensaciones que disparan la mirada de Adèle hacia la piel de Emma, el fino vello de sus brazos que despunta con los rayos del sol, los ojos entornados por el calor del mediodía. Tantas sensaciones, tan apelotonadas en su interior, que no ve el momento de sacarlas, de compartirlas y encontrar a alguien que las entienda, que conozca su intimidad y sea, también, parte de ella.
Si algo describe la vida de Adèle es el implacable discurrir del tiempo. La incertidumbre de no ser capaz de retener eternamente un momento. Eso es lo que parece animar al primer encuentro sexual entre Adèle y Emma, la entrega completa de cada palmo de sus cuerpos, de ellas mismas, de sus impulsos, como una fuerza centrípeta que las arrastra hasta el centro de su necesidad. Kechiche lo filma todo, desde el puro frenesí hasta la última caricia, como quien recopila fragmentos, imágenes o detalles antes de que acaben siendo pasto del recuerdo. La mirada del cineasta ha cambiado: ahora es menos tierna, más severa y responsable. Empieza a intuir que Adèle crece y ya no la puede acompañar de la misma manera, como cuando la observaba sentada junto al marco de la ventana. Los sentimientos son cada vez más complejos, menos pueriles; no basta con entregar tu cuerpo, también hay que saber cómo entregar tu alma, cómo lidiar con lo que ganas y con lo que pierdes, con las aspiraciones de realización personal y con el apasionamiento de exprimir cada segundo de esa intimidad compartida.
Uno nunca está preparado para la tristeza o la soledad. Quizá por eso se entiende mejor el hiperdetallismo de las escenas de sexo entre las dos chicas cuando Kechiche las elimina totalmente de la progresión dramática de su filme. Ya no van a volver a repetirse, como todo aquello que ha sucedido hasta el momento, porque lo cierto es que el tiempo ha avanzado silenciosamente y ni siquiera Adèle es la adolescente tímida de hace unas escenas, ahora convertida en maestra de preescolar. Ella se resiste, claro, quién no lo haría ante lo bueno de la vida, pero sabe que solo aumenta una herida interna que no ha detenido su hemorragia. De golpe, Emma es cada vez más un recuerdo del pasado; la cámara incluso tiembla al pensar que tal vez no vuelva a cruzarse en la vida de Adèle. Sin necesidad de cortes bruscos o separaciones cronológicas, Kechiche pone en escena con la misma naturalidad la unión y la ruptura, como sentimientos fugitivos de una vida que nunca se detiene. Más bien, añade matiz tras matiz, gesto tras gesto, en una acumulación condenada a olvidar aquello que la precede.
Cuando todo acaba resulta inevitable magnificar cada momento, por muy minúsculo que sea, de la historia. No te lo explicas, como no se lo explica Adèle, que desesperada concierta un esperpéntico reencuentro con Emma en el que no puede más que aceptar el peso de la realidad. Quizá recuerda ese primer sueño adolescente donde imaginaba su pelo azul recorriendo el cuerpo desnudo, o su entrega absoluta en un ardor amoroso que la propia Emma reconoce que no ha vuelto a sentir en ese grado. En el fondo, lo que Adèle siente es su intimidad vulnerada, perdida en el corazón como en aquella discusión sobre Marivaux en el instituto. ¿Arrepentimiento? No, solo la sensación, algo jodida, de descubrir que la vida la componen muchos más elementos, no solo ese. Quizá el azul del cabello de Emma sea el color más cálido, pero no el único. En eso también consiste la madurez, en percibir el inmenso abanico de aspectos que la componen, donde lo sentimental es uno más de los engranajes, no el único, que le dan cuerda.
Lo que hace de La vida de Adèle un filme hermoso es el trato con que Kechiche observa, mira, acompaña o refleja a sus protagonistas. Más que una historia de amor es una historia de obligaciones y compromisos, los que contraemos con nuestra vida adulta. A ratos apasionada, a ratos irregular, Adèle se balancea entre la adolescente que se sube el pantalón de tiro bajo y la maestra que enseña a sus alumnos la gramática y el dictado. También la película nos enseña otra clase de gramática, tan emocional como urbana, en la que los sentimientos deben aprender a convivir con los deseos. En la que es inevitable sentirnos atrapados en la misma agonía de Adèle, esa que en algún momento de la película solo pide un poco más de Emma, un arañazo al tiempo que impone su separación definitiva. Un poco más, un poco más, un poco más, un poco más, un poco más… y todo termina. La intimidad queda huérfana, sin aquello que compartíamos. ¿Quién, pues, reparará el alma de los amantes tristes?
