Anatomía de un douchebag
Douchebag: Dícese del término americano equivalente para definir al capullo hispánico. Alguien insoportable en todos y cada uno de los sentidos del cuerpo humano. De entre todas sus variantes, la autóctona de California es la más representativa siendo su población dedicada al cine, especialmente sensible a tal fenómeno.
Decía Ari Gold, agente ficticio de la serie El séquito (Entourage, 2004-2011, Doug Ellin) y encarnación perfecta de todos los valores del douchebag, que «no existe nada que guste más en el mundo del cine que un buen comeback». El regreso de entre los muertos de una carrera, para que no se me acuse con buen tino de abusar de anglicismos. No podría estar más en desacuerdo. Al público solo le interesa una resurrección artística durante un periodo de tiempo más bien limitado, el éxito ajeno incomoda. En Britney´s New Look, uno de los mejores episodios de la ya larga historia de South Park, se insinuaba en un divertidísimo homenaje a El hombre de mimbre (The Wicker Man, Robin Hardy, 1973) el sacrificio de figuras de la cosmogonía popular en pos del bien común, citando de manera directa a la espiral de caída libre en la carrera de Britney Spears. Es indudable que despierta mucho más interés ver como la cantante de Baby, one more time se rapa la cabeza delante de decenas de fotógrafos que comprobar cómo ha firmado un contrato para actuar en Las Vegas que podría alimentar a nuestro linaje durante generaciones. ¿Cuántos corrillos se formaron en torno al #Winning, la sangre de tigre y demás neologismos decadentes de Charlie Sheen y cuanta información se vierte en la actualidad sobre su aparente estabilidad dentro de la serie Anger Management? Echando un vistazo al total abandono de atención y mediático que ha sufrido la carrera de Mickey Rourke tras el cénit de su recuperación, me arriesgo a pronosticar que el intenso y apasionado romance que está teniendo Hollywood, y por extendido la sociedad, con Ben Affleck tardará poco en llegar a su fin. La imagen del actor de Una relación peligrosa (Gigli, Martin Brest, 2003) recogiendo el Oscar a la Mejor Película y su elección como el nuevo Batman ha llenado portadas pero no tantas como cuando tiraba su carrera por la borda mientras compartía cama con Jennifer Lopez.
Era simple cuestión de una mezcla de tiempo, oportunismo e ingenio y que alguien tratase de mercantilizar ese sentimiento tan humano de detenerse a observar un accidente en carretera y acelerar cuando vemos un coche averiado. El calculadísimo descenso a los infiernos de la incorrección de Miley Cyrus no deja de ser una inmensa campaña de mercadotecnia con paradas tan obligatorias como su sesión de fotos con Terry Richardson o escándalos tan medidos como sacarse un porro de un bolso Channel de 4.000 dólares para fumárselo en plena actuación de los MTV Awards para enloquecer a su particular aquelarre adolescente. No queramos ver provocación y sublimación de lo pop donde solo hay trabajadas campañas de marketing. Tampoco es mi intención reinventar nada, las operaciones crematísticas de ídolos no son cuestión única del presente y durante las últimas décadas ha sido considerable el número de deidades cinematográficas arrojadas a la pira del deleite popular, siendo quizás Macaulay Culkin la más destacada de todas ellas.
Principios de los 90, John Hughes se encuentra en la encrucijada de dar sus últimos coletazos como cineasta después de algún que otro sonoro fracaso como La loca aventura del matrimonio (She’s Having a Baby, John Hughes, 1989), la desilusión por el agotamiento de su legado y la práctica desaparición del Brat Pack en buena parte debido a sus excesos, acabó relegándolo a un mero papel secundario dentro de la industria. Su estilo naturalista y su gusto por los outsiders dentro del universo adolescente así como su merecida fama de cultivador de diálogos sofisticados y llenos de ironía melancólica habían perdido la frescura inicial y el hueco que ocupaban dentro de la cultura popular y el cine en la década anterior y en un giro casi maquiavélico decidió sustituir a los problemáticos protagonistas adolescentes y cargados de hormonas de sus producciones por un perro y un niño, elementos menos conflictivos en los rodajes pero igualmente adorables. Años más tarde y para continuo deleite de pedófilos, Hughes intentaría repetir la jugada otorgándole el protagonismo a un bebé en El peque se va de marcha (Baby´s Day Out, Patrick Read Johnson, 1994). El asunto no funcionó, claro está, probablemente porque el target de gente que acude al cine con gabardina, incluso a día de hoy, es demasiado pequeño.
Lo fulgurante de su aparición y el abrumador éxito de Solo en Casa (Home Alone, Chris Columbus, 1990) convirtieron a Macaulay Culkin en la primera gran estrella propia de los 90. Descubierto por el propio Hughes tan solo un año antes en A solas con su tío (Uncle Buck, John Hughes, 1989), su adorable rostro ario carente de maldad, combinado con una naturalidad que le permitía intercambiar réplicas verbales con sus partenaires adultos, hacían del pequeño interprete un habitante perfecto para los vehículos juveniles/infantiles que diseñaba el ahora productor de clásicos inmortales como Beethoven, uno más en la familia (Beethoven, Brian Levant, 1992). Inocencia mezclada con una locuacidad y una capacidad de réplica dignas del mejor monologuista. Dos de los ingredientes básicos que habían convertido al realizador de La chica de rosa (Pretty in Pink, John Hughes, 1986) en una de las voces más reconocibles de la de década anterior, pero mezclados en el cuerpo de un niño de apenas diez años con una cara imposible de odiar. Una combinación demasiado irresistible para que con su primera película como protagonista, el joven Culkin no conquistase los corazones de Estados Unidos y por lo tanto, de buena parte del mundo.
Han pasado 23 años desde el estreno de Solo en casa, tiempo suficiente para olvidarse de sus circunstancias extrínsecas, desprenderse de complejos clasistas relacionados con el masivo éxito de taquilla y reconocer que la película es poco menos que un clásico navideño, si es que los términos “clásico” y “navideño” alguna vez han poseído algún tipo de valor propio. El principal mérito del dúo Columbus-Hughes es traspasar los propios límites de un concepto que difícilmente sobrepasa la arquitectura básica del slapstick y barnizarlo con una pátina espesa de humanismo con el que el espectador puede verse representado e identificado. Algo a lo que ayuda que los personajes se erijan como algo más que meros arquetipos. Pensemos por ejemplo en los dos protagonistas centrales, Kate McCallister (Catherine O´Hara) y Kevin McCallister (Macauley Culkin), mientras que la primera gracias a su larga subtrama que implica la odisea de su viaje de vuelta para estar con su hijo, representa una identificación con las madres y su inseguridad sobre su condición maternal, el segundo es el habitual héroe outsider del cine de Hughes. Un incomprendido, esta vez debido a su corta edad, que no duda en rebelarse contra el sistema a pesar de las consecuencias. Es precisamente esta caracterización que esquiva el arquetipo de caricatura lo que hace que funcione una ficción que en otras condiciones no pasaría de lo anecdótico. Por eso, la película encaja a la perfección como una fábula navideña cuando harto de los maltratos sistemáticos del clan McCallister, que incluyen desde tener que dormir con el primo coñón que se mea en la cama, —impagable un Kieran Culkin cuya mirada engullendo una Pepsi hace presagiar su húmedo futuro— hasta soportar constantes insultos o ver como su hermano mayor acaba por comerse la pizza que él ha encargado, Kevin decide rebelarse y desear que su familia no existiese. Cuando se levanta la mañana siguiente y comprueba que su deseo se ha hecho realidad, lo que en principio se convierte en la fantasía de todo niño —saltar en la cama, hojear la revista porno de tu hermano, ver películas para adultos, montar con el trineo en casa, etc…— acaba convirtiéndose en una pesadilla al descubrir las verdaderas consecuencias de su sueño, en un giro que en el cerebro de Kevin se percibe cercano a la tradición de las ficciones morales de Rod Serling dentro de La dimensión desconocida (Twilight Zone). Por eso la llegada del peligro con la forma de ladrones de casas (Los bandidos mojados, Daniel Stern y un Joe Pesci en su primer papel familiar y ejerciendo una divertida contraposición cultural con su rol de Tommy De Vito en Uno de los nuestros (Goodfellas, Martin Scorsese, 1990) y la decisión de defender su hogar ante la posible invasión doméstica, se sienten no solo como un acto de redención del personaje, sino también nuestra debido al proceso de identificación que se ha venido realizando durante todo el metraje anterior.
Por este mismo procedimiento de aprendizaje y redención final, el clímax final acaba siendo más que una sucesión de trompazos y golpes más propios del cartoon que de cualquier física aplicable al cuerpo humano, sino que se convierte en el proceso de superación de madurez y superación del propio Kevin, que se pasa todo la introducción de la película escuchando quejas sobre su inutilidad y falta de talento, para acabar derrotando a los villanos precisamente sobrepasándolos precisamente en perspicacia e inteligencia.