Pues sinceramente, para que se hagan películas lésbicas como ésta
prefiero que no se haga ninguna… Mucho decir que visibilizan y
normalizan pero parece que nadie ve que en realidad estamos en lo de
siempre: las relaciones entre mujeres se convierten en objetos de morbo
masculino y en escenitas degradantes de tetas y coños antes que en
cualquier otra cosa, y eso es más un retroceso que un avance. Las
propias lesbianas somos tan críticas con esta película precisamente
porque nos vemos reducidas a una fantasía absurda de un hombre
heterosexual, posturas ridículas y una actitud como de “vosotras tocaos
hasta la extenuación que yo filmo”. Teniendo una historia tan
maravillosa como la que tenía, con un temazo a desarrollar, un punto de
partida estupendo en la obra original para trabajarlo y unas actrices
entregadas y convincentes para darle vida, Kechiche ha malgastado sus
180 minutos de película en tijeras cunnilingus. A “La Vida de Adèle” le
falta verdad y le sobran erecciones. En su cómic, Julie Maroh quiere dar
visibilidad a las dificultades con las que se encuentra un adolescente
durante el proceso de aceptación de su diversidad sexual, además de
presentar una historia de amor excelente, bien cuidada, respetuosa,
estética. Pero la prioridad de Abdellatif Kechiche ha sido ejercer de
dictador. Él quería sostener la lupa como un voyeur dándose el lujo de
exigir todas sus fantasías desde el lugar más privilegiado. No nos
extrañe pues que Maroh haya denominado a esta película “pornografía para
mentes masculinas”.
Y conste que en ningún momento se discute sobre
no mostrar sexo en la película, de hecho es necesario y está justificado
que se muestre, pero no ASÍ. El problema no es con el sexo explícito
siempre que esté justificado y bien presentado, como por ejemplo sucede
en el cómic. El problema es cuando se ha decidido mostrar una escena
sexual larguísima con el único propósito de crear morbo gratuito y
polémica. Podía haber sido una escena de sexo rodada con respeto, buen
gusto, erotismo y sensibilidad y no quedarse en el puro morbo de un
director tiránico que parece regodearse en las tijeras y el cunnilingus
mientras filma para después querer tomar al espectador por tonto,
hacerse el ingenuo y pretender venderlo como otra cosa. Eso es lo
indignante. Más que una relación sincera y realista entre dos mujeres
parece una fantasía pornográfica bastante tópica (e incluso ridícula por
determinadas posturas) de un hombre heterosexual y obsesivo.
Por
ejemplo, una película como Nymphomaniac es bastante más honesta que ésta
en cuanto a propósitos y objetivos, ya que no miente al presentarse a
sí misma: “FORGET LOVE” es su frase de presentación y en ningún momento
reniega de sus escenas pornográficas o de sexo explícito. Pero Kechiche
hace todo lo contrario, muy hipócritamente: rueda escenas claramente
pornográficas y de bastante mal gusto y nos las quiere hacer tragar no
sólo como necesarias sino como demostración de la pasión más auténtica.
Pues por eso yo no paso, lo siento mucho, no quiero que se me tome por
idiota. Lo que ha rodado este hombre es porno, se ha recreado en él y en
las actrices y ha querido hacerlo así para llenar más salas, crear más
audiencia y alimentar más morbo (sobre todo el masculino).
Si habéis
leído el cómic (que os recomiendo para que veais por vosotras mismas la
diferencia), comprobaréis que las escenas de sexo no tienen nada que
ver. Son explícitas, sí, pero no se recrean injustificadamente ni
ofrecen morbo gratuito no resultan tópicas o insultantes. Son naturales,
sugerentes y estéticas. En la película no veo más que tetas
bamboleantes y posturas ridículas propias de un vídeo de Youporn.
Comparto la indignación, la cual no se debe a ningún fanatismo militante
ni es una mera “pataleta porque sí”. Muchas lesbianas estamos muy
hartas de escuchar tantas alabanzas sobre esta película. Si alguien
quiere hacer porno, que lo haga, pero que no lo justifique haciendo ver
que defiende algo o a alguien y sobre todo que se atreva a llamarlo por
su nombre y a no disfrazarlo de otra cosa. Está claro que a los hombres
heterosexuales el tema lésbico les encanta y les atrae muchísimo, pero
se les ve mucho el plumero para que luego lo nieguen con tanta
hipocresía… Lo que ha rodado Kechiche no es arte, es simplemente
pornografía para canalizar sus propias fantasías y disfrazarlas a través
de tres horas de “pasión”, “filosofía de los cuerpos” y “sensibilidad”,
y si algo me molesta especialmente en esta vida es que traten de
venderme una moto falsa o que quieran hacerme comulgar con ruedas de
molino.