Solo en casa acabó su trayectoria comercial con 285 millones de dólares en el bolsillo, siendo la película más taquillera en Estados Unidos de 1990. En una época donde las continuaciones no episódicas todavía seguían coronando las cabezas pensantes de los ejecutivos de Hollywood —todavía quedarían años hasta que la saga de El señor de los anillos trajese consigo la narración fragmentada y recuperase los procesos de los antiguos seriales— la secuela era la continuación lógica del éxito. Sin embargo Solo en casa 2 (Home Alone 2: Lost in New York, Chris Columbus, 1992) no solo recaudó algo más de 100 millones por debajo de su predecesora sino que casi envió a la franquicia al limbo de las videosecuelas. ¿Qué es lo que ocurrió?
Han pasado 2 años desde los hechos de la primera película y Kevin McCallister ya no es aquel niño pequeño con el que se metía toda la familia, sino que ahora cargado con una molesta grabadora se dedica a ir incordiando a todo pariente con el que se cruza, un acto tan cargante que podría pasar ser la versión de los 90 del actual “mira que vídeo más gracioso me han pasado por whatsapp”. En una escena que a buen seguro haría las delicias de Michael Jackson, después de que su hermano vuelva a humillarlo, chafando su solo de canto en el concierto de Navidad del colegio, el pequeño angelito causa un desastre escolar para deshonra social de sus progenitores. Sin ningún tipo de arrepentimiento, a pesar de la lección aprendida durante la primera película, decide exponer la banda de capullos que le parece que son todos los miembros de su familia y que ojalá tuviese unas vacaciones para él solo. Caprichos del destino o de necesidad para justificar una secuela, Kevin vuelva a extraviarse al intentar agarrar la bolsa de su padre para cambiar las pilas a su insoportable grabadora —traducción actual simultánea “Papa, déjame el Iphone”— y seguir al primer hombre con gabardina parecida a la de su padre. Así que en un giro digno de ciencia-ficción para todos aquellos que ya estamos acostumbrados a las medidas de seguridad en los aeropuertos después del 11-S, su familia acaba en un vuelo hacia Florida mientras que su hijo pequeño se marcha a Nueva York. Existe una sutil diferencia entre la travesura infantil y el hecho consciente, que es la misma entre no saber si tu familia se ha esfumado de la faz de la Tierra y estar perfectamente enterado que estás en una ciudad distinta a ellos y aun así largarte a darte la buena vida. Con esa pequeña variación, el binomio Hughes-Columbus alteró la inocencia de su presente y dieron carta blanca para que su protagonista fuese un douchebag de primera.
Con una mochila llena de dinero y las tarjetas de crédito de su padre, el pequeño de los McCallister se embarca en su aventura por el lado salvaje y capitalista de la vida, Nueva York, siendo lo primero que hace registrarse en el Hotel Plaza porque es el hotel que ha visto anunciado por la televisión, cosas de la educación infantil. En un giro cruel del destino y de los guionistas, el resto de la familia pasa sus vacaciones en un motel de mala muerte de Miami mientras sufren la tiranía de una tormenta caribeña en pleno Diciembre. La suerte del douchebag. No es de extrañar que sus padres acaben bromeando con la policía que ya que pierden a su hijo todos los años, al menos sus maletas no sufren el mismo destino. El caso es que Kevin procede a registrarse en el Plaza, con las tarjetas de crédito de su padre; se cruza con Donald Trump, en una referencia que no cogisteis el año de su estreno y que probablemente tampoco entendáis ahora, y en su proceso de disfrute dionisiaco de la vida capitalista sin preocupación, se topa con el personal del hotel, que obviamente está extrañado por ver a un niño sin compañía de ningún adulto intentando hacer una reserva en uno de los hoteles más caros de Nueva York. En menos de dos años, de una película a otra, los villanos han pasado de ser ladrones a ser trabajadores, el sueño de cualquier gobierno de derechas.
Existe una pequeña diferencia entre plantear un conflicto abierto entre adultos y niños como en la primera parte y enfrentar a Kevin contra personas que únicamente pretenden hacer su trabajo. Tim Curry no tiene culpa alguna de que, mucho antes que Johnny Depp, él fuese el primer actor-máscara de su generación y que su cara efectivamente se parezca a la de El Grinch de Chuck Jones. De la fantasía infantil de quedarse solo en casa, hemos pasado a la realización del sueño capitalista de disponer crédito sin límites para despilfarrarlo en chorradas superfluas. De ahí surgen comportamientos tan habituales de un douchebag como negarle la propina a un joven botones interpretado por Rob Schneider, para darle un chicle en lugar de la propina y vacilarle a continuación con un fajo de billetes la segunda vez que acude a su habitación para realizar algún servicio o la de donar a la beneficencia 20 dólares del dinero de tu padre, darte la palmadita en el pecho por no gastarlo en “golosinas que te pudren los dientes” para que al final de la película se descubra que se ha gastado más de 900 en el servicio de habitaciones. Aún hay quien cree que el capitalismo no engendra monstruos.
Casi todas las secuelas llevan implícitas un patrón de repetición y translación de los mejores momentos del film original a su continuación. Solo así se concibe que exista una segunda parte de Este muerto está muy vivo (Weekend at Bernie´s, Ted Kotcheff, 1989). En el caso de Solo en casa 2, es el personaje de la Mujer de los palomas (Brenda Fricker) —así es como viene acreditada en los títulos de crédito de la película, lo cual da una idea del total desinterés a la hora de siquiera plantearse la idea de humanizarla— el que supone un eco familiar en consonancia con Marley (Roberts Blossom), el vecino aterrador de la primera entrega. En lo que parece un publirreportaje de la política social de Rudolph Giulani, toda la escoria de la ciudad es amontonada en una única esquina de Central Park por la noche y los restantes vagabundos son entrañables sidekicks de pasado trágico dispuestos a ser reinsertados dentro de la sociedad del bienestar. Lo más grotesco de esta relación no es que se inicie con Kevin gritando a la pobre mujer a plena luz del día —una indicación más del nivel social y educacional de la familia McCallister— sino que después de haber conocido su historia, entablado una amistad y que le hayan salvado la vida, el douchebag de Kevin vaya a despedirse de ella, dándola unas putas tórtolas de plástico, que para más recochineo, se las han regalado en la juguetería, mientras él y su familia disfrutan de una habitación repleta de regalos navideños en el Plaza, el hotel regido “por los mejores idiotas de la ciudad” —la mejor frase de todo el film—. ¿No eres capaz de invitar a desayunar con tu familia a la persona que te acaba de salvar el culo hace unas pocas horas? ¿Cómo se puede ser tan desagradecido? No es que se atente frontalmente contra los principios y la filosofía de la primera película sino que está lanzando un mensaje completamente opuesto al pretendido.
Por alguna extraña razón, quién sabe si es porque el límite moral de una persona lo marca el atracar una tienda de juguetes el día de navidad cuando la recaudación de la tienda va a ir destinada a un hospital de niños enfermos, el binomio creativo Columbus y Hughes deciden acometer una notable escalada de violencia durante el clímax final, convirtiendo los ecos del cartoon clásico en ejercicios de crueldad cómica más propios del dibujo animado postmoderno. Pensemos en la escena donde Marv (Daniel Stern) recibe cuatro ladrillazos, un acto de sadismo extremo que haría las delicias de un Winding Refn o Gaspar Noé y que sin embargo se cuelan en el contexto de una película infantil. Siendo el montaje lo suficientemente claro como para acentuar la fisicidad del impacto. No hay corte de plano, solo violencia. Si trazase un equivalente en dibujo animado sería algo parecido a que el correcaminos se parase ante cada desgracia del Coyote, por un momento la escena se detuviese y el pájaro se sacase un “selfie” para inmortalizar el tortazo y después colgarlo en una red social.
Si Solo en casa 2 demostraba el triunfo del modo de vida capitalista y la perversión de lo incorruptible, Niño Rico (Richie Rich, Donald Petrie, 1994) sería el siguiente paso lógico en la evolución del derrumbe de Culkin. Un vehículo que parece diseñado para la quema pública del ídolo. Basada en una serie de cómics y dibujos infantiles —cuando no todas las series y dibujos infantiles tenían su correspondiente adaptación en cine—, es la historia de Richie Rich, el niño más rico del mundo, lo cual supone una tremenda ironía pues gracias a esta película Macauly Culkin se encaramó como uno de los actores mejores pagados de la época. En lo que debería ser una parodia sobre la ridiculez del lujo, Richie se cría entre todo tipo de obscenidades visuales y caprichos de millonarios tales como móviles de cuna con forma de billetes, sonajeros y chupetes de oro, elementos solo concebibles dentro la imaginería visual de un vídeo de rap. Pero la vida de un multimillonario también tiene sus quebraderos de cabeza, sus padres deben lidiar con los últimos retoques de una reproducción a escala natural del Monte Rushmore que servirá como íntimo retrato familiar y que para nada es egocéntrico o desproporcionado; Richie no soporta a sus compañeros de clase, aprendices de Gordon Gekko que están más preocupados en realizar fusiones y opas hostiles que en llamarlo al telefonillo para que salga a jugar y para colmo su padre no encuentra tiempo suficiente para tirarle la pelota de béisbol, puesto que se encuentra demasiado ocupado con su trabajo como millonario y prestando dinero al presidente de Estados Unidos. Un chiste blanco dentro del contexto de la película pero terriblemente negro y premonitorio si atenemos al momento actual de los gobiernos. Por fortuna, Richie siempre podrá acudir a su fiel mayordomo como reemplazo paterno, porque no hay metáfora mejor de ser un americano rico que tener un mayordomo británico, la sombra de Mr. Belvedere es muy alargada o que cierto país todavía no ha superado sus orígenes como colonia inglesa. Mientras tanto Richie disfruta de las ventajas de ser blanco y acaudalado, matando el tiempo despilfarrando el dinero y contratando a Claudia Schiffer para sustituir Arnold Schwarzenagger como instructor de gimnasia, equiparando de paso a las celebridades con prostitutas de alquiler.