El tema de la justificación a toda costa del sexo
explícito me parece muy cansino de puro evidente. Es más: creo que forma
parte de una corriente pseudoprogresista que confunde tías en pelotas
con apertura de mente. Y no me lo trago: una tía desnuda en una peli de
autor está tan desnuda como una tía desnuda en una peli de Pajares. De
hecho, la actitud del cine de Pajares me parece más honesta… El cuadro
del tipo que se excita viendo sexo entre dos mujeres es tan antiguo como
el mundo, y “La vida de Adèle” no hace sino alimentar la fantasía de la
que se nutren las películas porno de toda la vida. No entiendo con qué
derecho este director se ha atrevido a utilizar a las lesbianas a través
de una película que no es más que una apropiación machista y morbosa de
su sexualidad.
En ningún momento digo que el sexo sobre en una
película o que haya que taparlo. El sexo puede ser explícito y necesario
en una película, claro que sí, pero cuando se muestra de manera tan
evidentemente morbosa, degenerada (con respecto al cómic) y vulgarizada
como aquí pues sí, me sobra, porque ver unas tijeras de 10 minutos no
creo que me aporte nada al resto del argumento, ni a mí ni a nadie,
salvo mera excitación o morbo… eso es lo indignante, que en ellas el
director está lejos de ser ingenuo o esteta al haberlas rodado, sino
morboso. Nuestra indignación (mía y de muchas lesbianas) radica en el
hecho de que la mirada de este director es bastante hipócrita, porque
nos quiere vender unas escenas sexuales supuestamente filmadas con
realismo, belleza y sensibilidad cuando lo que vemos es pura recreación
pornográfica con fines comerciales. El sexo lésbico vende, y eso el
director lo sabía y por eso lo ha explotado, por eso todas las
justificaciones de estas escenas nos parecen cuentos y engaños bastante
perversos. Creo que muchos tíos han visto la peli sólo buscando las
escenas porno, es más, esas escenas ya aparecen insertadas
desgraciadamente en muchas páginas porno de internet o incluso el vídeo
entero de 10 minutos se puede encontrar fácilmente si se quiere ver
porno lésbico…
Nos ha costado mucho que a las lesbianas se nos respete (y aún nos sigue
costando diariamente) para que nos tengamos que ver expuestas de este
modo y se nos visibilice sólo para fomentar el mito erótico frente al
público mayoritariamente masculino, lo cual además resulta de muy mal
gusto y muy frustrante, porque sentimos que es como si al exponer
nuestro disgusto nos increparan: “¡Encima que os visibilizamos y de una
manera artística además, os quejáis cuando deberíais aplaudir, sois unas
histéricas y unas puritanas!”. Es casi como cuando las mujeres se ven
“obligadas” a agradecer ese piropo que reciben por la calle sin haberlo
pedido. Sinceramente creo que el día que veamos penes en pantalla con la
misma frecuencia con que vemos coños y tetas podremos empezar a hablar
de igualdad… y hasta que no vea una película de este mismo director que
se recree durante diez minutos en dos hombres gays practicando un
“justificadísimo” y “bellísimo” sexo anal seguiré pensando que Kechiche
es un vulgar onanista y sólo ha buscado plasmar su propia fantasía.
El
arte, al menos como yo lo entiendo, y el verdadero talento de un
director, está en su capacidad para mostrar algo verídico sin tener que
echar mano de los recursos más fáciles, sino sugiriéndolos o al menos no
haciéndolos tan absurdamente explícitos. La película habría ganado así
en fuerza, poder de sugerencia, universalidad y sobre todo mensaje, sin
quedarse en una superficialidad tan vacua y concesiva. Pero claro, sin
estas escenas tan provocadoras no habría causado tanto entusiasmo en la
crítica, de hecho habria pasado bastante desapercibida. No puedo por
ello dejar de pensar que la de Kechiche es una visión muy cosificadora,
aprovechada y morbosa sobre las lesbianas y que con el diamante que
tenía entre las manos podría haber hecho una obra verdaderamente
maravillosa pero se quedó en lo fácil, lo cual me parece muy triste.
Existen multitud de alternativas y estrategias a la hora de
comercializar una obra. Implicar y ofender a una serie de personas, e
incluso a la autora de la obra literaria, es un mal recurso que
demuestra, además, mucha prepotencia e interés por parte del director,
preocupado más en vender un producto por el camino más burdo y facilón,
reduciéndolo a un mero espectáculo morboso para llamar la atención, que
en extraer y saber plasmar un mensaje más profundo.