Pero el niño más rico del mundo también llora y sufre como nosotros. En uno de los actos filantrópicos de su papá, —la definición de filantropía en un millonario, ese concepto tan ilusorio…—, Richie se junta con la chusma del barrio de la fábrica que su papá acaba de salvar. Como son pobres, son una pandilla perfectamente ensamblada para representar a las minorías: una mujer, un negro parlanchín, un italiano de pelo grasiento con gafas de sol y un gordo. Richie los quiere conquistar, quiere demostrar es un buen chico, a pesar que viaja a los sitios en helicóptero mientras ellos tendrán que usar el transporte público para el resto de su vida, y el béisbol es la mejor manera de conquistar el corazón de un norteamericano de clase media baja. Como los humilla y aquello no funciona, decide cambiar de estrategia e invita a sus nuevos amigos del 99% a su casa para comprarlos con la divisa oficial de la felicidad, el dinero. No existe mayor vínculo de unión que sobornar a tus nuevas amistades con quads, catapultas, montañas rusas y tu propio McDonalds… por aquello de tener un colega gordo y del product placement.
En esta oda al capitalismo más feroz, el conflicto dramático tenía que proceder del enfrentamiento entre la burguesía y el nuevo arribismo económico de Wall Street, representado esta vez por el siempre elegante y brillante John Larroquette. El actor de Juzgado de guardia (Night Court) urde un plan para acabar con la familia Rich eliminando, en teoría, a los padres de la criatura en un accidente de avión. Lo que el aspirante a CEO no sabe es que la nobleza, por muy monetaria que sea, siempre es hereditaria, por lo que Richie acaba siendo nombrado presidente de la compañía y por aquello del populismo y de las doctrinas económicas del Reaganismo, conserva los puestos de trabajo de los padres de sus nuevos compadres urbanos y de paso emplea a estos como testadores de chocolatinas para su nuevo equipo de investigación, sin pagarlos, claro está.
En un giro dramático necesario para la continuidad de la ficción, supongo, Larroquette inculpa del accidente aéreo a la enésima versión de Mr. Belvedere, Richie queda aislado en su casa, se las ingenia para salir, sacar a su criado británico de la cárcel, derrocar al nuevo CEO e instaurar de nuevo la tiranía económica de los Rich. Por motivos que se desconocen, Larroquette cambia de opinión y decide que controlar una de las empresas más ricas del mundo no es suficiente y que tiene que asaltar la bóveda de la familia. El giro final de la película y supongo que también la moraleja, es que la caja fuerte secreta no incluye un solo dólar, sino los recuerdos de toda una vida y que el dinero lo tienen invertido en acciones, lo cual efectivamente, es una enorme lección vital acerca de las derivas económicas de la actualidad y sobre la invisibilidad de los bienes materiales. Al final todo se resuelve en un clímax final hitchcockiano en lo alto del Monte Rushmore de los Rich demostrando que hasta el douchebag rico más paleto también tiene ansias y sensibilidad por creerse artista y canibalizar la cultura.
El binomio creativo de Solo en casa 2/Niño rico supuso la culminación de un proceso destructivo iniciado en el mismo momento en el que Macauley Culkin se convirtió en una estrella, el mismo camino que le llevaría a involucrarse más adelante en un par de producciones independientes que utilizaron su figura como recurso satírico para disimular sus carencias provocadoras. En la actualidad, Culkin se encuentra desaparecido de cualquier tipo de conversación pública, haciendo de su normalidad el mejor ataque contra la hipocresía moral de aquellos que defienden el concepto de recuperación artística cuando lo que realmente desean es revolcarse en el lodo del hundimiento personal.
Fantástica revisión con otros ojos de películas que a más de uno nos asustaría volver a ver